Sergio Cabrera: “El miedo me salvó del fanatismo”
El cineasta colombiano y su hermana protagonizan ‘Volver la vista atrás’, libro de Juan Gabriel Vásquez sobre unas relaciones familiares marcadas por el radical compromiso político
Sergio Cabrera (Bogotá, 71 años) tenía 13 cuando sus padres lo llevaron junto a su hermana Marianela a prepararse para la vida revolucionaria en la China de Mao. A esa edad “uno es muy dócil y muy dúctil, se acostumbraba a cualquier cosa”. 10 años más tarde los dos estaban preparados para ser parte de la guerrilla colombiana, que abandonaron para dedicarse ambos al cine. Él es el director de La estrategia del caracol, Ilona llega con la lluvia o Todos se van. Con ambas historias, la de Sergio y la de Marianela, el novelista colombiano Juan Gabriel Vásquez ha escrito Volver la vista atrás (Alfaguara), en la que la realidad es tan potente como increíble, de modo que parece pura fantasía. De ese tiempo de revolución, violencia y clandestinidad, dice, “me salvó el miedo”. Hablamos con él en Madrid, donde vive desde hace años.
Pregunta. ¿Qué encontró en China?
Respuesta. Era un paraíso para los niños y el hotel en el que vivíamos era fantástico. Al cabo de tres meses olvidé por completo Colombia y me instalé en la forma china de vivir. La Revolución cultural fue terrible, pero incluso con eso China era un país ejemplar. Las diferencias de clase eran imperceptibles. Eso no era necesariamente bueno, porque se ocultaban cosas. Pero para un joven como yo era un sitio donde la dignidad de vivir estaba a la orden del día en todo momento. Uno no veía gente pobre, y tampoco vi a ricos. Regresar de eso a Colombia supuso un shock. Cuando hablé con Juan Gabriel Vásquez para que él escribiera este libro fui recordando cosas y fue como echar humo para que reaparezcan luces invisibles. Con todo eso, él armó un rompecabezas con una gran maestría.
P. ¿Es consciente de que ahora esa historia de deslumbramiento y decepción que cuenta es la de muchos que creyeron en la fe de aquellas revoluciones?
R. Espero que sí. En realidad quería rendir homenaje a esa generación de jóvenes comunistas que creyeron de verdad en un mundo mejor. No es que esa haya sido una vida ejemplar en ningún sentido, pero esa mirada era la de una gran ilusión que se escondía detrás de todos los sacrificios. Esa biografía incluye una decisión difícil, irse a la guerrilla, donde lo más probable es que mueras. Muchos de mis compañeros murieron. Eso en un libro son tres líneas, pero en la vida son decisiones que te cambian el espíritu, se necesita mucho para mantener esos ideales. Lo nuestro era un fanatismo. Estaba dispuesto a dar mi vida por las ideas, por la revolución, como los yihadistas que años después atentaron en España, por ejemplo. Hay que ser muy fanático para ponerse un chaleco de explosivos y hacerlo explotar. Años más tarde cuando veía las noticias de lo que habían hecho aquí los yihadistas, de pronto pensé “fui uno de esos”, no fui de ponerme chaleco, pero sí era de los que estaba dispuesto a morir por una idea. Eso me asusta. Me asusta el nivel de fanatismo que llegué a tener y que uno puede llegar a tener.
P. ¿Cómo se llega a ese nivel de fanatismo? ¿Y cómo se quita?
R. No lo sé. El hecho de haber llegado a China a los 13 años es, sin duda, el primer escalón de esa escalera hacia el fanatismo. Era un país admirable para alguien que cree en ese momento en cierta justicia social, en la igualdad. Uno empieza a mirar el país de ese modo y espontáneamente lo admiras sin necesidad de que te den instrucciones, y luego llegan las instrucciones. Empiezas a tener ídolos de infancia y luego de juventud, que ahora sabemos que eran creados por departamentos de propaganda, y sientes deseos de emularlos… Lenin copió del cristianismo esos mecanismos de crear santos, la confesión cristiana eran la crítica y la autocrítica. Se creaban los santos con películas, con las consignas del camarada Mao. En mi caso el miedo me salvó del fanatismo. Cuando llevaba tres años en la guerrilla me mandaron a una misión, en primera línea, y en el curso de ese operativo tuve miedo de que me mataran, miedo como de salir corriendo. Ahí empezó el mecanismo de desfanatización. El fanatismo es incompatible con el miedo. Para ser fanático hay que estar dispuesto a morir. En El nombre de la rosa uno de los personajes de Umberto Eco dice: “Teme a los profetas y a todos los que estén dispuestos a morir por la verdad, porque con mucha frecuencia quieren que alguien muera con ellos, y muchas veces en vez de ellos”. Y eso es lo que entiendes cuando tienes miedo.
Me duele haber causado daño pensando que estaba haciendo el bien
P. ¿Qué sintió cuando el miedo le abrió los ojos?
R. El miedo era fanatismo puro. Incluso me daba miedo recordar lo fanático que logré llegar a ser…. No porque eso tenga secuelas, sino porque parece mentira que yo haya sido así. Todo el mundo lo supera, incluso te queda un nivel de culpabilidad. Me duele haber causado daño pensando que estaba haciendo el bien. Pero no soy una persona que tenga remordimientos que no me dejen dormir, porque siento que hice lo que tenía que hacer, y quizá hubiera sido al contrario: si no hubiera hecho en ese momento lo que pensaba que tenía que hacer, mi vida hubiera sido la de un amargado, la de un cobarde que no había sido capaz de enfrentar mis convicciones con valentía. Eso con respecto a mi vida con la guerrilla, porque en otros momentos que no están en el libro he dado pequeños saltos mortales por convicción, como cuando me metí en política en el Congreso colombiano. Fue una locura abandonar una carrera exitosa en el cine para entrar en un mundo asqueroso, el de los políticos corruptos. Pero lo hice por convicción. Ya no era el fanático. Ahí era más el hombre de pensamiento platónico que se decía: “Si desprecias a los políticos terminarás siendo gobernado por los políticos que desprecias”. Ese fue el motor de esa aventura en la política.
P. ¿Estaba el comunismo marcado por el fanatismo, o aquella fue una circunstancia?
R. Fue una circunstancia… Me sigo sintiendo muy cercano a las ideas marxistas, pero no tanto a las leninistas, y muchas veces se juntan ambas y se dice marxismo-leninismo. El leninismo es el que ha sido dañino. No sabemos adónde hubiera llegado Lenin, porque murió muy pronto, pero la forma como se organizó la Revolución rusa, con tanta crueldad, especialmente con Stalin, ha generado la idea de que los comunistas son fanáticos, o que es indispensable ser fanático para ser comunista. Y yo creo que no: el comunismo es una idea hermosa. El filósofo Harari dice en uno de sus libros que pronto, sin darnos cuenta, terminaremos en el comunismo, porque cuando la inteligencia artificial y los robots reemplacen al hombre al Estado le va a tocar pagarle a la gente para que se quede en casa y no salga a la calle a protestar, tiene que darle una renta y unos privilegios por no trabajar. Un poco como lo que sucede en España con la agricultura: el Estado paga para que los agricultores no siembren olivos y nos pagará para no ir a trabajar. Los comunistas han tenido ideas hermosas. Los dirigentes han sido los que no han sabido convencer. Lo han intentado a través de la disciplina, del rigor, de la imposición, mientras que los capitalistas han hecho adeptos con halagos, sobornos y prebendas.
P. Blas de Otero escribió en uno de sus versos que iba a China “a orientarme un poco”… De las cosas que ha vivido, ¿cuáles lo orientarían hoy?
R. Nunca me ha funcionado una orientación precisa. No soy religioso, y ni siquiera soy ateo militante. Es el camino que he aceptado vivir: ser hábil para estar reinventándome y aceptando los cambios de la sociedad en vez de luchar contra ellos, porque el comunismo como lo soñó Marx es absolutamente imposible. Ese sentido de la colectividad, de unirnos, no existe. Todo el mundo busca su propio beneficio. No existe una clase proletaria como la que él supuso. En España, en Colombia, cada uno es una empresa en sí, porque tiene su carrito o su moto.
Fue una locura abandonar una carrera exitosa en el cine para entrar en un mundo asqueroso, el de los políticos corruptos
P. ¿Cómo ha salido del libro?
R. Sentí que el libro había cumplido su función, un pequeño homenaje a una generación que se la jugó. Nos la jugamos. Le dije un día a Juan Gabriel: “No lo logramos. Pero que nos quiten lo bailado”. Se hizo el esfuerzo. No vivo orgulloso, pero vivo contento de haber hecho el esfuerzo. Y no es cierto que no hayamos logrado nada. Algo se logró. En Colombia (y de esto no es consciente la derecha) los progresos sociales y políticos son fruto de una fuerza opositora, incluso armada. La Constitución de 1889 se cambió en 1991 y eso fue generado por dos movimientos guerrilleros, el EPL, en el que yo militaba y que se había amnistiado, y el M-19. Y esa Constitución, que no es perfecta, permite el juego democrático tal como se ha seguido haciendo. Si algo hicimos, de algo sirvió.
Babelia
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