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IDA Y VUELTA
Columna
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Examen de conciencia

Una manera de hacer daño que está al alcance de los que participamos de palabra o por escrito en el debate público es enturbiar la atmósfera con exageraciones y mentiras

La diputada del PSOE María Luisa Carcedo, con el médico Carlos Barra, tras la aprobación en el Congreso de la ley para la muerte digna.
La diputada del PSOE María Luisa Carcedo, con el médico Carlos Barra, tras la aprobación en el Congreso de la ley para la muerte digna.Andrea Comas (EL PAÍS)
Antonio Muñoz Molina

Dos de los columnistas más señalados del Financial Times, Tim Harford y Simon Kuper, coinciden en dedicar sus últimos artículos semanales del año a una reflexión sobre los asuntos en los que a lo largo de estos 12 meses consideran que se han equivocado, o a los que lamentan no haber prestado suficiente atención. Tim Harford es un economista con un talento natural para explicar con claridad cosas muy complejas del mundo de los números. Simon Kuper suele escribir sobre política internacional, con agudeza y mesura, aunque no oculte su desazón de británico europeísta en los tiempos del Brexit, ni esa obsesión escandalizada y algo morbosa que muchos hemos sufrido a lo largo de los últimos cuatro años con Donald Trump. Examinando su propio trabajo a lo largo de este tiempo, y también algunos mensajes de lectores, Kuper reconoce que por haber prestado tanta atención a la política americana y a un personaje tan grotesco y destructivo como Trump ha descuidado otros asuntos, en realidad una gran parte de lo sucedido en esa zona del mundo que no es Estados Unidos. Tal vez, reconoce también, en su rechazo de Trump y del Brexit puede haber una parte de prejuicio: su defensa es que, sumando su buen juicio y su sentido autocrítico a la vigilancia editorial del periódico, la vehemencia de sus tomas de partido no le ha llevado a faltar a la verdad de los hechos.

Tim Harford repasa las ocasiones en las que a lo largo del año se ha equivocado con los números, y también algunas de las predicciones demasiado negativas que hizo al principio de la pandemia y algunos de los asuntos sobre los que no estuvo seguro entonces, y sigue sin estarlo, por mucho que estudia y compara datos. En conjunto, dice, y a pesar del agravamiento de la situación en la segunda ola, no es seguro que el modelo de permisividad relativa y responsabilidad individual de Suecia haya funcionado peor que el confinamiento a rajatabla aplicado en otras partes de Europa. Yo no estoy en condiciones de saber si a estas alturas hay fundamento en esa incertidumbre: pero admiro la capacidad de confesarla en público.

El ejemplo de Kuper y Harford me anima a mi propio examen de conciencia. Que los errores de juicio sean mayoritarios no lo exime a uno de haberse sumado a ellos, y menos aún de la trampa de atribuirse una lucidez retrospectiva, ese prestigioso fraude intelectual de profetizar el pasado. Ni siquiera a finales de febrero, cuando la epidemia ya se estaba extendiendo por el norte de Italia, presté atención verdadera a lo que sucedía. Mi mujer volvió angustiada de Milán, en uno de esos vuelos atestados de entonces, un avión lleno de hinchas de fútbol y de asistentes a la Semana de la Moda. Yo pensé frívolamente que estaba siendo demasiado aprensiva. Por fortuna, el profundo malestar que traía se disipó al poco tiempo. Solo más tarde me atreví a reconocer el peligro que los dos habíamos corrido. Como todo el mundo, o casi, yo repetí de oídas que el nuevo virus era mucho menos letal que el de la gripe. Mantener la calma, la vida normal, parecía una actitud más distinguida que rendirse al miedo. En Barcelona un taxista me dijo que la amenaza del virus la habían promovido multinacionales empeñadas en sabotear el Mobile World Congress. Otro taxista me aseguró al llegar a Madrid que el Gobierno mantenía en secreto que la epidemia la transmitían los perros. Pero llegó un momento en que los disparates conspirativos de los que nos burlábamos no eran más irracionales, ni menos peligrosos, que la normalidad en la que muchos, incluidos los gobernantes, nos seguíamos empeñando.

De la despreocupación se puede pasar sin dificultad a la pesadumbre y al espanto: todo lo que antes no se quiso ver cobra una gravedad aterradora. En ambos casos el resultado es la parálisis: primero no haces nada porque no pasa nada; después no lo haces porque ya no hay remedio. Por fortuna, hay mucha gente que sin perder el tiempo en fantasías hace con prontitud y eficacia aquello que sabe: ejerce su oficio o su profesión y cumple su deber. A los que no hemos estado sujetos a esas responsabilidades nos correspondería al menos esforzarnos en no estorbar. Ya que podemos contribuir muy poco a mejorar las cosas, al menos habrá que procurar no empeorarlas. Una manera de hacer daño que está al alcance de los que participamos de palabra o por escrito en el debate público es enturbiar la atmósfera con exageraciones y mentiras; también confundir el pesimismo extremo o el catastrofismo con la lucidez.

Al denunciar un desastre hay que tener cuidado de no estar ayudando a agravarlo. Quien hace tareas concretas sabe que hacerlas bien es siempre un logro inapelable. A los que trabajamos con palabras no nos está permitida esa certeza. Por eso nos es tan necesaria la prudencia, y hasta la humildad. Yo me habría equivocado más si hubiera mostrado en público y por escrito mis peores desánimos del año. Ha habido muchos motivos para la pesadumbre. Pero también han ocurrido cosas favorables, incluso excepcionales, que mi propensión a lo sombrío no me dejó prever: el compromiso de solidaridad de la Unión Europea, el avance tan rápido en la investigación de las vacunas, y en España, la aprobación del ingreso mínimo vital y de la ley para la muerte digna. Es legítimo sentir vergüenza ante el espectáculo de la gresca política en el Parlamento español: pero también es justo celebrar que de él hayan surgido esas dos conquistas memorables.

Contra todo pronóstico, las librerías mal que bien han sobrevivido, y a los que nos dedicamos a escribir no nos ha faltado la fraternidad de los lectores. Nosotros mismos, en la holganza forzosa, hemos sido más intensamente escritores y lectores, en vez de viajantes atolondrados de nuestra presencia pública. En las escuelas, profesores y alumnos han estado tan a la altura de sus responsabilidades como los sanitarios de las suyas, y como los cuidadores en las residencias. Ancianos que de niños no pudieron ir a la escuela reciben estos días la vacuna con una confianza en la ciencia de la que carecen negacionistas con títulos universitarios. Entre nosotros las opiniones se afirman muchas veces por escrito con la contundencia de un puñetazo en la barra de un bar. Me alegro de haber escrito algunas cosas, y también de haberme contenido y no escribir otras. Me alegro sobre todo de haberme equivocado.

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