La audaz y perenne juventud de los ‘Conciertos de Brandeburgo’
Una nueva grabación celebra los 300 años transcurridos desde que Bach dedicara una de sus colecciones instrumentales más interpretadas al hermano del rey de Prusia
Casi al final de los espartanos títulos iniciales de la mejor película jamás realizada sobre un compositor clásico, Crónica de Anna Magdalena Bach, empieza a sonar un fragmento del primer movimiento del quinto de los conocidos como Conciertos de Brandeburgo. Sus directores, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, anotan minuciosamente en su guion los compases exactos: 147 a 154. A continuación, en la primera escena, la cámara muestra únicamente, de espaldas, a Gustav Leonhardt, que encarna al compositor alemán y afronta, mientras el resto de los músicos guardan silencio, el extenso “solo senza Stromenti” (”compases 154 a 219″, detalla el guion) de este movimiento, un dechado de virtuosismo. Cuando concluye, el plano se abre y vemos tocar a todos los intérpretes, un grupo de siete músicos con vestuario e instrumentos de época, los nueve últimos compases del movimiento. Entre ellos se encuentra, al violonchelo, el patrón de Bach en aquel momento, el príncipe Leopold de Anhalt-Köthen, al que da vida Nikolaus Harnoncourt.
Estos poco más de tres minutos podrían parecer inocentes, insulsos incluso, propios de una modesta película histórica en blanco y negro. La realidad, sin embargo, es muy diferente. Se rodó en 1967 y se estrenó en Utrecht en 1968: interpretar entonces a Bach con instrumentos similares a los que utilizó el compositor era un acto auténticamente revolucionario. Muchos espectadores de la película no habían visto ni oído nunca a buen seguro nada parecido. Lo normal era aún interpretar la parte solista de clave de este Concierto núm. 5, por ejemplo, con un piano moderno, como había hecho Pau Casals en Marlboro tan solo tres años antes, en 1964 (con Rudolf Serkin), o en Prades en 1950 (con Eugene Istomin). Straub y Huillet grabaron además con sonido directo y con músicos reales, otra transgresión de las prácticas habituales.
Tampoco puede pasarse por alto, en línea con la tesis de un polémico artículo de Susan McClary sobre el Bach más político aparecido en 1987, que, en el arranque mismo de la película, el servidor (Bach) ostente una clara posición de primacía sobre su patrón (el príncipe), sobre todo teniendo en cuenta que Straub y Huillet, decididos a ofrecer una imagen del genio plenamente desromantizada y a deslizar tras la asepsia aparente de las imágenes y el guion sus posiciones políticas izquierdistas, incidirán más adelante en el incómodo sometimiento del compositor a sus superiores durante su posterior destino profesional en Leipzig, cuyas autoridades municipales jamás cobraron conciencia de la magnitud del talento de su díscolo empleado.
En Köthen, en cambio, las cosas habían sido diferentes y la quinta escena nos muestra a Bach y Leopold haciendo música juntos, como dos iguales, y en este caso la música elegida es el Adagio inicial de la Sonata para viola da gamba y continuo BWV 1028 (de nuevo con Harnoncourt tocando el instrumento de cuerda). Esto podría enlazarse a su vez con la teoría propuesta hace algunos años por el musicólogo Michael Marissen, para quien los Conciertos de Brandeburgo corrigen o incluso subvierten simbólicamente la rígida estratificación social de la época, introduciendo subrepticiamente en unas obras profanas la creencia luterana en que las jerarquías terrenales —efímeras— darán paso en la otra vida —eterna— a la igualdad plena de todos los fieles. Aunque también cabe adoptar un enfoque diferente, o complementario, y es que Bach, en consonancia con lo que Max Weber llamaría la ética protestante, necesitaba sacar el máximo provecho de todos los recursos a su alcance (instrumentales, en este caso), porque no hacerlo hubiera supuesto un desperdicio inaceptable.
Podría mencionarse aún otro elemento intrínsecamente revolucionario, este ab origine, y es que Bach fue el primer compositor que escribió una obra concertante con una parte prominente para clave, por más que en el quinto de los Conciertos de Brandeburgo comparta protagonismo con un violín y una flauta: un ascenso espectacular desde el bajo continuo, el lugar al que se veía normalmente relegado, hasta la cumbre. No podemos saber, sin embargo, si el propio compositor llegó a tocar en Köthen, o más tarde, tanto esta obra como sus cinco compañeras de colección.
De hecho, resulta profundamente llamativo que, estando al servicio de un príncipe, Bach dedicara seis obras de tal envergadura a otro soberano, Christian Ludwig, el margrave de Brandeburgo. Leopold habría considerado cualquier obra interpretada por sus músicos y compuesta por su Kapellmeister como su propiedad exclusiva, imposible de regalar u ofrecer, por tanto, al margrave de otro territorio, a no ser que Bach hubiera solicitado su consentimiento expreso, y que Leopold lo concediera por motivos de interés político. Tampoco hay que descartar que Bach buscara veladamente que Christian Ludwig pidiera hacerse con los servicios de quien se postulaba al final de la dedicatoria como un “humildísimo y obedientísimo servidor”, pues para 1721 el músico había dejado de ser en Köthen, y no solo por haber enviudado recientemente, el músico feliz de los primeros años.
En su florida dedicatoria en francés (el lenguaje diplomático durante siglos: Beethoven seguiría utilizándolo más de un siglo después con el príncipe Galitzin de San Petersburgo en su correspondencia sobre sus últimos cuartetos de cuerda y la Missa Solemnis), fechada el 24 de marzo de 1721, Bach explica el envío de los que denomina Six Concerts Avec plusieurs Instruments como el fruto de la petición formulada por Christian Ludwig un par de años antes (“il y a une couple d’années”, en el francés un tanto macarrónico de “Jean Sebastien Bach”) para que el músico le enviara algunas de sus composiciones. El encuentro entre ambos debió de producirse en Berlín, en 1719, cuando Bach fue a recoger “un gran clave con dos teclados de Michael Mietke” a fin de trasladarlo precisamente en la corte de Cöthen. La muy probable existencia de versiones anteriores de varias de las obras y la segura reutilización parcial, con su fisonomía convenientemente modificada, en otras posteriores (varias cantatas, por ejemplo) apuntan a que los que hoy conocemos con el nombre espurio de Conciertos de Brandeburgo son más una compilación y revisión de partituras nacidas escalonadamente en los años anteriores al envío al margrave que una composición de nuevo cuño.
Fuera como fuera su gestación, sus formidables exigencias técnicas no estaban al alcance de muchos intérpretes. Su ejecución requiere contar con virtuosos de varios instrumentos, desde el violino piccolo (afinado una tercera más alta que el violín normal) del primer concierto hasta las fiauti d’echo del cuarto, desde la virtualmente intocable parte para trompeta del segundo hasta el sorprendente protagonismo de las violas en el sexto, desde la democrática escritura para tríos de violines, violas y violonchelos del tercero hasta el ya referido omnímodo clave del quinto. Las obras no se publicaron hasta 1850, un siglo exacto después de la muerte de Bach y un año después de que Siegfried Wilhelm Dehm encontrara el manuscrito original, dedicatoria incluida, en la biblioteca de la princesa Ana Amalia de Prusia. Aparentemente, nadie sabía de su existencia, pues no existe mención alguna de ellas ni en el obituario escrito por Carl Philipp Emanuel Bach y Johann Friedrich Agricola, publicado en 1754, ni en la biografía pionera de Johann Nikolaus Forkel de 1802.
Tras su publicación, tampoco fue fácil afrontar su interpretación, pues varios de los instrumentos necesarios para ello habían caído hace tiempo en desuso y no había orquesta moderna capaz de superar sus retos. Tras grabaciones de obras individuales dirigidas por Goossens, Klemperer o Furtwängler, los primeros en registrar la colección completa fueron Alfred Cortot y Adolf Busch en 1932 y 1935, respectivamente, aunque sin flautas dulces, ni clave, ni violas da gamba. Los instrumentos históricos asomaron por fin en 1953, con la Schola Cantorum Basiliensis y August Wenzinger, aunque es fácil percibir la aún muy tentativa familiaridad de los instrumentistas con las exigencias de este repertorio. Directores tradicionales (Klemperer, Horenstein, Munch, Karajan, Schuricht o Maazel) grabaron el ciclo con resultados muy desiguales en los años cincuenta y sesenta, por lo que hubo que esperar a Nikolaus Harnoncourt, Gustav Leonhardt o Reinhard Goebel para poder escuchar algo parecido a lo que debió de imaginar Bach durante su composición.
Una nueva grabación con instrumentos de época de la Akademie für Alte Musik Berlin que acaba de ver la luz celebra simbólicamente la efeméride del tricentenario. Cuenta con el atractivo añadido de haber incorporado a la violinista Isabelle Faust como solista en dos de los conciertos: el exigentísimo Cuarto (en pie de igualdad con dos flautas dulces, las fiauti d’echo de Bach) y el Tercero, donde el primer violín no pasa de ser un primus inter pares. Harmonia Mundi ha confiado a Antoine Tamestit las partes de primera viola en este mismo concierto y en el Sexto, los únicos sin presencia de instrumentos de viento. La extraordinaria clase de la alemana y el francés, que tocan nada menos que un Stainer y un Stradivari, se deja notar y ambos añaden un brillo especial a la interpretación de la formación berlinesa, muy familiarizada con estas obras. La rapidez de sus tempi recuerda a las versiones tenidas en su día (1987) por radicales y transgresoras de Musica Antiqua Köln. Superado aquel enfoque reivindicativo y aquel afán de extirpar de raíz cualquier vestigio de adherencias románticas, no muy alejados de los que alientan también en la película Crónica de Anna Magdalena Bach, su principal virtud es quizá conseguir que estas seis obras nos lleguen exultantemente jóvenes y llenas de vida, la misma que les ha permitido mantenerse tan frescas y audaces como cuando nacieron, al menos oficialmente, rodeadas de incógnitas, hace 300 años.
Babelia
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