Caídos por Dios, por España y por el relato franquista
Un ensayo investiga cómo la dictadura utilizó a sus muertos en la Guerra Civil para crear la primera memoria histórica en las cruces de estética imperial
En el principio fue la cruz. De piedra eterna, de estética imperial, de tamaño colosal. Y adosadas a ella, seis palabras: “Caídos por Dios y por España”. Así labró la dictadura el mito que forjaría la memoria colectiva del homo franquista. Y nada sucedió por casualidad. Ni el símbolo, ni el lema, ni el material, ni la estética, ni los lugares donde se emplazaron esas cruces con aroma a muerte. Unas cruces que hilvanaron el relato franquista con un material más duradero que la piedra: el sentimiento místico de que los muertos —de un solo bando— seguían “¡presentes!” junto a los supervivientes de la guerra para levantar una España nueva.
Ese mundo de ayer con ecos actuales lo reconstruye el historiador Miguel Ángel del Arco Blanco en Cruces de memoria y olvido (Crítica), el primer ensayo sobre la función primordial que desempeñaron los monumentos a los caídos. Un descenso a la España negra de posguerra. Al país con alacenas vacías, ráfagas en el paredón y unas viudas enlutadas y otras rapadas. Un viaje simbólico que asienta una idea: la memoria dice poco del pasado, mucho del presente y todo del futuro deseado.
El fenómeno empezó pronto. No hubo ritual en el funeral del joven Emeterio Estefanía, primer caído del bando franquista en la noche del golpe de Estado contra la República. Sin embargo, en agosto del 36 todo cambió. Primero se engrandeció a quienes daban “su vida por España”. Luego se apuntó a Dios. Y ya en octubre del 36, una esquela de El Diario Palentino sobre el funeral de Luis Ferrer de Yarza, teniente de artillería muerto, enalteció al fallecido como “Mártir de la Religión y de la Patria”. El mito de los caídos había nacido. Y hacía converger las dos almas de los sublevados: el catolicismo de monárquicos y carlistas con el nacionalismo de Falange. Una entente cordiale: Caídos por Dios y por España. Caídos –también– para sustentar un relato que el franquismo iba a dirigir y explotar hasta la extenuación.
En febrero del 38, con la guerra todavía en marcha, el primer gobierno de Franco constituyó una Comisión de Estilo en las Conmemoraciones de la Patria. Tenía como fin someter “a normas generales y comunes” algo tan individual como el recuerdo. Sus miembros fueron Eugenio d’Ors, católico conservador; José Antonio Sangróniz, un marqués de Renovación Española; Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, donde se produjeron las simbólicas ejecuciones de Paracuellos; el historiador Vicente Castañeda Alcover, secretario de la Real Academia de la Historia; y el arquitecto Pedro Muguruza, arquitecto de cabecera del franquismo y futuro constructor de la cruz de cruces: el Valle de los Caídos. “Ninguno de los integrantes puede ser identificado claramente con el falangismo, sino más bien con el catolicismo del nacionalismo franquista de origen menendez-pelayista”, explica el autor.
Este hecho tuvo un efecto inmediato: la cruz. En agosto del 38, una comunicación de Dionisio Ridruejo, jefe nacional de Propaganda, advertía al subsecretario del Ministerio del Interior de que en los monumentos en memoria de los caídos se permitiría “únicamente un tipo general, sencillo, consistente en una Cruz”. La cruz se oponía a la España anticlerical de la República. La cruz prometía la resurrección de los sacrificados. La cruz remitía al viejo imperio conquistador. La cruz enhiesta, surtidor de sombra y sueños para el régimen naciente. La sombra permanente de la guerra. El sueño de una España nueva.
Las cruces, subraya el profesor Del Arco, “no eran, como pudo suceder en el caso del comunismo soviético, del nazismo alemán o del fascismo italiano, monumentos cuyo significado prometía un mundo y una situación idílica”. Eran, más bien, la foto tenebrosa de un ayer que debía proyectarse en el mañana: la memoria excluyente de la guerra. La primera memoria histórica sobre la Guerra Civil.
Cruces de memoria y olvido sobresale en un aspecto: los detalles. El autor, que dirige el departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Granada, ha desempolvado numerosos archivos para ofrecer la letra pequeña de esta gran operación de propaganda. Los ejemplos revelan las normas férreas que imperaron para conseguir la unificación estética. El proyecto de obelisco en Sestao fue tumbado. “A nuestros caídos creemos que no se les debe conmemorar más que con la Cruz”, redactó el propio Ridruejo en respuesta al obelisco. El proyecto de Santurce para honrar a cinco mártires, con la gran figura de un soldado, también fue rechazado por la “mezquindad” del tamaño de la cruz. Porque las cruces debían realzar la monumentalidad, como los veinticinco metros de altura en Santa Cruz de Tenerife. Y, por supuesto, tenían que ser de piedra. Nada de materiales modernos. Como decía el intelectual Ernesto Giménez Caballero, el cemento “huele a socializar, a planes quinquenales, a novela bolchevique, a película yanqui, a mujer libre, a miseria organizada, a disolución de la familia, a funcionarios numerados”. El clasicismo de la piedra recta, en cambio, retrotraía al estilo hispano, a la grandeza imperial, a la arquitectura de Juan de Herrera en el Escorial. Y así se hizo.
Las cruces comenzaron a brotar por todo el país. Se desconoce cuántas. Casi nunca en cementerios escondidos, sino en grandes avenidas y en la plaza mayor. Ejercían de centinela donde discurría la vida social, donde los vecinos se juntaban en los días de fiesta, donde los jornaleros esperaban cada mañana a ser contratados. Ahí se alzaba la cruz, cincelando conciencias del alba al atardecer. Caídos por Dios y por España. El mantra caló hondo. Y lo hizo, entre otras cosas, porque nada se dejó a la improvisación. En las lápidas adyacentes a la cruz no se permitían nombres de republicanos. Tampoco de mujeres. Ellas tenían asignado un papel pasivo en el duelo como madres, esposas y hermanas. Los mártires del franquismo, en cambio, debían destilar una imagen “masculina y viril”. Tampoco se consintió la más mínima desviación. Cuando los vecinos de Cirauqui, en Navarra, quisieron honrar “a sus caídos por Dios y España”, el informador falangista ordenó el cambio de “por Dios y por España” para equilibrar el peso de lo religioso y lo nacional. Cuando Terrassa propuso un monumento con la leyenda “PAX”, el proyecto fue rechazado. Tocaba recordar la guerra, no la paz.
El tiempo pasó. Para la dictadura y para sus cruces. El olvido se fue apoderando de los monumentos. La memoria pétrea que se soñaba eterna se resquebrajó. Y las cruces se convirtieron en blanco de ataques. Primero, con pintadas, como en Zamora en 1967. Después, con explosivos, como ocurrió con la cruz de la Diagonal de Barcelona en 1974, destruida por una bomba.
La Transición abrió un nuevo tiempo. Pero las cruces seguían en pie. Pocos se atrevían a retirarlas. Lo hizo Granada, en 1985, a las siete de la mañana de un sábado de agosto, sin previo aviso. Con la Ley de Memoria Histórica de 2007 sí se produjo una ruptura. Muchas cruces desaparecieron del espacio público. Otras todavía permanecen, con litigios incluidos.
Hoy, desde su mirada de historiador, Miguel Ángel del Arco Blanco coincide con el historiador británico Tony Judt sobre “los riesgos derivados de entregarnos a un excesivo culto a la conmemoración del pasado traumático”. Y advierte contra la “disimetría del recuerdo” que sacraliza a las víctimas antes ignoradas y que olvida a los muertos antes idealizados. Tal vez, esgrime el autor, esa sea la lección de las cruces del franquismo: que en una sociedad democrática no cabe una sola memoria, sino distintas memorias, en plural. Muchas, grandes, libres.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.