Danza de tormenta en el lazareto para evocar a Albert Camus
Las actividades artísticas, el pensamiento, la ciencia y la literatura dialogan intensamente en los encuentros de Menorca sobre el escritor
Los intensos encuentros internacionales Albert Camus de Menorca han vuelto esta mañana de domingo a la vía más académica —con la conversación entre los especialistas camusianos Christian Phéline y Martine Mathieu Job Al encuentro del otro— tras la velada de anoche, en la que la obra del Nobel, el arte, el paisaje y hasta la climatología se juntaron de una manera absolutamente estremecedora. El carrusel camusiano de estudiosos, escritores, seguidores de los encuentros y fans que tiene su centro en el auditorio Albert Camus de Sant Lluís, donde se desarrollan hasta finales de esta tarde los encuentros, se embarcó el sábado al atardecer para un viaje singular. No era hacia la Argel de El extranjero ni el Orán de La peste, pero sí hacia un destino tremendamente lleno de significado: la isla del Llatzeret, el antiguo lazareto del puerto de Mahón. Construida en 1793 y en funcionamiento hasta 1919, la instalación servía para el aislamiento, reclusión y eventual tratamiento de los afectados por enfermedades infecciosas como el cólera, la fiebre amarilla o, sí, la peste, que arribaban a Menorca.
Con sensación de viajar en el vaporetto de Muerte en Venecia (el profesor Aschenbach era sin duda el periodista y cineasta Javier Martín Domínguez, uno de los organizadores de esta cita, con su panamá y su porte) y tratando de no recordar la frase de Camus “la inclinación más natural del hombre es hundirse”, los expedicionarios llegaron con la mascarilla puesta, la nariz en algún caso violentada por el test de antígenos, y algo sobrecogidos a la vieja fortaleza sanitaria. En ella no hay ratas, pero aún se puede observar la siniestra división entre las tres patentes (zonas): Sospechosa (para personas y efectos procedentes de puertos sospechosos de epidemia), Sucia (los venidos en buques con enfermedad a bordo) y Apestada (los viajeros directamente afectados por enfermedades pestilenciales). Junto a la tremenda capilla de san Sebastián, desde la que el capellán celebraba la misa, encerrado, a los cuarentenarios en sus celdas alrededor, resultaba pertinente leer las notas de Camus para La peste (Carnets, 1942-1951): “Lo que a mi juicio caracteriza mejor esa época es la separación. Todos quedaron separados del resto del mundo, de sus seres queridos o de sus costumbres. Y en ese retiro, los que podían hacerlo se vieron forzados a meditar, los otros a vivir una vida de animal acorralado”. O “Moraleja de la peste: no ha servido para nada ni para nadie. Solo quienes fueron alcanzados por la muerte en sus propias personas o en sus familias han aprendido”. O también, “solamente un loco, un criminal o un cobarde puede aceptar la peste, y frente a ella la única actitud digna es la rebeldía”.
La excursión al lazareto, con todas sus connotaciones camusianas y actuales, tenía sin embargo carácter festivo: era para cenar y ver un espectáculo, pues los encuentros juntan las actividades artísticas a las conferencias y mesas redondas como parte integral de su ecléctico programa de suma del pensamiento, la literatura, la ciencia (esta mañana ha intervenido la física teórica Alicia Sintes, que ha logrado cuadrar el círculo uniendo a Camus con las ondas gravitacionales) y las artes. Pero la rebeldía camusiana lo impregnó todo. Cuando la bailarina Amie Mbye, noruega de raíces africanas, especialista en danza afromoderna, irrumpió en la explanada del edificio principal entre pinos con la pieza El quitador de miedos (una coreografía de Aïda Colmenero), se desató una tormenta con gran aparato eléctrico. La artista no se arredró ante el desafío atmosférico, sino que se sumó a él, dejándose empapar maravillosamente por la lluvia mientras evolucionaba como una pantera negra con movimientos hipnotizantes por todo el jardín. Que se encaramara al pozo (de donde partían a menudo las infecciones) y su aspecto salvaje la hicieron parecer una encarnación del viejo espíritu de la peste o de la moderna pandemia. Cabalgando la tormenta, fue a la vez una metáfora de todas las violencias modernas que hubo de afrontar Camus y asimismo de la belleza (“también luchamos por la belleza, ¿verdad?, solo que nadie lo dice”), que tanto lo obsesionó (“en este mismo instante hay puertos lejanos donde el agua está sonrosada con el crepúsculo”).
Curiosamente, las III Trobades Mediterranis Albert Camus han escogido como tema no la peste o la enfermedad, sino el diálogo, que ciertamente es una superación de la peste. “Acaba la peste y habrá una verdad de las cosas” (Camus). El diálogo, presente desde el mismo lema del encuentro, “No hay vida sin diálogo”, se destila en todas las actividades y está en boca de todos. La astrofísica Sintes, que por cierto es de San Lluís y ha recordado que en el actual auditorio de los encuentros estaba el despacho de su padre, ha logrado la proeza de hacer dialogar a Carl Sagan con Camus durante su intervención en la mesa redonda Frente a la desmesura contemporánea, la virtud del diálogo, con el camusiano francés Rémi Larue y la poeta estadounidense de origen palestino Nathalie Handal, con cuyos bellísimos poemas, un torrente de sensualidad no menos camusiano, ha entrado en la estela de las estrellas: “Él besó mis labios a medianoche / lo dejé / Él me quitó la blusa / lo dejé”.
El formato mesa redonda está propiciando algunos de los momentos más intensos de los encuentros. La cantante Noa, la bailarina y coreógrafa María Pagés y la escritora Najat El Hachmi protagonizaron una el sábado (El arte no puede ser un monólogo), en la que bajo la advocación de Camus se abordaron temas tan variados como la maternidad, el imaginario de los desheredados, los muros que deshumanizan o el conflicto palestino-israelí. El Hachmi introdujo la idea de que la gran cuestión filosófica de Camus del suicidio puede hoy para las mujeres ser el tener hijos o no. Noa, que afirmó que quiere leer todas las novelas de Camus (al menos eso habrán logrado los encuentros), se mostró encantada con la frase camusiana “la belleza salvará al mundo” y la idea de que “hay que rebelarse y vivir peligrosamente”, también con la de que “no hay decisión importante por la que no haya que pagar un precio”. Desgraciadamente, alteró un poco el formato de la conversación la imprevista presencia del guitarrista acompañante y maestro de Noa, Gil Dor, empeñado en intervenir con largos soliloquios. Cuando el músico explicaba pormenorizadamente el bar mitzvah del hijo de la cantante, El Hachmi, que ya había cuestionado que a los descendientes de sefardíes o a Messi les fuera más fácil conseguir la nacionalidad española que a una emigrante marroquí, mostró cierta impaciencia.
Si algo caracteriza especialmente los encuentros es la presencia y aportación de grandes estudiosos de la obra de Camus, varios de los cuales fueron interceptados en un control policial a la vuelta del lazareto a medianoche, en lo que quedó como una anecdótica casi redada de camusianos. Sus sesiones son intensas, de mucha erudición, punteadas por momentos en que lo camusiano estalla como un destello. “La solidaridad de los conmovidos”, citó el filósofo Josep Maria Esquirol. “Camus no es un creador de mundos, como Shakespeare o Kafka”, dijo en su intervención Franck Planeille —que hizo escuchar el inicio del Cuarteto de las disonancias K.465, de Mozart—, “sino de una música, un tono, que le permite decir a los hombres lo que es evidente”.
Una de las más profundas, emotivas y hermosas conferencias ha sido la de Anne Prouteau, actual presidenta de la Sociedad de Estudios Camusianos, En la fuente de la obra, un diálogo silencioso con el padre, el maestro, la madre. Prouteau se centró en El primer hombre, la tan sentimental novela biográfica inconclusa en la que trabajaba Camus al morir en accidente de coche en 1960 (todo Camus está ahí, en germen; “el hombre que yo sería si no hubiese sido el niño que fui”). Prouteau resiguió a través del texto las relaciones del escritor con su madre, con su padre muerto a los 29 años en el Marne en 1914, cuando él no tenía aún un año, y con su antiguo profesor, Louis Germain, al que le escribía tiernamente al ganar el Nobel, que le dedicó, “sin usted nada habría sido posible”, y que en El primer hombre aparece como el entrañable señor Bernard. “El ganador del Nobel se confunde con el pequeño alumno en la carta de Camus a Germain”, señaló la camusiana, que apuntó los pasajes de El primer hombre que translucen esa relación, casi de padre-hijo. Del profesor aprendió Camus, niño pobre, pied noir en un barrio miserable de Argel, el amor de los libros, el poder sagrado de la lectura, y que “si la literatura no ayuda, la vida no es nada”. En cuanto al padre, recalcó, sería difícil entender la relación del escritor con él sin su obra póstuma, que muestra desde lo literario esa búsqueda del progenitor, del que solo queda la metralla en una lata de galletas, algunas cartas, la tumba y la sombra, pero que influyó oblicuamente en el rechazo de Camus a la pena de muerte (en una misiva el padre mostraba su repugnancia al presenciar una ejecución) y a la guerra, “dos cosas fundamentales en su humanismo”.
La madre, “territorio sagrado”
Prouteau se refirió a El primer hombre como una muestra de la opinión de Camus de que “ninguna vida humana merece ser olvidada, que todas son sagradas sea cual sea su simpleza”. En la novela, el escritor no resucita al padre, pero permite al personaje “ir al final de su destino inacabado, seguir vivo en el texto literario”. La madre, en fin ,“es territorio sagrado, para entrar en el cual hay que quitarse los zapatos”; mujer —hija de una menorquina de Sant Lluís— de la que Camus dice que constituye toda su propia sensibilidad, y a la que, analfabeta, dedica El primer hombre: “A ti, que nunca podrás leer este libro”.
“Mamá no conoce la vida de Cristo excepto la cruz”, citó la estudiosa al autor, y subrayó cómo Catherine Hélène Sintes, sorda, en silencio semiperpetuo, “encarna a los pobres, los humillados, los favoritos de Dios por los que tanto se preocupó Camus”. La camusiana recalcó que esas tres figuras en diálogo son “una fuente que se desborda” en El primer hombre, y, convertidos en imágenes universales, “todo menos una nostalgia estéril, un repliegue”, en ellos Camus encuentra “el fervor para seguir adelante” y llegar a los lectores y a sus propias lealtades.
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