Era ya el tiempo de leer a Montaigne
Desde la terraza de un bar de Lavapiés cada domingo Miguel veía pasar una manifestación de jóvenes indignados vomitando con el megáfono consignas, arengas y pareados muy violentos
En la primavera del año 2011 parecía haberse instalado en todo el país un estado de cabreo general. Sobre las espaldas del presidente Rodríguez Zapatero se había desplomado el tinglado financiero de Lehmann Brothers en 2008 y sin que él se hubiera enterado se inició una profunda crisis económica. Desde la terraza de un bar de Lavapiés cada domingo Miguel veía pasar una manifestación de jóvenes indignados vomitando con el megáfono consignas, arengas y pareados muy violentos. A su edad, que empezaba a ser respetable, leía esas pancartas con cierta melancolía al recordar a aquellos estudiantes de la Complutense, entre los que se encontraba, ácratas, trotskistas, maoístas, banderas rojas, comunistas, que en el Madrid convulso del final de los años sesenta, además de correr delante de los guardias, los más osados llegaron a arrojar tazas de retrete contra los caballos de la policía desde las ventanas de la facultad. Hubo un joven iluminado que arrancó un crucifijo de un aula de filosofía y lo hizo volar hasta el descampado del paraninfo. Con el tiempo muchos de aquellos jóvenes rebeldes se convirtieron en caballeros y en señoras muy honorables de derechas y algunos llegaron a subsecretarios.
También ahora se había producido un asalto a la capilla católica de la Complutense durante una misa entre gritos satánicos de reivindicación feminista a cargo de chicas con el torso desnudo. En aquel tiempo había una férrea dictadura y se trataba de socavar sus cimientos, pero ahora había libertad y democracia. No importa. La rebeldía juvenil es un fuego perenne que se alimenta de sus propias llamas, pensaba Miguel. ¿Qué sería de estos jóvenes el día de mañana? ¿También llegarían a subsecretarios y a ministros?
Habían medido sus armas en el No a la Guerra, en el Prestige, contra las vallas acorazadas del G-8 y estaban acostumbrados a compaginar los contenedores ardiendo y la luz cobalto de los furgones de policía con los textos de políticas de la facultad. Miguel los veía en Lavapiés bebiendo cerveza a morro en el bar La Fundamental, en el Achuri, en Maldito Querer, en el Barbieri, en el teatro del Barrio. Parecía que por Lavapiés cruzaba un muro invisible imposible de saltar, que dividía Madrid en dos partes, en dos formas de ser, de estar y de vivir. Al otro lado, estaba el sistema. A este lado, chicas sarracenas con el velo islámico, adolescentes con un piercing en las cejas y en los labios; congoleños o senegaleses, que tal vez habían salvado las concertinas de la valla de Ceuta y Melilla o habían arribado en una patera y ahora en ese barrio contracultural convivían con profesores, poetas, artistas, con jóvenes ya maduros sin horizonte, que compartían proyectos, desengaños, sueños imposibles y sobrevivían a salto de mata.
Pero un día, el 15 de mayo del 2011, ese muro que parecía tan difícil de saltar, se derrumbó y esos jóvenes airados se fueron a ocupar la Puerta del Sol y allí montaron una acampada que duró varios meses, hasta el punto que la plaza se convirtió en un campamento de apaches cuya semilla comenzó a ramificarse en otras ciudades de España. Miguel se daba a veces una vuelta por allí y oía a los líderes de este movimiento asambleario que peroraban en medio de un círculo creciente de seguidores sentados en el asfalto. Se debatía sobre esta disyuntiva maquiavélica: si no te aman, al menos que te teman. Unos eran partidarios de dar miedo a los poderosos; otros optaban por dar amor y seducir al pueblo y ensanchar las bases de la protesta social. Asaltar los cielos o hacer política, esa era la cuestión. ¿Qué sería de estos jóvenes cuando esta hoguera de la Puerta del Sol se apagara y los municipales pasaran la manguera y limpiaran la plaza?
Aquel año de 2011 hubo una gran cosecha en los telediarios. En mayo fue cazado Bin Laden por los norteamericanos con una operación muy cinematográfica seguida en directo desde la Casa Blanca. En otoño saltó la noticia de que ETA había dejado de forma definitiva las armas. Durante una sobremesa Miguel y sus amigos discutían acerca del final de ETA. Unos opinaban que la organización criminal había sido derrotada por la policía, otros por la justicia, otros por la propia sociedad o por todos a la vez. Miguel pensaba que después del atentado de las Torres Gemelas, de la matanza de la estación de Atocha y de las hecatombes que provocaban los yihadistas también pudo suceder que los etarras, que al fin y al cabo eran vascos, se dieran cuenta de que hacían el ridículo con crímenes tan mierdosos, cobardes, obscenos, rudimentarios que ya no alcanzaban el nivel y carecían de todo interés.
Por su parte Miguel se preguntaba si a los 70 años que acababa de cumplir era estético estar cabreado. A esa edad es fácil que te tomen por un viejo cascarrabias. Había que cabrearse lo suficiente para que la sangre circulara, pero no más. Ver la vida como espectáculo era una opción. Para Miguel había llegado el tiempo de leer a Montaigne.
(Continuará)
Babelia
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