Benjamin Alard se despide de ustedes
El músico francés concluye la proeza de interpretar en el Auditorio Nacional de Música de Madrid las cuatro partes completas de la ‘Clavier-Übung’ de Bach a lo largo de la pasada y la presente temporada del Centro Nacional de Difusión Musical
A lo largo de seis conciertos, repartidos en dos temporadas diferentes, Benjamin Alard ha interpretado en Madrid las cuatro partes completas de la Clavier-Übung, nombre que eligió Bach para agrupar genéricamente las composiciones instrumentales que decidió publicar en vida, entre 1726 y 1741. In Verlegung des Authoris: “En edición del autor”, leemos en la cubierta de la tercera parte, e idéntico rótulo (aunque entonces se leía en la portada —de diseño y grafía igualmente artesanales— Autoris, sin la hache) encontramos en la entrega inicial, su “opus 1″, el primer intento por parte de Bach de darse a conocer al mundo: a su pequeño mundo, dan ganas de especificar. El genio no tenía quien le editara, por lo que decidió hacerlo él mismo, con medios y, muy probablemente, distribución sumamente precarios.
Johann Sebastian Bach
Clavier-Übung (Tercera y Cuarta partes). Benjamin Alard (clave y órgano). Auditorio Nacional, 16 y 19 de marzo.
Para entonces, Bach había compuesto ya buena parte de su producción instrumental y la práctica totalidad de las obras vocales religiosas que han hecho de él uno de los más grandes genios de la historia de la música occidental, si no el más grande. Sin embargo, ni estas ni sus dos centenares de cantatas sacras conservadas (excluida tan solo una, la BWV 71) fueron publicadas en vida del músico. Ya fuera por pura conciencia de su valía o por una indisimulada ambición personal, lo cierto es que Bach, al tiempo que mostró sin ambages su deseo de abandonar Leipzig, cuando buceó entre sus antepasados en busca de las raíces de su propio genio, cuando decidió reinventarse en gran medida como compositor dejando de priorizar sus obligaciones como cantor de la Thomasschule y como músico de iglesia, debió de intuir que el único camino hacia la gloria pasaba por la edición de sus propias obras: solo si el mundo las conocía podría llegar a conocer la magnitud de su genio.
El título lo tomó probablemente prestado de sendas colecciones de su antecesor en Leipzig, Johann Kuhnau, aunque Clavier-Übung (literalmente, Práctica para teclado) se antoja una denominación en exceso modesta para referirse a una sucesión ininterrumpida de obras maestras. En la primera parte encontraron cabida las seis Partitas, la cima absoluta del género en la primera mitad del siglo XVIII; en la segunda, el alemán Bach muestra su dominio de los dos principales lenguajes barrocos en la Obertura en estilo francés y el Concierto italiano; la cuarta y última, de 1741, contiene una única obra, aunque las Variaciones Goldberg son, en realidad, muchas obras en una, un caleidoscopio de estilos y procedimientos diferentes. Son todas piezas profanas para clave, en contraste con los preludios corales para órgano (además de cuatro dúos y un colosal preludio y fuga que ejerce de alfa y omega) de la tercera parte, la única conectada, al menos en parte, con los servicios litúrgicos.
Con sus dos últimos conciertos, Benjamin Alard ha acabado de dibujar para nosotros a lo largo de seis entregas el perfil completo del Bach oficial, o público, prácticamente el único que pudieron tocar (o, mejor, intentar tocar) sus contemporáneos, y ha cerrado el círculo, una expresión muy adecuada para referirse al Aria con diversas variaciones, la cuarta parte de la Clavier-Übung, conocida popularmente como Variaciones Goldberg merced a la historia espuria recogida por Johann Nikolaus Forkel en su biografía pionera del compositor aparecida en 1802. Y es que la obra se abre y se cierra de manera idéntica, en lo que podría verse como un perfecto —y potencialmente infinito— periplo circular: con un aria ejerciendo de alfa y de omega y cuyo bajo es el motor que pone en marcha y proporciona los cimientos de toda la inmensa maquinaria de la obra. Es imposible saber si fue algún estímulo directo el que animó a Bach a componerla (quizá la Chacona con 62 Variaciones, HWV 442 de Handel, si es que llegó a conocerla), pero de lo que no cabe duda alguna es de que sus propias variaciones beben exactamente del mismo espíritu que alienta en varias de sus grandes creaciones de última época, animadas por una suerte de afán enciclopédico y/o concebidas como una exploración exhaustiva de las posibilidades contrapuntísticas de un único tema, que es justamente la razón de ser de la segunda parte de El clave bien temperado, la Misa en Si menor, la Ofrenda musical, El arte de la fuga o, en versión comprimida, las Variaciones canónicas sobre la canción navideña “Vom Himmel hoch”. Fuera de la iglesia, un Bach inequívocamente profano se convertía en un científico o, si se quiere, en un enciclopedista.
Basta escuchar el Aria inicial de las Goldberg para saber casi cómo va a abordar Benjamin Alard las treinta variaciones posteriores. Hay varios sustantivos posibles para relacionarlos con su enfoque: sobriedad, mesura, contención, equilibrio y también, quizás, humildad. Como ha hecho en conciertos anteriores, el francés expresa sin necesidad de explicitarlo con palabras que él se encuentra al servicio de la música. Son, por ejemplo, la infinita variedad de la obra, o la lógica implacable de su estructura, las que se hacen valer por sí solas, no porque él juegue a introducir subjetivamente elementos que acentúen esa diversidad o resalten su solidez constructiva. Su posición casi inmutable ante el teclado, la ausencia absoluta de gestos gratuitos o de cara a la galería y, por momentos, una austeridad casi espartana dicen mucho de la ausencia total de divismo del instrumentista francés.
Como tocó todas y cada una de las repeticiones prescritas por Bach, la interpretación se prolongó durante casi hora y media. Quizás el bloque en el que se alcanzó el ideal fue el formado por las variaciones undécima a decimotercera: por el perfecto equilibrio entre ambas manos, por la fluidez y claridad con que avanzó el canon a la cuarta, más lentamente de lo habitual, o por la extraordinaria manera de ornamentar, dando siempre una pequeña vuelta más en las repeticiones, que jamás fueron un calco exacto de la exposición inicial. Alard utilizó siempre con criterio los dos teclados del clave (una copia de un original de Christian Vater de 1738 construida por Andrea Restelli), jugando con el contraste entre uno y otro, utilizando el acoplamiento de los dos cuando la música requería reforzar la sonoridad (la Variación núm. 16 o el Quodlibet, por ejemplo) o, en algunos casos, recurriendo al mucho más intimista registro de laúd, muy acertadamente en la Variación núm. 19, y circunscrito a veces a un solo teclado, como hizo en la mano izquierda de la núm. 25, donde su única guía fue el propio curso armónico de la música.
No es fácil mantener la concentración al máximo nivel en todo momento, más aún con una obra tan exigente y con tal cúmulo de repeticiones. El único apagón apreciable, y no por problemas de dedos, se produjo en la repetición de la segunda sección de la Variación núm. 26, y Alard logró salir incólume del atolladero sin tener que recurrir a pararse y volver a empezar. Hubo también borrosidades ocasionales (al final de la núm. 27), y cierta falta de claridad de las voces en algunos cruces de manos, como sucedió en la núm. 20. El francés brilló en la coordinación entre los dos teclados en pasajes especialmente peliagudos, como los intercambios de fusas en ritmo anapéstico en la Variación núm. 14 (que sonaron como tales, y no como simples mordentes, como a veces sucede), los pseudotrinos, de nuevo escritos como sucesiones de fusas, en la núm. 28 o los diálogos raudos e incesantes de ambas manos en la núm. 29.
No puede concluirse erróneamente que Alard tocó una versión impersonal. Muchos de sus tempi se apartaron de lo que suele ser la tónica habitual, como sucedió en las Variaciones núms. 4, 6, 16 (menos extravertida que como suele tocarse al tratarse del pórtico de la segunda mitad de la obra, en forma de solemne obertura francesa), 24 o 27. Donde jamás decayó el nivel fue en la riqueza y pertinencia de la ornamentación, aparentemente improvisada, con un arsenal de apoyaturas, mordentes, trinos, notas de paso o semiescalas para introducir un plus de variedad en las repeticiones o, simplemente, llevar aún más allá la propia escritura ornamentada de Bach y compensar la incapacidad del clave para mantener la sonoridad de las notas después del pinzamiento de la cuerda. El público que llenaba la Sala de Cámara, instalada en la semipenumbra, con tan solo instrumento e intérprete levemente iluminados, aplaudió larguísimamente la hazaña de Alard (tocar las Goldberg, sin partitura y a semejante nivel, es siempre una proeza al alcance de muy pocos). Fiel a su discreción, y consciente de que tras la repetición del aria solo procedería trazar un nuevo círculo con las treinta variaciones, no tocó ninguna propina. Quienes quieran ver a otro joven prodigio francés tocando esta misma obra, y de un modo muy diferente, quedan emplazados al recital de Jean Rondeau en la Fundación Juan March el próximo 30 de abril.
El modélico comportamiento del público el miércoles no tuvo desgraciadamente su equivalente el sábado por la mañana en la Sala Sinfónica, cuando Alard culminó la gesta de ofrecer en su totalidad las cuatro partes de la Clavier-Übung. El empeño de algunos espectadores en aplaudir extemporáneamente, arrastrando a su vez a otros, y estos a otros, y así sucesivamente, rompió en demasiados momentos la unidad conceptual que caracteriza a la tercera entrega. Alard fue muy generoso al levantarse un par de veces a agradecerlos, pero luego ya se cansó de tanta interrupción gratuita e incluso en una ocasión intentó pararlos en seco levantando ostensiblemente el brazo derecho. Aplaudir al tuntún no convierte a nadie en mejor oyente, ni más atento, ni más generoso, sino que, antes al contrario, denota una escucha menos concentrada, que ignora por completo el carácter de la música interpretada. Y, lo que es peor, revela probablemente aburrimiento, ya que quien está verdaderamente inmerso en la audición de algo excepcional, y que no ha terminado, en lo último que piensa es en cortocircuitarlo con ruidos foráneos. Además, los aplausos no curan ni alivian el tedio.
La tercera parte de la Clavier-Übung es lo más parecido, primero, a una declaración de fe y, después, a una suerte de larga homilía musical. El año pasado, Alard interpretó las piezas manualiter, las que no requieren el uso del pedal, y ahora se ha concentrado en los “preludios sobre el Catecismo y otros himnos” que sí se valen de él y que se encuentran sin duda entre las músicas más densas, profundas y exigentes compuestas por Bach. Como puertas de entrada y de salida, un colosal Preludio y una no menos grandiosa Fuga, sin conexiones directas con la liturgia y ambos en Mi bemol mayor (tres bemoles) y con una estructura tripartita (obertura francesa, frases en eco y textura contrapuntística en el caso al comienzo y una triple fuga, con tres sujetos diferentes, al final). Tanta incidencia en el número tres esconde probablemente una referencia a la Santísima Trinidad. Entre uno y otra, preludios con un cantus firmus (la melodía preexistente, tocada en valores largos) confiado por igual a las voces de soprano, contralto, tenor o bajo, en ocasiones en canon y a veces situado en el pedal, con la dificultad redoblada aún más si cabe en Aus tiefer Not schrei ich zu dir, al exigirse tocar en el pedal un cantus firmus a dos voces.
Ante nada se arredró Alard, siempre serio y circunspecto, y tocando esta vez con partitura. Brilló con fuerza tanto en las piezas que demandaban más agilidad y ligereza (Allein Gott in der Höh sei Ehr) como en aquellas en que Bach plantea la superposición de auténticas moles contrapuntísticas (Wir glauben all an einem Gott, Aus tiefer Not schrei ich zu dir o la Fuga final), en las que sabe utilizar con muy buen criterio el lleno del órgano. Más discutible resulta su elección de registros apenas contrastantes para interpretar el cantus firmus, demasiado escondido y poco distinguible en Dies sind die heilgen zehn Gebot o, sobre todo, en Christ, unser Herr, zum Jordan kam, muy agazapado en la voz de contralto en el pedal. Alard, que tampoco esquivó aquí las repeticiones (en Christ, unser Herr y Aus tiefer Not) solo recurrió a los registros de lengüeta de timbre más penetrante en la Fuga final. Haber elegido algunos de ellos anteriormente hubiera redundado en una mayor claridad de las melodías expuestas como cantus firmus.
Bach siempre apabulla, pero sus obras organísticas, una de las cimas absolutas del ingenio humano, nos anonadan todavía más. Estas piezas de la tercera parte de la Clavier-Übung están concebidas para revelar tanto la fuerza de su fe como la grandeza de su Dios, contrapuesta inevitablemente a nuestra propia insignificancia. Benjamin Alard, a lo largo de seis conciertos repartidos en dos años (en el Festival de Música Antigua de Utrecht obró la misma heroicidad en el lapso de unos pocos días en 2017), ha demostrado ser un profeta consciente de la grandeza del mensaje que tenía que transmitirnos. Sin darse la más mínima importancia y dando muestras constantes de humildad, sabiduría y sencillez. Concluida la hazaña, se despide de nosotros, pero aguardamos ya con impaciencia su regreso. Hasta entonces, nos queda la compañía de su gran work in progress: la grabación, para el sello Harmonia Mundi, de la integral de la obra para teclado de, por supuesto, Johann Sebastian Bach.
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