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La guerra colombiana desde el ojo del jaguar

Una nueva novela cuenta el conflicto armado desde la relación que tuvo un comandante paramilitar con el felino más simbólico de América Latina, el jaguar

Un jaguar bebe agua en la zona de Pantanal, en Mato Grosso, Brasil.
Un jaguar bebe agua en la zona de Pantanal, en Mato Grosso, Brasil.Valerio Ferraro (Getty Images)
Camila Osorio

El conflicto armado colombiano se ha contado – y se sigue contando– desde múltiples puntos de vista: las víctimas, los guerrilleros, los agentes del estado, los paramilitares, los políticos, e incluso las platas (la maleza, el banano o la palma africana están hoy en territorios de los que fueron desplazadas cientos de familias). Pero poco se ha contado desde el punto de vista del felino más simbólico de América Latina, el jaguar, un mamífero que se mueve desde México hasta Argentina y que en Colombia también ha estado sobreviviendo en medio de la guerra.

“Los jaguares se mueven mucho, sobre todo los machos cuando no encuentran lo que buscan, y Colombia, que une a centroamérica con sudamérica, es clave para la supervivencia de ellos”, cuenta Santiago Wills (Bogotá, 34 años), un periodista que ha ganado premios por reportajes ambientales y que publicó a principios de año su primera novela: Jaguar (Random House). Ronco, su personaje principal, es un jaguar y también testigo de la violencia: no la caza de animales contra animales, sino la del hombre contra otros hombres. En la novela Ronco no entiende bien qué motiva un asesinato, pero aún así “recuerda el silbido de las balas, el olor de la pólvora y la textura de la sangre derramándose sobre su lomo pintado”. El dueño de Ronco es un comandante paramilitar llamado Martín Pardo. El felino ronroneaba cerca a los fusiles de su amo.

Buena parte de los jaguares en Colombia se encuentran en la zona amazónica del país y han estado allí desde épocas precolombinas. Pero de acuerdo a un famoso arqueólogo, Carlos Castaño Uribe, en los últimos 30 años se ha reducido en un 25% su número. Algunos son cazados y muchos otros desplazados por la minería, la deforestación, o el avance de la ganadería. Wills, en entrevista con EL PAÍS, cuenta sobre esta novela con el jaguar como testigo de la violencia.

El escritor colombiano, Santiago Wills, en un café al norte de Bogotá. 27 de abril de 2022
El escritor colombiano, Santiago Wills, en un café al norte de Bogotá. 27 de abril de 2022Juan Carlos Zapata (EL PAÍS)

Pregunta. ¿De qué es un símbolo el jaguar?

Respuesta. Es un símbolo de tres cosas: poder, belleza y, en algún sentido, posible pérdida. Siempre, en cualquier civilización que se haya cruzado con el jaguar, ha sido símbolo de poder ya sea como una deidad o como figura mítica. Para los mayas era como un sol nocturno. En México, durante la conquista, era símbolo de la rebelión por parte de los indígenas. Acá en Colombia es importante para los Kogui (la palabra Kogui significa, literalmente, jaguar). La belleza…pues ahí está, tiene una belleza inaudita. A nadie se le ocurriría hacer un bicho así si dicen ‘necesitamos hacer algo que se camufle en la selva’ y ponerle rosetas y esos colores. En contraste con un leopardo, que tiene las rosetas cerradas, las de el jaguar tienen puntitos adentro.

Y es un símbolo de posible pérdida. Cada continente tiene su felino: uno piensa en África y piensa en el león; piensa en Asia y piensa en el tigre; piensa en América y no piensa tanto en el jaguar, pero debería. Con la crisis climática es de las especies que podemos perder. De niño, cuando empecé a ser consciente del tema de la extinción, pensaba ‘yo no quisiera vivir en un mundo sin tigres’. Para es equivalente a eliminar a Shakespeare de todas las bibliotecas, de todos los repositorios del mundo.

P. ¿Y por qué se interesó usted por la historial del jaguar?

R. Por un perfil que escribí en 2015 sobre un zoólogo colombiano, Esteban Payán, que trabajaba con Panthera: una ONG que se dedica a proteger felinos de todo el mundo. En esa época vinieron y firmaron un acuerdo con [el expresidente] Juan Manuel Santos para impulsar un corredor jaguar dentro de Colombia. Eso se lo inventó un tipo que se llama Alan Rabinowitz y lo que él ve, a partir de estudios genéticos, es que lo que muchos pensaban eran subespecies de jaguares en toda América –porque el jaguar está desde el sur de Estados Unidos hasta el norte de Argentina– son en realidad el mismo jaguar. Sí, hay ciertas divisiones: en Brasil y en los llanos colombianos y venezolanos pueden crecer muchísimo, pueden tener 150 kilos o más; en México, en Sonora, son de 60 kilos más o menos. Pero son la misma especie. Lo que eso mostraba es que hay un flujo todo el tiempo de genes y lo que dijo Rabinowitz fue que necesitamos preservar eso porque de la variabilidad genética de una especie depende su supervivencia a largo plazo. Lo que decidieron fue hacer áreas protegidas para que los jaguares siempre tengan la posibilidad de estar moviéndose.

Hay una foto muy famosa, en Colombia, que es un jaguar a centímetros de una cámara-trampa. La tomaron en un cultivo de palma africana, y Panthera lo que ha hecho es tratar de armar alianzas en sitios así diciendo que los jaguares no van a hacer nada, que por favor no los maten.

P. ¿Ahí encontró jaguares ligados al conflicto armado?

R. Mientras estaba haciendo la reportería alguien me contó: “¿usted sabía que los paramilitares tenían jaguares como mascotas?” El cuento era que así desaparecían gente, y se los daban de comer. A mí me pareció como una historia de dragones, porque nunca me imaginé que tuvieran un jaguar de mascota. Pero después vi una exposición, llamada El Testigo de Jesús Abad Colorado, y hay una foto de un jaguar en Ralito. Era de un paramilitar que se llamaba Salomón Feris Chadid, alias 08, que ya murió, y su jaguar se llamaba Pecoso. Le pregunté a Jesús Abad de la foto y me dijo que este era una pareja de jaguares de Mancuso. He tratado de averiguar y nadie me lo ha podido confirmar. El hermano me dijo que era mentira, y Mancuso nunca me habla. Aparentemente [el jefe paramilitar] Macaco también tenía un jaguar.

P. Hablemos de la novela. Usted intenta entender el mundo, y sobre todo la guerra, desde el punto de vista de Ronco, un jaguar.

R. Sí, y esto implicó una investigación de cómo ven el mundo los felinos, en qué son diferentes a nosotros, y tratar de bajarme a su nivel. Incluso pensar cómo es vivir desde esa altura. Siempre me ha gustado una frase en filosofía, de Wittgenstein, que dice “si los leones pudieran hablar, no los entenderíamos”. Se refería a que el lenguaje es lo que determina la sociedad. Y yo no creo que eso sea cierto. Yo creo que si un jaguar pudiera hablar, algo entenderíamos. No todo, obviamente. Pero hay cuestiones que podemos alcanzar a vislumbrar. Es una vida mucho más sensorial, mucho más atenta a los instintos más básicos: la alerta de la casa, de la sangre, de la comida, del fuego, de disfrutar incluso del cariño del hombre.

Y sí, era una manera diferente de acercarse al conflicto armado. Para Ronco el conflicto es algo que sucede a su alrededor, que lo termina envolviendo. Él es ajeno a todo, así como nosotros en algún sentido somos ajenos a la naturaleza, y de igual manera la envolvemos. Quería mostrar esa otra violencia, la de esta naturaleza de la que a veces nos creemos ajenos, y la violencia de esta humanidad que asume que no hace parte de los animales. Quería mostrar esos momentos en que nos tocamos sin darnos cuenta.

P. Pablo Escobar tenía hipopótamos, algunos narcos mexicanos han tenido tigres, y ahora los paramilitares tuvieron jaguares. ¿Cada mascota dice algo de su dueño?

R. El caso de Martín y Ronco [el personaje principal y su jaguar] no sería lo mismo de Pablo Escobar. En esta relación yo quería recuperar cierto cariño, porque nace de un rescate. Martín no lo buscó, no dijo ‘mándame a traer estos animales’. Él lo encuentra y de alguna manera lo cría. Para esos otros personajes siento que es claramente una cuestión de poder, esta idea del macho que es capaz de dominar incluso a la mayor de las fieras. Un ‘si soy capaz de dominar al depredador ápice del continente americano, pues ¿quién se va a meter conmigo?’ Pero Martín no es así. Martín termina siendo terrible, pero hay un amor profundo por este jaguar, y perder a Ronco es lo que lo llevaría a perder cualquier vestigio de lo que entendemos por humanidad.

Jaguar en Caiman, Mato Grosso do Sul, en Brasil. 25 septiembre, 2021. Foto cortesía de Santiago Wills
Jaguar en Caiman, Mato Grosso do Sul, en Brasil. 25 septiembre, 2021. Foto cortesía de Santiago WillsSantiago Wills

P. Martín es un paramilitar ficticio. ¿Se inspiró en las biografías de otros paramilitares para crear al personaje?

R. Tiene cosas puntuales de muchos de ellos, es un conjunto de todo lo que leí de los comandantes paramilitares, aunque él es diferente. Martín se construye de pensar qué me hubiera pasado si yo hubiera nacido en esas circunstancias. ¿Cómo podría haber sido mi vida? Él es diferente a estas figuras de poder, como clásicas, en el sentido que no busca el poder. Él llega a esa posición casi por inercia, tiene opciones de salirse, y decide no hacerlo casi por pereza. Era fácil seguir ese camino y estar con [el narcotraficante] Rodríguez Gacha, después con la guerrilla, después con los paramilitares. Fue lo que aprendió y fue lo que siguió haciendo, e igual no le gustaba. Llega a momentos en que tiene que cometer crímenes y nunca lo hace por gusto, lo hace a pesar de sí. Hay una resignación ante la vida, una resignación a la violencia, a vivir lo que tuvo que vivir y a seguir con vida. Para Martín no es una ideología, es más un trabajo.

Parte de lo que me interesaba era entender de dónde surgen estos hechos de violencia extrema cuando no surgen de una psicopatía. Ese es como el caso fácil, decir ‘claro, el tipo es un psicópata y por eso disfrutaba matando a la gente’. Ahí no sé muy bien qué podemos hacer como sociedad. En este caso yo siento que a Martín las circunstancias lo fueron llevando y mató fue para no morir, que igual es terrible. Yo quisiera creer que, si hubiera sido yo, preferiría que me mataran. Pero es ingenuo creer que eso habría sido tan fácil. Yo estoy seguro que la mayoría de los combatientes no eran psicópatas, simplemente las circunstancias los llevaron y empezaron cada vez a irse más hacia ese lado, pero no eran así.

P. Usted ha sido reportero varios años y esta es su primera novela. ¿Qué le aportó la ficción para contar la guerra colombina que no le aportaba la no-ficción?

R. Algo que hace la literatura es que podemos realmente meternos en la cabeza de las personas. En la no-ficción hay límites para entrar realmente en la cabeza de las personas porque, claro, dependemos de lo que nos digan. La ficción, y esto era algo que decía un crítico gringo, es el único arte en el que realmente podemos tener cinco pensamientos que se contradicen el uno al otro en la cabeza de un personaje. Incluso un actor, por muy buen actor que sea, podrá tener dos o tres sentimientos reflejados en el rostro. En la ficción tenemos el mundo entero ahí. Eso implica también tener el mundo entero de todas las personas que estuvieron involucradas en el conflicto: los muertos, los vivos, los criminales, los victimarios, las víctimas. Hasta que no tengamos todo eso claro, creo que vamos a seguir en lo mismo. La estigmatización es de los grandes problemas que nos quedan. La polarización se alimenta y sigue y sigue y sigue. Podemos irle cambiando los nombres: ‘chulavita’, ‘pájaro’, ‘mamerto’, ‘paraco’. Deshumanizamos y ya con eso estamos dispuestos a que caiga lo que le tenga que caer.

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Sobre la firma

Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.

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