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Antonio Muñoz Molina: “Hay que tener mucho cuidado con lamentar la pérdida de virtudes que existieron en el pasado”

Se publica ‘Volver a dónde’, libro con el que el escritor desmenuza la realidad pandémica de nuestro tiempo y la suya propia, hecha de recuerdos de un niño de familia campesina

Antonio Muñoz Molina, retratado en Madrid este miércoles.
Antonio Muñoz Molina, retratado en Madrid este miércoles.Santi Burgos
Manuel Jabois

“Ahora es cuando no tengo ganas de salir a la calle” justo cuando acaba de abolirse el estado de alarma es la primera línea de Volver a dónde (Seix Barral), el libro con el que Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 65 años) desmenuza la realidad pandémica de nuestro tiempo y la suya propia, hecha de recuerdos de un niño de familia campesina. Entrelaza presente y pasado a través de una narración que comienza bucólica y termina siendo bellísima, brillante e implacable.

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Pregunta. Fue comenzar el encierro y empezar a mirar atrás. Como si hubiésemos perdido el futuro para siempre.

Respuesta. Porque cuando el presente se queda parado el pasado cobra una fuerza tremenda. Y también emerge el instinto de atestiguar lo que estás viviendo. En mi caso tenía el deseo y la disciplina de contar lo que había delante de mis ojos. Porque hay cosas que necesitamos contar a través de la ficción y otras que simplemente queremos registrar. Y esto último es lo que pasa en circunstancias excepcionales.

P. Por ejemplo.

R. En el 11-S yo tuve la necesidad de escribir lo que veía sin interpretarlo. Yo entiendo que hay prisa por teorizar las cosas, pero el instinto es el de contar lo que está pasando. Porque intuyes que eso se va a perder. El que está viviendo algo lo cuenta de una manera completamente distinta a cualquier otra. Yo ahora recuerdo el 11-S, pero lo recuerdo con todo lo que he vivido después. El conocimiento posterior lo altera. Lo único que es fiel es lo que yo estaba escribiendo cuando no sabía nada del futuro.

“Cuando el presente se queda parado el pasado cobra una fuerza tremenda

P. Hubo ensayos rapidísimos.

R. A mí eso me da una pereza enorme. A mí me preguntaban: “¿Y tú cómo lo ves, y qué piensas?”. Yo no sé nada, nadie sabe nada, está pasando ahora mismo. Lo único que sé es lo que tengo delante de los ojos. Y hay que hacer un esfuerzo muy saludable por borrarte a ti mismo, por convertirte en una cámara. El testimonio inmediato es uno de los tesoros que puede dar la literatura, que es todo aquello que cuenta el mundo con las palabras. El deseo de fijarme y de salir de la prisión pelmaza del yo.

P. Escribe mucho de la sensación de irrealidad. También en el pasado, cuando su padre ya viejo dice de repente: “La vida está pasando como un sueño”. Y se muere, poco después, durmiendo.

R. Hay una cosa muy peligrosa, y es que no queremos que la realidad se vea alterada. Es un instinto que en situaciones de emergencia lo he visto, y he pensado mucho en eso cuando ves cómo reacciona la gente históricamente en circunstancias catastróficas. Porque hay una necesidad de que la vida no cambie. Necesitas que al dar al interruptor de la luz, la luz se encienda, que salga el agua del grifo, que las cosas sean como tienen que ser. No aceptas que no sea así. Por eso cuando se acerca lo inaudito hay una parte de ti que quiere bloquearlo. La realidad, sin embargo, se quiebra muy fácilmente. Es importante escribir lo que pasa en el momento, porque inmediatamente después empieza a corregirse. Y se llega al momento en que a ti te coge de improviso, pero inmediatamente después ya te has hecho un equipaje teórico para hacer creer que lo sabías. Todo el mundo profetiza el pasado con una solvencia extraordinaria. Por eso, insisto, hay que contar en el presente.

P. Como los diarios.

R. Los diarios de gente que ha sobrevivido a circunstancias terribles, gente que ha estado en la guerra, sí. Durante el confinamiento leí el diario de un periodista estadounidense que se fue a Berlín en 1933 y estuvo de corresponsal hasta que EE UU declaró la guerra, en 1941. ¿Cómo era estar allí? Un día, por ejemplo, está en un hotel, se asoma a la ventana y ve pasar a Hitler por debajo. Ve a un señor con una gabardinilla sucia y que tiene cierta pluma. Y esa visión me parece valiosísima. Otro testimonio es de Klaus Mann, hijo de Thomas Mann, que está en una cafetería en Múnich y ve a Hitler en la mesa de al lado devorando pasteles.

“Todo el mundo profetiza el pasado con una solvencia extraordinaria. Por eso, insisto, hay que contar en el presente

P. Y cuenta que tiene halitosis.

R. Exactamente. Esos detalles. Eso es el oro de la literatura de no ficción. Que este tipo tenía una horrible halitosis. Detalle nimio a lo mejor para la gran historia, pero que a nivel humano es relevante.

P. Usted sale a la calle tras el confinamiento y presencia una bronca de tráfico con dos tipos pegándose y la caravana haciendo sonar el claxon. “Este es el mundo al que había tanta prisa por volver”, dice.

R. Como ecologista, como ciclista urbano y defensor de ciudades habitables, me fijo mucho en el tráfico. Había mucha gente que se ponía furiosa cuando se hablaba de la posibilidad de que las cosas cambiaran en algo. No ya decir eso de que saldremos mejores o peores, sino el hecho de valorar que una pandemia nos pudiese hacer reflexionar o cambiar una serie de cosas. Eso provocaba una reacción de “yo quiero que el mundo sea como era”. ¿De verdad? Por supuesto que no quiero que haya gente muriendo en los hospitales, pero el ver que una ciudad puede ser más habitable exige una reflexión. No es ninguna tontería. Porque además en muchas ciudades, como en Pontevedra o en Vitoria, desde antes de la pandemia se están planteando otra manera de vivir en la ciudad. Esos debates en España están muy politizados, pero son debates que hay que tener. Igual que la pandemia tiene que llevarte a debatir las prioridades de gasto y de organización social. Ya hemos visto lo que significa un sistema sanitario público bien equipado y eficiente, e inversión científica para crear vacunas.

P. Le recomendaban de niño que nunca se quejase, porque quejarse era señalarse.

R. Hay que tener mucho cuidado con lamentar la pérdida de virtudes que existieron en el pasado. Ahora bien, cuando vives en el primer mundo, y en una situación de privilegio, puedes tender a perder el sentido de la realidad y a quejarte como si las cosas solo te pasasen a ti. Era una sensación que yo tenía en el encierro. Soy propenso a estados depresivos, y cuando en ese tiempo caía sobre mí una sombra negra, pensaba: “Hombre, este no es momento de prestarte atención a ti mismo”. Por un sentido de la proporción. Porque cómo vas a quejarte si estás encerrado en una buena casa, tienes un trabajo que no se ha visto afectado y no estás enfermo. Hay gente que se está muriendo. Hay una escala en la queja. Hay mucha injusticia y mucha desigualdad: tienes que tener una visión un poco más pública de las cosas, menos privatizada, menos egocéntrica.

P. Se ha hablado mucho de los jóvenes y sus fiestas, pero un poco menos de los jóvenes, mayoría, que han cumplido las normas sacrificando un tiempo que no recuperarán.

R. Debemos ser más cuidadosos a la hora de evitar las generalizaciones y esos juicios de gran brochazo que dicen “los jóvenes”. Qué jóvenes. Porque veo a mucha gente joven que ha tenido una actitud extraordinaria. La mayor parte ha actuado con decencia, corrección y gran sentido de la responsabilidad.

“Debemos ser más cuidadosos a la hora de evitar las generalizaciones y esos juicios de gran brochazo que dicen “los jóvenes”

P. Somos mucho de rasgarnos las vestiduras.

R. Pero hay ciertas cosas que se han hecho muy bien. Y en esas cosas hay que fijarse para no caer en el noventayochismo nihilista de “esto es un desastre, siempre igual”. Oye, pues no. Siendo un país tan bronco en muchos asuntos somos un país con uno de los mejores índices de vacunación y en el que menos negacionismo de la vacuna hay. Tenemos que hacer un ejercicio de precisión y de matices, de fijarse en lo concreto: cuanto más te fijas en lo concreto menos espacio hay para la especulación y el delirio.

P. “Qué poca sangre tienes”, frase insistente de su padre.

R. Es curioso cómo el libro va pasando de un recuerdo más nostálgico a un recuerdo más amargo. Empiezo con los tomates de mi terraza, y con las conversaciones con mi tío Juan, y eso me lleva al principio a una especie de arcadia infantil como contrapunto del presente. Pero de pronto te llega un recuerdo que dices: “Esto es muy amargo”. Eso que decía mi padre, de que los hombres no lloran, de que no teníamos habilidad o capacidades, de que no éramos lo bastante varoniles. Esa sangre a la que se refería era para saltar un muro de un salto, o pelearte, o lo que fuese. Ese complejo de que tú no valías. De que tus abuelos, tus padres o tus tíos te veían como a un inútil.

P. No valía para ese mundo, y crea otro. “Se ve que esto se le da mejor que coger higos”, dijo su abuelo cuando le vio, por primera vez, utilizar con habilidad las manos: tecleando en una máquina de escribir.

R. Aunque yo a esto llegué mientras escribía, a la parte áspera, dura y cruel de ese mundo que es fácil idealizar ahora. Me acordé de pronto del comienzo de la feria de Úbeda y recordé una imagen terrible: delante de la procesión iban los tontos, los que en el pueblo llamaban los tontos. Y la gente se reía de ellos, y les tiraban cosas. Y me acordé de cómo había visto pegar a esos que llamaban los tontos, y la crueldad horrible que había en muchas cosas. Por eso, cuidado con el pasado. Cuidado con la nostalgia.

“La realidad se quiebra muy fácilmente

P. Usted nació un año después de que su madre sufriese el aborto de una niña a los cinco meses. Si hubiese nacido, usted no habría existido. Y relata la frase de la abuela Juana hacia su nuera, que era su madre: “Encargar la criatura, eso bien que supo hacerlo. Lo que no supo fue traerla sana al mundo”. En alto para que lo pudiese escuchar ella.

R. Es de una crueldad pavorosa. Imagínate. El retrato de mi madre en el libro igual es un poco fuerte, pero es que a los 90 años aún sigue rumiando algunas cosas.

P. También sobre su marido.

R. Solo recuerda cosas malas de él. Eso al principio, aunque luego lo acabó borrando como borraba Stalin a Trotski. No aparecía en ninguna de sus historias. Hay una anécdota muy divertida en la que mi tío se disfraza de rey Melchor y viene a verme a casa, y en esa historia mi madre ha sacado a mi padre del relato. Es la novela de la memoria que hace cada cual. Lo que te hace pensar en cómo me recordarán a mí, cómo seré yo en la memoria de los míos. En qué sueños apareceré, como aparecen ahora muchos muertos en mis sueños.

P. El tiempo es uno de los protagonistas del libro.

R. Porque da perspectiva. Y es una lección de humildad. Esto es una cosa que es temporal. Cuando lees esas idioteces de los tipos de Amazon o Google que quieren vivir 150 años. Muérete cuando toque, hombre. Qué pasa, ¿que no puedes ser como los demás? Tienes que ir al espacio, tienes que vivir 500 años... Deja sitio a otros, acepta tu mortalidad. Hay que irse.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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