Iván Fischer, un músico sin fronteras
El director de la Budapest Festival Orchestra exhibe su talla artística y su inconformismo político en la 79ª Quincena Musical de San Sebastián
El director de orquesta húngaro Iván Fischer (Budapest, 1951) cree firmemente en las utopías. Las celestiales, como la que cierra la Cuarta sinfonía, de Mahler, que anoche dirigió magistralmente a la Orquesta del Festival de Budapest en su última actuación en la Quincena Musical Donostiarra. Pero también las terrenales, como ese mundo completamente abierto y sin fronteras que veremos en unos doscientos años, tal como vaticinó hace pocos días en The Daily Telegraph. Él mismo lleva toda su vida borrando fronteras. Primero en su propia carrera, que empezó componiendo obras experimentales y fundando una compañía teatral de vanguardia. Y, a continuación, en el ecosistema tradicional de las formaciones sinfónicas, con la creación, en 1983, de la Orquesta del Festival de Budapest. Este conjunto, que en sus inicios fue todo un desafío al control de las autoridades comunistas húngaras, ha terminado convertido en un verdadero laboratorio creativo para superar la rutina que atenaza a tantas orquestas convencionales.
Pero el director húngaro ha alterado muchas más fronteras. Ha desarrollado formatos alternativos al tradicional concierto clásico, como actuaciones sorpresa cuyo programa se anuncia desde el escenario, junto a un cúmulo de actividades humanitarias en forma de conciertos gratuitos en sinagogas abandonadas, para niños autistas y sus familias, para refugiados, etc. También ha alterado la habitual colocación de los músicos de la orquesta en el escenario, al mezclar voces e instrumentos, y avanzar en su relación con el público, cuyo experimento más reciente ha sido la ubicación de miembros del coro de incógnito entre los espectadores de una Novena sinfonía, de Beethoven. Ahora está embarcado en un nuevo festival de ópera, que inaugurará en octubre en el Teatro Olímpico de Vicenza, con una producción de Falstaff, de Verdi, donde asumirá la dirección escénica y musical para superar el actual desequilibrio entre la modernidad visual del escenario y lo tradicional que se escucha desde el foso.
En su regreso a la Quincena Musical de San Sebastián, los días 26 y 27 de agosto, el director húngaro ha incluido destellos de esas fronteras que pretende borrar. Ya en su primer concierto propuso un interesante homenaje a la relación entre la música zíngara y la música clásica. Todo un toque de atención contra la política ultranacionalista del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y su cruzada contra minorías étnicas como los gitanos y los judíos. Fischer explicó al público que tanto las rapsodias húngaras de Liszt como las danzas húngaras de Brahms habían tomado prestadas melodías zíngaras de grupos locales que tocaban en los cafés de Budapest. Pero Fischer trajo consigo algunos músicos populares zíngaros. Comenzó presentando el címbalo húngaro con una improvisación del cimbalista Jenö Lisztes, que después añadió extensas y endiabladas cadencias improvisadas en la Rapsodia húngara núm. 1 para orquesta de Liszt. A continuación presentó a József Csócsi Lendvai, un auténtico primas o primer violín de una agrupación zíngara, que tocó la Danza húngara núm. 1 de Brahms, pero en el estilo popular zíngaro, es decir, con extensas improvisaciones y adornos. Y sometió a la orquesta al reto de tener que seguirle.
Tras la Rapsodia húngara núm. 3, de Liszt, Fischer presentó al hijo de Lendvai, un violinista de formación clásica. Y József Lendvay júnior ofreció una brillante interpretación de los Aires gitanos, de Sarasate. Al final, padre e hijo tocaron un emotivo arreglo de la Danza húngara núm. 11 de Brahms, en lo que supuso también un bello hermanamiento de la tradición popular y clásica.
Pero lo más importante del primer concierto de Fischer llegó en la segunda parte con una exquisita, intensa y detallada versión de la Primera sinfonía, de Brahms. El director húngaro aprovecha el máximo la entrega sonora de su orquesta, pero también la somete a una paleta dinámica asombrosamente extrema. Incluso exhibe un sorprendente dominio de las fluctuaciones de tempo que nunca alteran el normal discurrir de la música. Los dos movimientos centrales resultaron frescos y fluidos, aunque lo mejor de la velada llegó en el cuarto y último. Fischer lo inició directamente, sin pausa con el anterior, y con impresionantes stringendo que aceleraron el curso vital de la obra. Para terminar se interpretó, como propina, la Danza húngara núm. 4, de Brahms, pero en una versión tocada y cantada por los músicos. En la Orquesta del Festival de Budapest se toca, pero también se canta mucho. Y su sonido lo atestigua.
El segundo concierto tuvo toda una primera parte cantada pero por el Orfeón Donostiarra junto a un cuarteto de solistas: las Vísperas solemnes de confesor, K. 339, de Mozart. Fischer dirigió una versión esmerada y tradicional de la obra, donde sorprendió el asombroso equilibrio del inmenso coro vasco formado por un centenar de voces frente a los poco más de treinta instrumentistas de la orquesta húngara. El coro destacó en el contrapuntístico Laudate pueri, aunque musicalmente lo mejor fue el Laudate Dominum con la soprano Christina Landshamer como solista. Fischer añadió las antífonas gregorianas, algo que quizá pueda parecer innecesario, si bien permite recordar que esta obra no se compuso en seis movimientos, sino como parte de unos oficios vespertinos para Salzburgo.
Pero fue la Cuarta sinfonía, de Mahler, lo mejor y más esperado de la actuación de Fischer al frente de su orquesta en el Kursaal. Aquí el director húngaro se encuentra como pez en el agua y exhibe su capacidad para hacer sonar naturales las precisas indicaciones del compositor en la partitura. Su versión entiende la obra a la perfección como una especie de sinfonía al revés. Y no por incorporar la canción Das himmlische Leben como final, sino por ser la verdadera semilla y origen de toda la obra. Todo lo que escuchamos en los primeros tres movimientos se explica con palabras en el último. En ese ingenuo cielo lleno de violines que mezcla ironía y mística en un totum revolutum y donde Landshamer estuvo un punto por debajo que en la primera parte con Mozart. Sin duda, lo mejor de la noche fue el tercer movimiento, Ruhevoll, que Fischer convirtió en un impresionante monumento al arte de la variación. Hizo sonar más creíble, casi al final, esa rendija donde se nos muestra un paraíso idealizado de fanfarrias, arpegios y glissandi. Otra muestra más de su maravillosa utopía de un mundo futuro sin fronteras.
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