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Columna
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Ossián el mentiroso

Rosa Montero

En la monumental y fascinante autobiografía de Chateaubriand (Memorias de ultratumba, El Acantilado) me he vuelto a topar una vez más con un personaje singular que siempre cautivó mi atención: el bardo escocés Ossián, un antiguo poeta ciego del siglo III que dedicó su vida a cantar las gestas de su padre, el guerrero Fingal, y de los demás héroes de su tiempo. Ya había oído hablar de Ossián a Lord Byron, a George Sand, a Goethe. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, Ossián causaba furor en toda Europa. Napoleón llevaba sus poemas a todas partes (incluyendo los campos de batalla), Ingres pintó un famoso cuadro sobre él, Goethe incluyó fragmentos de la obra del escocés en su Werther, los jóvenes artistas del movimiento alemán Sturm und Drang tomaron a Ossián como maestro, Chateaubriand hablaba maravillas de él y lo comparaba con Homero. Las mejores cabezas de la época se rindieron a sus pies y admiraron su primitivismo, que para ellos era sinónimo de pureza. Amaban a Ossián porque lo consideraban verdadero y auténtico.

Hasta finales del siglo XIX no se probó que los poemas de Ossián eran refritos

Lástima que se tratara de una falsificación, posiblemente de la mayor impostura de la historia de la literatura.

Todo empezó cuando un escritor escocés llamado James Macpherson (1736-1796) dijo haber descubierto fragmentos de un antiguo poema en gaélico escrito por Ossián, un personaje del que nadie había oído hablar con anterioridad. Publicó en 1760 su supuesta traducción al inglés de esos pocos versos, que fueron recibidos con ardiente entusiasmo porque caían en el terreno abonado del naciente nacionalismo escocés y de las añoranzas primitivistas que muchos cultivaban por entonces, desde Rousseau a los prerrománticos. Tuvieron tanto éxito estos textos, en fin, que curiosamente al año siguiente Macpherson tuvo la extraordinaria suerte de encontrar el poema entero de Ossián, que tradujo y publicó; y en 1763, como seguía de moda, volvió a descubrir y sacar otra obra del bardo.

Abusó tanto de sus supuestos hallazgos que, a esas alturas, ya había bastantes intelectuales británicos que le consideraban un fraude. El gran enciclopedista Samuel Johnson denunció su impostura repetidas veces, y Macpherson, para defenderse de las críticas, enseñó por primera vez pequeños fragmentos de los manuscritos originales de Ossián. Esto es lo que más me fascina de Macpherson: que llegara a falsificar los manuscritos, a envejecer cueros y pergaminos, a fabricar pruebas ficticias. Por entonces no se disponía de una tecnología fiable para verificar la autenticidad de los objetos antiguos, pero los especialistas desconfiaron enseguida de los manuscritos, entre otras cosas porque utilizaban un gaélico que no se correspondía con la época de Ossián. Al parecer, Macpherson no dominaba el idioma.

Aunque en Inglaterra crecía la polémica, en Europa, como antes dije, Ossián era traducido, leído con fervor y consagrado como una figura enorme y verdadera. Hasta finales del siglo XIX, es decir, hasta cien años después de la muerte de Macpherson, no se probó de manera indiscutible que Ossián no había existido y que los poemas eran en parte un refrito de antiguos versos y en su mayoría un completo invento del supuesto traductor, de manera que el embeleco duró cerca de 150 años y torrefactó en el entretanto las cabezas de varias generaciones de artistas e intelectuales de primer orden. Luego ha habido en la literatura otras imposturas semejantes, como El Tercer Ojo, de Lobsang Rampa, un imaginario lama tibetano que en realidad era el hijo de un fontanero inglés, o como Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda, un hermoso libro de ficción que el vidrioso Castaneda hizo pasar por una obra antropológica. Pero ninguno de estos engaños ha llegado a la altura y la influencia de las obras de Ossián.

Por una parte admiro a los creadores de estas mentiras. El hecho de que el indio don Juan y Ossián no existieran no anula la belleza literaria de las obras de Castaneda y Macpherson. Lo que me inquieta y me repugna es que, curiosamente, todos estos impostores siempre escriben libros en reivindicación de la pureza, de la autenticidad, de la honestidad. Mienten como bellacos en aras de la veracidad y la transparencia. Tal vez se pueda extraer cierta enseñanza de todo esto: hay que desconfiar de los puros. Al final suelen ser los más mentirosos, los más fraudulentos y los más indignos.

http://www.rosa-montero.com

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