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En la huerta del Botánico

Tras el encierro colectivo de 2020, Antonio Muñoz Molina asistió desde su balcón al despertar de la nueva normalidad mientras revisaba sus recuerdos de infancia. ‘Volver a dónde’ es una mirada a la España actual a través de la memoria de su familia a lo largo del último siglo. ‘Babelia’ adelanta un fragmento del libro, que llega a las librerías este miércoles

Una mujer con mascarilla visita el Real Jardín Botánico de Madrid en su reapertura tras el confinamiento de la primavera de 2020.
Una mujer con mascarilla visita el Real Jardín Botánico de Madrid en su reapertura tras el confinamiento de la primavera de 2020.DAvid Fernández (EFE)
Antonio Muñoz Molina

De la noche a la mañana ha empezado una inmersión anticipada en el otoño. Las noticias sobre el virus en Madrid vuelven a ser aterradoras. El día amanece fresco después de la lluvia de anoche. Había relámpagos lejanos pero no se oían truenos. Me levanté y me asomé al balcón a las tres de la mañana. En la oscuridad del dormitorio había estado oyendo la lluvia. Entraba fresco de la calle pero el calor de los días de verano duraba en el interior de la casa. Por la mañana las plantas permanecían muy erguidas en el aire limpio y húmedo, como en estado de alerta, con una ligera vibración en los tallos y en las hojas. La casa estaba sumergida en un gris otoñal que inducía al letargo. Para espabilarme salí a la calle, con una cazadora sobre la camisa, por primera vez desde el comienzo del verano. Llevaba en la conciencia el rumor insalubre de las noticias de la radio, el aumento acelerado de los contagios, el colapso cercano de la atención primaria, el porcentaje de camas de hospital ocupadas otra vez por enfermos de covid-19, la incuria y la saña y la sinvergonzonería de la mayor parte de la clase política, cada día más dañina en su parasitismo y su sectarismo, en su escandalosa inoperancia: “El bullicioso escuadrón de los majaderos y de los malvados”, dice Galdós.

En el Botánico me domina siempre la congoja del tiempo. Me vuelve el recuerdo de mi padre, el de mis abuelos, y cae sobre mí la conciencia de la edad que tengo, y de lo lejos que se ha quedado todo, tan rápido

Crucé el Retiro y me fui al Botánico. En los días de lluvia es más misterioso porque suele haber poca gente. En el Botánico me domina siempre la congoja del tiempo. Me vuelve el recuerdo de mi padre, el de mis abuelos, y cae sobre mí la conciencia de la edad que tengo, y de lo lejos que se ha quedado todo, tan rápido. En la huerta del Botánico me asombraba hoy el tamaño de las hojas y de las flores amarillas de las calabazas, flores desmesuradas como de Georgia O’Keeffe. En el estanque se ha abierto una constelación de nenúfares. Las hojas de las coliflores preservan en su superficie impermeable gotas de agua que brillan en la luz como piedras preciosas. Me acuerdo del nombre que ellos les daban a esas hojas: berzotes. Parece que hay una correspondencia exacta entre la palabra y lo que designa. La huerta del Botánico es mi túnel del tiempo. Veo al niño que fui en la huerta de mi padre, y los veo a ellos, mi tío Juan, mi abuelo Antonio, la gente de las huertas vecinas, con sus apodos estrambóticos, Guindilla, Chimenea, Gangrena, Comepaja, Allanacerros.

Los veo, casi los vislumbro entre los árboles frutales y las plantas de la huerta, en la umbría de los granados, caminando enérgicamente por las veredas con el ruido que hacía el roce de los pantalones de pana, sentados bajo una higuera, como en una antigua foto colectiva, congregados en torno a un lebrillo de ensalada recién hecha, a la hora que ellos llamaban del almuerzo, el descanso hacia las diez de la mañana, cada uno con un trozo de pan y una navaja, partiendo con ella rodajas de embutido, clavando un trozo de pan para mojarlo en el aceite de la ensalada. Y me veo a mí también, desde la perspectiva de entonces, no el niño que rondaba en torno a ellos, y al que enseñaban a trabajar a su lado, sino el hombre que soy ahora, con el pelo entre gris y blanco, mucho mayor de lo que era mi padre entonces, un fantasma entre los fantasmas de un mundo extinguido. A la entrada del Botánico la taquillera me ha preguntado si soy mayor de 65 años. La cara que ve ella, con su mirada de juventud, no es la que yo veo en el espejo. La melancolía está mezclada de dulzura. En la huerta maduran exactamente igual que entonces los frutos de septiembre: las uvas, las calabazas, las granadas, los caquis. Hasta el tráfico del paseo del Prado suena atenuado, como si lo estuviera oyendo desde mucho más lejos.

Mi padre me contaba cosas de su niñez, casi siempre con el ánimo de que yo tomara ejemplo, de que me hiciera ágil, esforzado, mañoso, que aprendiera a trabajar y a ganarme la vida tan precozmente como él, con sangre, sin pereza, sin ensoñaciones ni fantasías de libros

Pero la palabra berzote, tan rotunda, ha despertado un recuerdo, o más bien, el eco de un recuerdo de otro, mi padre, cuando me contaba cosas de su niñez, casi siempre con el ánimo de que yo tomara ejemplo, de que me hiciera ágil, esforzado, mañoso, que aprendiera a trabajar y a ganarme la vida tan precozmente como él, con sangre, sin pereza, sin ensoñaciones ni fantasías de libros. Me contaba que de niño tenía una yegua blanca y la montaba a pelo, y subía a ella de un salto, y galopaba sobre ella sin más auxilio que la brida y la fuerza de sus piernas apretando el lomo desnudo, por los caminos del campo. Me contaba que para ganarse un poco de dinero sembraba matas de hierbabuena a la orilla de las acequias y se las vendía a los moros de Franco que seguían acuartelados en la ciudad en los primeros tiempos después de la guerra. Se había fijado en que los moros echaban hierbabuena al té, y con una cesta llena de ella iba a la puerta del cuartel, y se la quitaban de las manos. Había que buscar al tío Mañas, decía él, lo decían todos, afilar el ingenio, ganar algo como se pudiera, como en los tiempos de la guerra, en los años mucho peores del hambre que vinieron después. La hierbabuena crecía muy rápido a la orilla del agua. Él la segaba y se la vendía en manojos a los moros. Con lo que ganaba gracias a su sagacidad y a su esfuerzo, mi padre compraba las entradas para ir a los toros durante la feria, o al Teatro Ideal, a gallinero, a ver a las compañías de revista, todavía casi un niño y ya ganándose la vida, midiéndose con los hombres. No como yo, su hijo, me estaba diciendo implícitamente, que no sería capaz nunca de montarme de un salto en un caballo, ni en un burro, que me quedaba distraído y no prestaba atención a los trabajos de la huerta, ni ponía empeño en aprender, y andaba siempre como adormilado, perdido en fantasías de libros y tebeos.

Estábamos un día cortando hojas de coliflor para forraje de las vacas y mi padre se acordó de algo más que hacía de niño para ganarse unas monedas. Cargaba en la huerta el serón de un burro con berzotes y los llevaba a un antiguo palacio que todavía existe, en una plazuela cercana al mercado de abastos. Aquellas cargas de berzotes se destinaban no a alimento de ganado sino de hombres. Mi padre, que cumplió 11 años recién terminada la guerra, llegaba con su burro a la puerta de aquel palacio que se había convertido en cárcel y estaba lleno de presos republicanos. Se acordaba de ver los brazos saliendo por las rejas de las ventanas. Unos guardias le abrían la puerta del palacio y mi padre veía las caras y las manos de los presos arracimados detrás de una alambrada en el patio. Volcaba el serón, y descargada los berzotes en el suelo. Los hombres hambrientos extendían las manos entre los barrotes y las mallas de alambre queriendo alcanzarlos. Con eso los alimentaban. Antes de irse mi padre los veía disputarse aquellas hojas duras y grandes, y se acordaba del olor a mierda humana que venía del patio, porque aquel alimento de rumiantes les hinchaba el vientre y les provocaba tremendas diarreas.

Volver a dónde

Volver a dónde

Autor: Antonio Muñoz Molina.


Editorial: Seix Barral, 2021.


Formato: 352 páginas. 20,90 euros.



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