Cuando todos los cines tenían un paraíso
Las clausuradas salas de barrio mantienen vivas en el espacio las risas, las lágrimas, los primeros besos oscuros y esas butacas crujientes donde se realizaban todos los sueños
Cinco barrios en busca de una ciudad o unas inmensas afueras de nada, así era definida Los Ángeles de California cuando en 1964 pasé por allí. Durante el viaje en coche desde San Diego y La Jolla por la autopista del Camino Real, que discurría por la costa, al amanecer se veían a chicos y chicas de cuerpos celestes haciendo surf contra la salida del sol. Todo parecía fascinante, lleno de glamur entonces, entre yates y palmeras, pero aquellos cuerpos espléndidos que causaban admiración a los que veníamos del hambre ibérica, se han degradado a causa de las bebidas azucaradas y la comida basura y hoy en EE UU no ves sino sucesivas oleadas de adiposos por la calle exhibiendo unas lonchas infames como si tratara de un inacabable concurso de gordos.
En aquel tiempo Norteamérica aun tenía seducida a Europa por el triunfo en la guerra mundial y por la ayuda económica del Plan Marshall. En España los carteles de las películas americanas llenaban todas las fachadas de los cines, también los de barrio y constituían la más fabulosa y barata forma de escapar de la miseria. Yo era entonces un cinéfilo enfermo de mitología. Pero al llegar como un turista extraviado a Hollywood, uno de esos cinco barrios situado al norte de Los Ángeles, todos mis sueños tan largamente alimentados desde niño en el cine del pueblo sufrieron un descalabro, puesto que aquel Hollywood Boulevard no ganaba en prestancia a la calle de Bravo Murillo de Madrid. Era una avenida destartalada, sucia, sin ningún interés. El teatro Chino me pareció vulgar y las huellas de los artistas estampadas en la acera no pasaban de ser una curiosidad anodina. A la mierda la mitología, pensé, me han estafado.
Desde una cafetería de asientos corridos de plástico rojo junto a un ventanal del famoso Sunset Boulevard veía pasar por la acera gente corriente tirando de carritos, obreros abriendo zanjas, clientes de un supermercado, chicas repartiendo publicidad de hamburguesas. No, no, por la acera de Sunset Boulevard no pasaba Gloria Swanson ni William Holden ni Kirk Douglas ni Liz Taylor ni Lana Turner, que por extraño que parezca probablemente estarían en Madrid. En efecto, yo llegaba de Madrid donde hacia 1960 podías encontrarte con la mayoría de los artistas de Hollywood por la calle, a Audrey Hepburn saliendo de unas mantequerías, a Cary Grant en bicicleta por El Retiro, a Gary Cooper cruzando un paso de cebra, Rita Hayworth en la puerta del Ritz, a Tyrone Power vestido de rey Salomón muerto de infarto abrazado a Gina Lollobrigida. Y por supuesto a Ava Gardner, cuanto más ebria más guapa.
Aburrido con el puño en la mandíbula en aquella cafetería de Sunset Boulevard comencé a recordar el cine de mi pueblo, que empezó a construirse por el otoño de 1944, mientras las bandadas de tordos cruzaban hacía el sur. A media mañana, el maestro de la escuela nos llevaba de recreo a las afueras en fila de dos y yo iba cogido de la mano del niño que era mi mejor amigo. En una calle por donde pasaba la reata escolar unos albañiles encaramados en un andamio lucían una fachada de lo que la gente decía que iba a ser un cine. Unas semanas después se veía a unos pintores que le daban una mano de color crema y empezaban a dibujar unas letras muy grandes, la C, la I, la N, la E, de color azul. Los niños seguíamos día a día el proceso de las obras de la misma forma que se va construyendo un sueño, el altillo donde iría el proyector, el patio de butacas en ligera pendiente, el escenario bajo la pantalla, todo iba tomando realidad fuera ya de la imaginación, y aunque el cura decía que el cine era un invento del diablo, eso no hacía sino excitarme aún más. Por Navidad, el nombre del cine en grandes letras romanas dentro de una orla acabó de completarse. Se llamaría Cinema Rialto y en su pantalla, muy pronto, comenzarían a cabalgar, a disparar, a bailar, a besarse los héroes que veía en los pasquines y en los prospectos de mano. Allí vi por primera vez la pantalla iluminada por donde se movía Mickey Rooney en El joven Edison y Bela Lugosi en El gorila y El clavo con Rafael Durán y Amparito Rivelles.
Por Sunset Boulevard, que un día me pareció tan costroso, no sé si habrá este año limusinas cargadas de estrellas en busca de la alfombra roja. La hoguera de las vanidades, aunque diezmada por la pandemia, seguirá ardiendo en la entrega de los Oscar. Desde hace ya mucho tiempo su ceniza ha caído sobre aquel mundo fenecido de los cines de barrio, de los cines de pueblo, que han cerrado y están llenos de ratas y de telarañas, pero mantienen vivas en el espacio las risas, las lágrimas, los primeros besos oscuros y ese haz de luz que atravesaba el paraíso en cuyas butacas crujientes se realizaban todos los sueños. Las plataformas, las series, el cine en casa, se lo han llevado por delante.
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