El escenario de la clásica, un espacio de libertad
La OCNE con Leonidas Kavakos, una conmemoración de Bach con AKAMUS y un exquisito programa de Iván Fischer con la BFO culminan el 70º Festival Internacional de Santander
La pandemia ha convertido el escenario de la clásica en un curioso espacio de libertad. Lo hemos comprobado en las tres actuaciones que han cerrado el 70° Festival Internacional de Santander. Por la Sala Argenta del Palacio de Festivales de Cantabria han desfilado formaciones más o menos extensas, que tocan sin distancia ni mascarilla, como la Budapest Festival Orchestra y la Akademie für Alte Musik Berlin, pero también otras con un riguroso protocolo anticovid, como la Orquesta y Coro Nacionales de España. Fuera del escenario imperan las mismas normas para todos. Y el público parece adaptado a un nuevo formato de concierto de hora y media, sin intermedio, con distancia de seguridad y mascarilla obligatoria, junto a una precisa ortodoxia para desalojar la sala sin aglomeraciones. La fórmula ha vuelto a demostrar que la cultura es segura.
El director Iván Fischer (Budapest, 70 años) y la Budapest Festival Orchestra (BFO) han reivindicado, además, la necesidad de volver a las prácticas de antaño. En el concierto de clausura, ayer sábado, 28 de agosto, vimos comparecer sobre el escenario a unos 80 músicos que se quitaban sus mascarillas antes de ocupar su ubicación habitual previa a la pandemia. Y escuchamos un variado programa sinfónico que culminó con los integrantes del conjunto húngaro cantando en checo, bien juntos y con suma destreza, el primero de los Cuatro cantos para coro mixto op. 29, de Dvořák. Es bien sabido que la BFO no es una orquesta convencional. Fischer la creó, en 1983, como un laboratorio creativo formado por músicos incondicionales y para explorar otras formas de concierto, no solo con fines artísticos, sino también sociales y humanitarios. Por ejemplo, el director húngaro acaba de impulsar la vacunación contra la covid en su país pinchándose la tercera dosis, durante uno de sus habituales conciertos populares.
En Santander abrió el fuego con una asombrosa interpretación de El buey sobre el tejado op. 58, de Darius Milhaud. Un rondó orquestal, escrito en 1920, donde el compositor francés destila con maestría numerosos elementos musicales de origen brasileño y latinoamericano que conoció, in situ, durante los años que trabajó para el servicio diplomático francés, tras la Primera Guerra Mundial. Fischer exprimió toda la variedad, frescura y nervio vital de la obra, con ese reiterativo y chispeante choro que flota como estribillo dentro de un discurso siempre cambiante y lleno de guiños politonales.
Este exotismo colorista del integrante de Los Seis enlazó perfectamente con la sonoridad que abre el Concierto para piano en sol mayor, de Ravel, concluido en 1931. Un zumbido bitonal que recuerda a Petrushka, aunque esté inspirado, en realidad, en la música popular vasca y el jazz. El pianista croata Dejan Lazić (Zagreb, 44 años) tocó con brillantez y supo dialogar con el viento madera de la BFO en el bello movimiento lento. Por cierto, que Fischer colocó a la solista de corno inglés al lado del piano para asegurar que fluyera la música de cámara durante su solo en el Adagio assai. Lazić ofreció como propina la última de la Seis danzas en ritmo búlgaro, del sexto libro de Mikrokosmos, de Bartók. Una versión de un virtuosismo frenético que poco tiene que ver con la grabación, de 1940, que conservamos del propio compositor, quien fue (conviene recordarlo) un magnífico pianista.
Siguió la famosa orquestación de Debussy de la Gymnopédie núm. 3, de Erik Satie, cuyos tortuosos vínculos con Los Seis son bien conocidos. Un fascinante ejercicio sinfónico, de 1896, en donde se eleva la simplicidad pianística de la pieza de Satie con sutiles contribuciones. Pero Fischer añadió, a continuación, una pieza que no estaba anunciada en el programa. De hecho, evitó la orquestación debussiana de la Gymnopédie núm. 1 y dirigió, en su lugar, la orquestación de Francis Poulenc (otro destacado miembro de Los Seis) de la Gnossienne núm. 3, que realizó, en 1939, exprimiendo todo su encanto y exotismo.
Pero la maraña de nexos franceses del programa se detuvo aquí. Y el director húngaro cerró el concierto con Danzas de Galanta, de Zoltán Kodály, que fue lo mejor de la noche. La obra surgió, en 1936, a partir de un encargo de la Sociedad Filarmónica de Budapest y sirvió a Kodály para homenajear la música popular de esa ciudad del norte de Hungría (hoy parte de Eslovaquia) en donde creció. Fischer extrajo de la BFO todo ese virtuosismo rústico que exige la obra basada en la estructura de los verbunkos, canciones de los reclutadores militares, con esa sucesión tan característica de lassú (lento) y friss (rápido). Gran actuación de los solistas de viento madera de la BFO y, en especial, de la flautista Gabriella Pivon (esposa de Fischer), del oboísta Victor Aviat y del clarinetista Ákos Ács, que elevaron ese oasis musical previo a la desmelenada coda final.
Un día antes, el viernes, 27 de agosto, el festival santanderino conmemoró el tercer centenario de los Conciertos de Brandeburgo. Se trataba, en realidad, de la conmemoración de un manuscrito, pues conocemos estos Six Concerts Avec Plusieurs Instruments por la copia autógrafa, fechada el 24 de marzo de 1721, que Bach envió a Christian Ludwig, Margrave de Brandeburgo-Schwedt. Estas obras no fueron descubiertas hasta el siglo XIX y su fecha de composición conforma un debate recurrente, entre especialistas, que se dividen entre partidarios de la corte de Weimar y de Köthen como origen de estos conciertos.
Como otros grupos de instrumentos de época, la Akademie für Alte Musik Berlin (AKAMUS) planificó, en 2021, varios conciertos y giras con los seis Conciertos de Brandeburgo en el programa. Pero la evolución de la pandemia ha impedido su materialización hasta mediados de julio, en que por fin pudieron tocarlos en dos días con dos pases, dentro del Rheingau Musik Festival, al que siguió una actuación aislada en el Festival Internacional de Música da Póvoa de Varzim, en Portugal. Por fortuna, sus planes agosteños se han cumplido, con sendas actuaciones en Santander y en el Festival de Pollença. Y además han podido contar entre sus 21 integrantes con casi todos sus instrumentistas principales, en esta ocasión con el violinista Bernhard Forck como concertino.
La velada arrancó con una excelente interpretación del Concierto núm. 1 en fa mayor BWV 1046. Un sonido bien empastado para exhibir las posibilidades orquestales, pero también la perfecta estructuración tímbrica, en el minueto con sus tres interludios. Forck impuso un tempo más vivo en el Concierto núm. 3 en sol mayor BWV 1048 y la interpretación se resintió levemente en las violas frente al empaste que exhibían los tres violines. En el Concierto núm. 2 en Fa mayor BWV 1047 el principal lastre fue la trompeta barroca de Justin Bland, muy por debajo del resto de los solistas, como Forck al violín, Xenia Löffler al oboe y Leonard Schelb a la flauta dulce. Quizá el punto más bajo del ciclo fue el Concierto núm. 6 en si bemol mayor BWV 1051, que fue llevado a un tempo más moroso y donde los apuros de las violas fueron mucho más evidentes. Pero quedaba lo mejor. Tanto el Concierto núm. 5 en re mayor BWV 1050, donde destacó el clavecinista Raphael Alpermann, como el Concierto núm. 4 en sol mayor BWV 1049, que cerró el concierto con un trío solista de lujo formado por Forck al violín y Schelb con Löffler a las flautas dulces.
Aunque no hubo intermedio, los integrantes de AKAMUS optaron por parar en la mitad de los seis conciertos para afinar el clave. Fueron poco más de 10 minutos en los que vimos a los músicos ponerse la mascarilla para abandonar el escenario, pues durante el concierto mantuvieron el protocolo habitual previo a la pandemia. Con la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE), el pasado jueves, 27 de agosto, la situación fue muy diferente. Sus integrantes parecen adaptados a tocar con mayor distanciamiento, con un músico por atril y mamparas de metacrilato, y a utilizar la mascarilla, con la obvia excepción de los vientos, aunque algunos también se la ponen cuando no intervienen en un movimiento. La mascarilla también se ha impuesto al director y a los solistas, como vimos en Santander con David Afkham y Leonidas Kavakos. El violinista griego (Atenas, 53 años) impuso su ley en el Concierto para violín en re mayor opus 35, de Chaikovski, terminado en 1878. Una versión técnicamente apabullante y llena de detalles musicales exquisitos, que destacó, en el primer movimiento, por una cadencia impecable. Los climáticos tutti orquestales sonaron escasos de cuerda y sobrados de timbal. Pero sorprendió la enorme libertad de Kavakos en el manejo de las frases más expresivas de la obra. Todo mejoró en la canzonetta central y se acercó a la excelencia en el finale.
Se nota que la OCNE, a diferencia de tantas orquestas, ha tenido una temporada bastante regular. Y, tras Chaikovski, escuchamos una estupenda interpretación de la Sinfonía núm. 1 en si bemol mayor opus 38 (1841), de Schumann, que programaron en febrero de este año. “Puede afirmarse con seguridad que ninguna orquesta ha ganado su reputación interpretando a Schumann”, aseguraba con malicia Donald Tovey, dentro del segundo tomo de sus clásicos Essays in Musical Analysis. Pero el director titular y artístico de la OCNE (Friburgo de Brisgovia, 38 años) tiene muy claro lo que quiere con la Sinfonía “Primavera”. Lo comprobamos en la entonación instrumental del verso de Böttger: Im Tale blüht der Frühling auf! (“En el valle florece la primavera”) que abre la obra. Pero también en su forma de construir la transición hacia el allegro molto vivace. La OCNE sonó compacta y equilibrada en el larghetto. Lo mejor llegó en el scherzo, con una excelente gestión del contraste en los dos trios, junto con el jubiloso allegro animato e grazioso final.
Antes de terminar, Afkham dedicó unas palabras de admiración hacia el flautista Antonio Arias, que se jubilaba tras 40 años en la orquesta. El director alemán recordó que el primer ensayo que vio de la OCNE, siendo todavía un niño, fue en la Plaza Porticada de Santander con Ataúlfo Argenta sobre el podio. Por esa razón, optó por cerrar el concierto con una propina ideal: Amorosa, la sexta de las Diez melodías vascas (1941), de Guridi, que tantas veces interpretó y hasta grabó el director cántabro con esta orquesta.
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