Stonehenge se reencuentra con el solsticio de invierno, sus druidas y sus misterios paganos
El monumento megalítico del Reino Unido celebrará el día 22 la cita astronómica con severas medidas anticovid y emisión retransmitida en directo de la salida del sol
Llega el solsticio de invierno, fecha de honda significación en las mentalidades desde el alba de los tiempos. Y pocos sitios hay para pasar la cita como en Stonehenge, el aún enigmático —pese a toda la luz que viene arrojando la arqueología— e icónico círculo de piedra prehistórico (en realidad varios círculos concéntricos) que se alza en la llanura de Salisbury, en Wiltshire, Inglaterra. No tan concurrido (unas 2.000 personas suelen acudir) como el multitudinario solsticio de verano, al que favorecen las fechas, la climatología y las ganas de fiesta, el de invierno en Stonehenge (de stone, piedra, y henge o hang, colgar, o sea el lugar de las piedras colgantes) tiene, sin embargo, el aura de los grandes acontecimientos, pese a las dudas sobre qué era en realidad lo que se vivía originalmente en el Neolítico en ese espacio sagrado.
Considerado popularmente un monumento con sentido astronómico, aunque el alcance de ese sentido sigue siendo objeto de mucha discusión, se cree que Stonehenge —que será objeto en febrero de una gran exposición en el British Museum—, levantado en seis etapas a partir del 3.100 a. de C. y durante un milenio y medio, hasta dejar de ser usado hacia el 1.500 a. de C., está orientado de forma significativa hacia la salida del sol para marcar los solsticios y otras fechas del calendario celeste. Al menos eso es lo que hace especialmente emocionante estar allí en esas citas. En realidad, no se sabe si la finalidad astronómica prevaleció sobre otras como la de espacio de culto a los muertos, pues el lugar es un gran cementerio, lleno de restos humanos.
Este año, tras el cierre del sitio por la pandemia el pasado, puede asistirse de nuevo presencialmente al solsticio de invierno, el día más corto y la noche más larga del año en el hemisferio boreal, aunque con estrictas medidas de seguridad anticovid. El English Heritage, del que depende Stonehenge, ha anunciado que el monumento abrirá la mañana del 22 de diciembre para los que quieran ir en persona a presenciar allí la salida del sol. El solsticio (del latín solstitium, “sol quieto”) no tiene una fecha fija y mucha gente cree que es siempre el día 21, pero este año, ha señalado la agencia pública de patrimonio inglés, “basándose en el anuncio de las comunidades druídicas y paganas” ha acordado que la primera salida del sol tras el solsticio astronómico, que tendría lugar tras la puesta de sol del 21, será la del 22.
Kate Blackburn, responsable de Salud Pública del condado de Wilt, ha señalado al Salisbury Journal que saben “lo especial que es experimentar el solsticio de invierno para algunas personas” y quieren “que todos los que asistan puedan hacerlo sin riesgos”. Así que, aunque el evento es al aire libre, “es importante tomar precauciones” y se requiere presentar una prueba negativa de covid. Dada la escasez de aparcamiento en esta fecha, se recomienda acudir con algunos de los numerosos tours organizados desde lugares como Londres. No obstante, las autoridades sugieren encarecidamente seguir el acontecimiento como el año pasado en streaming por YouTube y los canales sociales de English Heritage.
La emisión Stonehenge sunrise live 2021 comenzará a las 7:25 GMT (8:25 en la España peninsular) y la salida del sol tendrá lugar a las 8:09 (9:09 en España). En total el programa (unas sugerentes tomas del monumento con música evocadora: no es mala idea repasar mientras tanto La rama dorada de Frazer) durará alrededor de una hora y media. Es improbable que los druidas convaliden la asistencia por la contemplación desde casa en streaming, pero desde luego será mucho más cómodo, sobre todo si llueve. Normalmente, también se graba y se emite la puesta de sol.
Más allá de su función original hace milenios, fuera cual fuese, el monumento, del que hoy solo queda la mitad y que responde a menudo a las preguntas con su pétreo silencio, se ha ido cargando con los siglos de otras connotaciones, en gran parte espurias. Desde hace años, acuden al reclamo del solsticio y sus supuestas magia, carga espiritual y poder iniciático modernas comunidades de paganos y sociedades de druidas, que se mezclan con fans de la new age, fiesteros (en 1961 se llenaron ocho carretillas de botellas) y simples curiosos. El arqueólogo británico Christopher Chippindale, uno de los estudiosos que han investigado más a fondo el monumento y autor de uno de los libros de referencia sobre él, Stonehenge, en el umbral de la historia (Destino, 1989), ha dicho con notable sentido del humor que el pintoresco desfile de fans del lugar en el solsticio es en realidad el mayor y más curioso espectáculo que han visto esas piedras en su larguísima historia.
En puridad, Stonehenge no tiene, que se sepa a ciencia cierta, ninguna relación con los antiguos druidas, la clase sacerdotal de las culturas celtas de la que dio negativa noticia Julio César (y posteriormente otros historiadores romanos, Tácito para los de Britania) y que popularmente se identifica con el personaje Panoramix de Astérix. De hecho, todo parece indicar que el monumento, muchísimo más antiguo que los druidas, estaba abandonado y no tuvo papel alguno durante la época de actividad de estos (aunque se ha sugerido que los restos de un hombre decapitado con una espada y excavados en el sitio en 1923, perdidos y reencontrados en un armario del Natural History Museum de Londres en 2000, podrían tener algo que ver). Eso no ha sido óbice para que siga haciéndose una identificación de uno y otros, y los druidas contemporáneos consideren que en Stonehenge están en casa.
En buena parte han sido responsables de la asociación los viejos anticuarios y protoarqueólogos británicos del siglo XVIII que, tratando de escrutar con sus escasos instrumentos conceptuales de entonces los misterios que planteaba el conjunto megalítico, echaron mano de los druidas, personajes favoritos del imaginario que siempre dan juego (y que se lo digan a Uderzo y Gosciny), y describieron Stonehenge como un santuario creado por ellos y consagrado a sus ritos.
Disparates de anticuario
A la cabeza de esos anticuarios, a los que, por otro lado, tanto debe la arqueología pese a sus disparates, estaba William Stukeley (1687-1765), vicario de Stamford, que trabajó en Stonehenge los veranos de 1721 a 1724 embargado por un “éxtasis” en el que se fundían pasado, niebla y piedra. El curioso y excéntrico Stukeley, que llegó a almorzar encima de uno de los dinteles de los trilitos y cayó rendido ante el embrujo de los círculos de piedra sometidos a “las implacables fauces del tiempo” como una dentadura rota, atribuyó Stonehenge a los antiguos britanos y sobre todo a sus druidas, personajes románticos y apasionantes que cautivaron su desbordada imaginación y que él concebía como protocristianos. Escribió Stonehenhe: a temple restored to the British Druids, adoptó la identidad de un druida bajo el nombre de Chyndonax y fue uno de los responsables, con James Macpherson (recreador del bardo Ossian) y Thomas Gray (con su poema The bard, ilustrado por Blake), del revival druídico que sigue teniendo ecos hoy. Durante dos siglos, los druidas de nuevo cuño han protagonizado ceremonias en Stonehenge y en algunos casos han llegado a enseñorearse del lugar y hasta a depositar las cenizas de sus líderes. Chippindale sintetiza que Stonehenge “nunca se ha recuperado de la visión del reverendo Stukeley”, y de ahí buena parte del éxito de sus solsticios.
Con sus elementos distintivos estudiados una y otra vez, generación tras generación, las piedras sarcen (los treinta montantes con dinteles del círculo exterior), las “piedras azules” (de arenisca gris), los hoyos de Aubrey, los túmulos, el terraplén, el foso, la Piedra del Altar y la Piedra de la Matanza (en el XVIII se consideró que servía para recoger la sangre de las víctimas que se sacrificaban sobre ella), Stonehenge sigue guardando celosamente sus secretos. Al principio se creyó que había sido construido por los romanos, luego por los daneses. También se achacó a los fenicios, a los gigantes, al diablo.
Hasta que gente como Stukeley o John Aubrey, o luego John Smith y otros druidómanos, abogaron por los britanos y sus druidas (más tarde se trató de asociar las piedras con la Grecia micénica). Un problema es que en Stonehenge no había árboles y los druidas no eran nadie sin sus arboledas sagradas, sus encinas y su muérdago. Pero la idea arraigó y llega hasta la actualidad en la que los neodruidas campan por el monumento con su ceremonial (en el que se han eliminado las facetas más siniestras como los sacrificios humanos) y sus vestimentas supuestamente druídicas. Parte de este sentido de posesión se puede percibir en alguno de los mensajes que recibe en sus cuentas sociales el English Heritage, como uno en el que alguien identificado como “Merlín” recuerda que la entidad es solo la guardiana de un recinto “cuya propiedad es nuestra herencia”. Al respecto, es muy divertido el aviso que recoge Chippindale en un letrero en una entrada de Stonehenge durante un solsticio: “Solo se admiten pases de prensa y druidas”.
El pasado sin techo
Stonehenge, que merece una visita ya sea en solsticio o no, está muy arraigado en nuestro imaginario. Al monumento le dedicó unos preciosos versos Siegfried Sassoon: “¿Qué es Stonehenge? Es el pasado sin techo (…) Las piedras permanecen, su quietud sobrevivirá / a las nubes de la historia que se precipitan por encima de ellas”. La novela más famosa en que aparece es Tess la de los d’Urberville, de Thomas Hardy, de 1889, donde la protagonista ve, precisamente, amanecer allí, en un hermosísimo pasaje, mientras espera que la vengan a detener por el asesinato de su marido (en la versión cinematográfica de 1979 con Nastassja Kinski, Roman Polanski hizo recrear el monumento en Normandía al no poder entrar en Inglaterra). También el círculo de piedras fue el sujeto de una notable y muy documentada novela histórica de Bernard Cornwell, Stonehenge (Edhasa, 2000), una excelente manera de entrar en el tema.
Babelia
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