Muere Ricardo Bofill, el más cosmopolita de los arquitectos españoles
Fundador de Taller de Arquitectura en la Barcelona de los años sesenta y autor de centenares de obras, diseñó proyectos en Francia, Argel, Japón o Estados Unidos
Ricardo Bofill escribió en sus memorias que se fue en cuanto pudo. “Barcelona era fea, sucia y pequeña”. Lo que no escribió es que antes de irse e instalarse en París —donde abrió estudio— ya había conseguido hacer mucho. El más cosmopolita y prolífico de los arquitectos españoles ha muerto este viernes en un hospital de su ciudad natal tras contagiarse de covid. Tenía 82 años.
Corría el año 1963 cuando, habiendo sido expulsado de la Escuela de Arquitectura de Barcelona (ETSAB) por antifranquista, fundó lo que hoy sería un colectivo transdisciplinar. Con el poeta José Agustín Goytisolo, su hermana Anna —que además de arquitecta era música—, su primera mujer, la actriz Serena Vergano, y una docena de sociólogos, cineastas y fotógrafos formaron el Taller de Arquitectura en Sant Just Desvern, a las afueras de Barcelona, dentro de una antigua fábrica de cemento reconvertida en un monumental estudio-vivienda donde Bofill continuó viviendo toda su vida. Junto a ese estudio, el Taller construyó uno de los inmuebles más carismáticos de España, el Walden 7 (1975). Tal era la fama de lugar rompedor de ese edificio de viviendas que Juan Marsé hizo que el protagonista de su novela El amante bilingüe viviera allí. Eso sí, cada mañana el tipo apartaba de su camino las baldosas que se habían caído de la fachada.
Instagram ha recuperado para los más jóvenes y para un público internacional la mágica plasticidad de los proyectos de aquellos años. El azul ultramar del Castillo de Kafka —un laberinto de apartamentos en Sant Pere de Ribes—; el amarillo canario del Barrio Gaudí en Reus (1968); o la mítica La Muralla Roja (1975), una ciudadela de 50 apartamentos con paredes rosa chicle y vistas al Mediterráneo que, como el vecino morado Xanadú (1971) —también en la Urbanización La Manzanera de Calpe— actualizaba la tradición vernácula mediterránea.
Instalado en París, y conseguido su título de arquitecto en Ginebra, su enorme cultura, su frescura, su audacia y su charme convirtieron a Bofill en un proyectista cosmopolita. Desplegó su defensa de la plaza mediterránea como lugar de encuentro y convivencia y su obsesión por actualizar la historia —como monumentalidad habitada— por toda Francia. En Versalles, construyó Les Arcades du Lac (1982), una ville nouvelle de manzanas ortogonales que ―como Le Palais d’Abraxas o Le Théâtre y L’Arc en Marne-la-Vallée― combinan tecnología e historicismo, jardín francés, vivienda social y la obsesión bofilliana de reivindicar la convivencia cívica.
Tal vez por rebeldía o quizá porque se esforzó por ser un tipo libre, Bofill esquivó el racionalismo casi toda su vida. Le preocupó más construir lugares conectados a la ciudad que edificios aislados. En medio de una ola generalizada de depuración moderna —que solo empleó para simplificar y actualizar el carácter vernáculo de sus primeros proyectos— él siempre respondió recurriendo a la historia. Y a la tecnología. Así, fue postmoderno antes de la postmodernidad —cuando serlo pasó a indicar más moda que cultura histórica—. Con todo, es paradójico que hoy resulte difícil ponerle fecha a barrios como Echelles du Baroque, en el distrito XIV de París, o Antigone en Montpellier, que, aunque su apariencia no lo revele fueron levantados a principios de los ochenta, construyen una presencia todavía abrumadora en la ciudad.
En una entrevista para El País Semanal hace cinco años, Bofill explicó que si firmaba un contrato debía dejar por escrito lo que ocurría en caso de muerte. “Eso te descoloca una vez. Luego lo tienes pensado. Cuando tienes responsabilidades fuertes y conoces el parámetro dinero, puedes hacer dos cosas: jugártelo para hacer arquitectura social o hacer los productos más caros del mercado. Yo he hecho las dos cosas: las viviendas de Argel y el edificio más caro de Tokio, la sede de Shiseido en Ginza”.
Bofill defendía que hacer vivienda social era el reto más difícil para un arquitecto: “Concentra todas las contradicciones y perversiones”. Nunca dejó de hacerla. Al sudeste de Argel, levantó el pueblo agrícola Houari Boumédienne (1980) en tonos morados. Uno de sus últimos proyectos es la Universidad Politécnica Mohammed IV en Marrakech (2011), a la que también resulta difícil poner fecha. “La arquitectura que me gusta es la pobre o la extremadamente culta del Renacimiento. Cuando no es de primer nivel, la pobre ofrece mejores lecciones porque su estética no está basada en la riqueza”, declaró en 2017.
También consideraba que la arquitectura potente en los países occidentales se había terminado. Él, sin embargo, no había dejado escapar ocasión de construirla. Firme defensor de la ciudad compacta —y crítico con los edificios aislados—, levantó frente al Chicago River uno de los rascacielos más emblemáticos de la ciudad, el 77 West Wacker (1992), de 50 plantas. Construyó torres también en Tokio, Luxemburgo, Casablanca o Beirut. “He vivido como un nómada, dando vueltas para conseguir hacer arquitectura. Construir en 40 países te multiplica los puntos de vista. Viajar obliga a distinguir entre lo que piensas o esperas y la realidad. Te acerca a quien vive a escala planetaria, como un cantante, pero te aleja de la gente”, dijo.
En Madrid, proyectó la prolongación de la Castellana y el Palacio de Congresos. En Barcelona, tras el icónico Walden 7, dotó la ciudad de un aeropuerto internacional, levantó el Teatro Nacional de Cataluña y también el polémico W Hotel (el Hotel Vela) en el puerto de la ciudad. La polémica y el aplauso han acompañado sus más de 1.000 proyectos construidos por todo el globo. Algunos recibieron ambas cosas. Fue el caso del Jardín del Turia en Valencia (1986), un oasis en el antiguo cauce del río, desviado tras una riada que inundó la ciudad, iniciado por la movilización ciudadana que pedía un río verde y que hoy está considerado uno de los mejores parques urbanos de España.
Hijo de un arquitecto-constructor catalán que llevaba su mismo nombre, Bofill siempre mostró agradecimiento hacia su madre, judía veneciana, María Leví, que “fomentó” sus capacidades y defendió las libertades individuales. Seguro, libre, guapo y ciertamente altivo, antes de irse ayudó a convertir Barcelona en la ciudad cosmopolita que llegó a ser. La señora Leví, también: se metió en la cocina del restaurante Il Giardinetto, que Alfonso Milá y Federico Correa diseñaron para el fotógrafo Leopoldo Pomés, y enseñó a cocinar su mítico risotto ai fuhghi porcini. Sus hijos, el arquitecto que heredó su nombre y el economista Pablo Bofill, dirigen hoy la “empresa familiar”, así la describen, con más de 100 empleados.
“Que la arquitectura no puede salvar al mundo lo supe con 35 años. Pero todas las profesiones que avanzan reparan. Para curar una cosa es necesario arriesgar otra. A mí me estimula la invención. Son las diferencias lo que salva. Toda Europa como Alemania sería una aberración. Lo mismo en arquitectura. No todo lo que se haga desde un despacho tecnológico de Londres tiene que valer para todos los lugares del mundo. Imponer un estilo a otras culturas es una locura”. Con audacia y sin dar puntada sin hilo, Bofill fue lúcido hasta el final. Declaró que hay culturas que enseñan a envejecer, pero que uno aprende conociéndose a sí mismo. “Sé lo que sé hacer y lo que no, pero sé tener opinión. Y puedo ver a los demás sin apasionamiento. Incluso a los arquitectos”.
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