La mafia hace caja con la migración
La ‘Ndrangheta, la poderosa mafia calabresa extendida por el mundo con el tráfico de cocaína, se enriquece con los fondos de ayuda a los inmigrantes
Cuando desembarque envuelto en una manta después de varios días de travesía por el Mediterráneo, el nigeriano Ammar recibirá un tríptico en el que le informarán de que llega a Italia, un país donde se habla el italiano. Se enterará de que está en el sur, que Roma le pilla un poco lejos, y que en el mundo al que llega a la comida se le dice cibo. Le ducharán con agua a presión por si tiene sarna y, en un gesto que no deja de tener su gracia, le pedirán que deje los objetos de valor en una cajita. No lleva nada encima. Lo que no sabe todavía, y eso tendrá que descubrirlo por su cuenta, es que donde desembarcará existe un poder oculto, abrazado a las instituciones y a la Iglesia como una enredadera, que convierte las penurias de su viaje en un gran negocio. La mafia italiana recibe a los inmigrantes con los brazos abiertos.
La ‘Ndrangheta, en sus orígenes, estaba formada por una panda de bandoleros de pueblo diseminada por toda Calabria, una de las regiones más pobres de Italia. Había algo primitivo en su forma de entender el negocio. Mientras la Cosa Nostra siciliana se hacía mundialmente conocida y observaba embobada las películas que la retrataban, los calabreses, a menudo vistos con desdén por su gusto por el secuestro y sus modales rurales, se mantuvieron en la sombra. Nadie hablaba de ellos, y ellos tan contentos.
En silencio, fueron expandiendo su poder hasta convertirse en uno de los actores principales del tráfico de drogas. Como un Starbucks del crimen, ‘Ndrangheta abrió sucursales en las periferias de las ciudades ricas italianas, Milán y Roma, pero también en sitios tan remotos para un calabrés de campo como Canadá o Australia. Su desarrollo es contraintuitivo. Su expansión global se debe a los valores arcaicos como la omertá (la ley del silencio), la fidelidad absoluta y la familia como forma de protegerse frente a agresiones externas. Si en las otras familias de mafia hay célebres arrepentidos que han cantado La Traviata, en ‘Ndrangheta apenas ha habido pentitos, arrepentidos en italiano. Está feo delatar a un padre.
Su última oportunidad de negocio ha surgido a raíz de la crisis migratoria. Cerrada la ruta de los Balcanes tras el acuerdo de Bruselas con Turquía en 2016, Italia es la puerta de entrada a Europa para los que zarpan desde Libia. Este año han llegado a sus costas 83.000 personas, según ACNUR, que estima que casi 2.000 han perdido la vida por el camino. Las ayudas que el Gobierno destina para la acogida (35 euros día por adulto, 45 por menor) han servido para solventar una situación de crisis en Calabria, que no estaba preparada para recibir una oleada semejante. Pero también para atraer a la ‘Ndrangheta, acostumbrada a llevarse una parte de todos los negocios que se mueven en su territorio. Si controlan la construcción de carreteras, pizzerías, Ayuntamientos, ¿por qué no los inmigrantes? En una región con poca actividad industrial, el flujo de dinero público es una mina.
Por las mañanas, en Isola di Capo Rizzuto, una ciudad costera de nombre engañoso (no es una isla), un grupo de mujeres vestidas de luto riguroso caminaba por un lado de la carretera hasta su puesto de trabajo: Sant’ Anna, un centro de inmigrantes con más de 1.500 internos. Eran las viudas de los pistoleros que perdieron la vida al servicio de la mafia que habían encontrado acomodo en la ayuda social. El pasado mayo, una operación policial reveló que la ‘Ndrangheta controlaba este centro desde hacía una década y, en ese tiempo, los investigadores calculan que el clan Arena, una familia histórica que controla este territorio, se embolsó una tercera parte de los 110 millones de euros que la institución había recibido en ayudas. 68 personas fueron detenidas, entre ellas Edoardo Scordio, un cura que todos los días enviaba por WhatsApp a sus contactos del móvil reflexiones sobre los evangelios.
A día de hoy, el centro es un búnker. Unos militares prohíben la entrada a los curiosos y registran y cachean a todos los que entran o salen. Uno que se asoma a la puerta es Fred Asannti, un ghanés de 22 años con ocho meses de vivencias ahí dentro. Dice que vivía “como un perro” y que está “no happy”. “Esto hace que odie Italia”, reflexiona mientras espera un autobús que le lleve a una ciudad cercana. ¿Ha mejorado algo desde que se expulsó a los mafiosos? “¡No! Sigue siendo un lugar horrible”.
Hoy las cosas están en aparente calma en Isola di Capo Rizzuto pero no siempre ha sido así. Su ayuntamiento ha sido dos veces disuelto por infiltración mafiosa. En 2004, el capo de los Arena, Carmine Arena, envuelto en una guerra de clanes locales, vivía obsesionado con que lo querían matar y mandó blindar su coche. En este pueblo soleado, turístico, de ancianos jugando a las cartas en una rotonda, Carmine parecía un marine a bordo de un humvee en plena guerra de Irak. Pero ni así se salvó. Sus asesinos le tendieron una emboscada igual de bélica: con un bazoka destrozaron la protección y lo remataron con disparos de Kaláshnikov. Al ataque sobrevivió su primo Giuseppe, que tomó el testigo.
Aquella guerra que desangraba a la ‘Ndrangheta se zanjó a la siciliana, creando una federación similar a la Cosa Nostra que puso orden entre las diferentes familias, conocidas como ‘ndrinas. La ausencia de grandes carnicerías —a excepción del asesinato de seis personas en la puerta de un restaurante italiano en Duisburgo (Alemania) en 2007— las mantuvo fuera del radar de las grandes investigaciones antimafia. Francesco Forgione, un político y periodista calabrés de 57 años que ha dedicado su carrera a documentar los movimientos de los hampones de su tierra, ha reciclado los conceptos del estudioso de la posmodernidad Zygmunt Bauman para concluir que estamos ante una mafia líquida, que ha hecho frente a los desafíos de la globalización adaptando su viejos esquemas a los tiempos modernos, con “una estructura reticular y modular”. Un gran emporio criminal que mueve 50.000 millones de euros al año, casi el 3% del PIB italiano.
“La ‘Ndrangheta condicona la política, la sociedad, todo. Ahora ha descubierto cómo ganar mucho dinero con los inmigrantes. Es la industria de la solidaridad. Antes utilizaban a los extranjeros para trabajar en el campo en condiciones de esclavitud pero ahora se ven más rentabilidad ocupándose de la acogida. Con una hipocresía y una falsedad tremendas utilizan la asistencia social para encubrir sus intenciones verdaderas”, explica Forgione por teléfono. Advierte de que no es solo un negocio para los criminales calabreses, ya que en Sicilia hay una investigación judicial sobre el mayor centro de inmigrantes, el Caro di Mineo, ante la sospecha de que está controlado por una entente de políticos y la Cosa Nostra.
El esquema con el que la mafia metió mano en las ayudas a los inmigrantes se repite en muchos lugares. Las partidas de dinero que llegaban desde Roma las canalizaba el cura Scordio, según la fiscalía, a través de una institución religiosa, Misericordia, que proveía de servicios y empleo (viudas y jóvenes sin estudios) al centro de inmigrantes de Sant’ Anna. En una pizzería frente a su parroquia, adonde Edoardo iba a comer de vez en cuando sin que sus devotos dueños le expidieran la cuenta, no salen de su asombro. “Es un santo”, dice Ana Rocca, la cocinera, que abre los brazos en cruz para simbolizar que el cura está siendo crucificado en vida. El camarero Carmine Bruno, que da nombre a la pizzería, hizo de monaguillo con él cuando era niño y le recuerda pagando la factura de la luz de familias pobres desesperadas. “Y estaba amenazado por la ‘Ndrangheta, recibía cartas donde decían que le iban a matar. Cuesta creer que fuera su socio ahora…”.
El párroco, de 69 años, era un prolífico escritor. Ha publicado siete libros y, de hacerle caso a sus palabras, ahora mismo tendría una soga sobre el cuello. “La terapia contra la mafia”, escribe en un tocho editado en 2013, “es reconocer a las personas, los clanes, hace falta aislarles y agredirles hasta la destrucción con leyes especiales, maxi o mini juicios, super cárceles, recurrir a los pentitos, el exilio, las detenciones domiciliarias, manifestaciones, y recurrir hasta la pena de muerte cuando sea necesario”. Entre la documentación incautada por la investigación que lidera el conocido fiscal italiano Nicola Gratteri figura una factura a nombre del párroco de 132.000 euros por servicios espirituales, solo por lo relativo a este año. Un sueldo de directivo de una multinacional.
Don Edoardo levantó en sus décadas como párroco santuarios, campos deportivos, un colegio. La gente lo adoraba. Ammar, el chico nigeriano con el que comienza esta historia a bordo de un barco de salvamento, estuvo en el centro entre enero y febrero, y dice que no recuerda haber visto por allí a un señor con alzacuellos. De lo que sí está seguro es de una cosa: nunca había pasado tanta hambre en su vida. Describe un ambiente tétrico, macarrones blancos, sin salsa ni queso, un jabón para todo el mes, hacinamiento, váteres que no funcionan. Un lugar donde dormían los migrantes que se habían jugado la vida y los traficantes de humanos escondidos en la multitud. Hace días fue detenido allí un nigeriano apodado Rambo, delatado por el resto de internos que le habían visto matar a golpes a gente en Libia.
Un día, Ammar pidió a los gerentes la documentación que había dejado en custodia al llegar y le dijeron que la tenía él, cuando no era verdad. Le habían robado hasta la identidad. Se hartó y emprendió el camino de vuelta a donde había llegado meses antes, la casa de un carabiniere retirado al que llamaba papá.
Para un chico que para llegar hasta aquí cruzó Libia —un país en guerra, infestado de milicias que roban y violan a los inmigrantes— caer en brazos de Gianfranco Arico, un capitán jubilado de 65 años, fue una bendición. Arico no tenía experiencia en ayudar a recién llegados pero hace un año, cuando Reggio Calabria experimentó la primera oleada de inmigrantes, recibió un telefonazo del alcalde para que se involucrara en el asunto. En turnos de 24 horas, los veteranos lidiaron con otro tipo de emergencia. La gestión recibió críticas porque los inmigrantes estaban hacinados en un gimnasio —fue un escándalo televisivo en un país enganchado a la telerrealidad— y las autoridades, para solventar el problema, sacaron a concurso la gestión de centros de acogida por la región. Así es como cientos de extranjeros acabaron en lugares lejanos bajo el paraguas de la ‘Ndrangheta.
Poco después de haberse despedido de los adolescentes, el capitán Gianfranco recibió otra llamada desesperada. Aislados en el lugar, sin asistencia, sin clases de italiano ni talleres que les ayudaran a integrarse, con frío por la falta de mantas, al otro lado del teléfono estaban los muchachos a los que había ayudado en sus primeros días.
-Papá, sácanos de aquí.
El viejo carabiniere, un tipo que fuma cigarrillos Rothmans, gestiona ahora un edificio céntrico de Reggio en el que ha alojado a los menores. Viven como una gran familia y reciben la ayuda de organizaciones humanitarias como Médicos del Mundo. Habla con elegancia de su combate contra los mafiosos: “Digamos que no es un trabajo relajado”. La cultura calabresa, filosofa il capitano, tiene un problema con el concepto de “legalidad”. “Creemos que es algo que solo implica a la policía y a los jueces. Si veo un delito, me doy media vuelta, como si nada. Cuando en realidad debería ser un patrimonio de todos porque es lo que nos hace libres”. La ‘Ndrangheta, la mafia que ha encontrado un chollo perverso con el negocio de la solidaridad, no quiere que la mires de frente.
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