Toda la ópera en un instante
El compositor Jorge Fernández Guerra estrena su última ópera, ‘Un tiempo enorme’, íntima reflexión sobre la esencia y la razón de ser del género
Un ya lejanísimo 22 de febrero de 1987, la Sala Olimpia de Madrid acogía el estreno de la primera ópera de Jorge Fernández Guerra, Sin demonio no hay fortuna, que ponía música a una reactualización del mito de Fausto ideada por Leopoldo Alas. Pocas personas han mostrado en nuestro país tanto interés por la ópera contemporánea en general, y por la española en particular, como el compositor madrileño, que en el modesto tríptico que acompañó a las cuatro representaciones de su obra recordaba que la ópera es “un tema muy serio y a menudo mortal”, a pesar de haber salido indemne de la maldición de Antonio Peña y Goñi, que él mismo parafraseaba y en la que el crítico musical comparaba en 1881 la ópera española con “las fatales emanaciones del manzanillo: ha producido la muerte de cuantos a ella se acercaron”.
Un tiempo enorme
Música y libreto de Jorge Fernández Guerra. Manon Chauvin (soprano) y Mónica Campillo (clarinete). El Instante Fundación, 22 de marzo.
Fernández Guerra no cejó y a punto de concluir 2012 estrenó Tres desechos en forma de ópera en el Teatro Guindalera, que produjo con una compañía bautizada apropiadamente con el nombre de laperaÓpera. El título remitía de forma inequívoca a Erik Satie y sus Trois morceaux en forme de poire, para piano a cuatro manos. La conexión se acentuaba con las tres peras fotografiadas sobre una acera, que servían entonces de ilustración de cubierta del programa de mano, en el que él mismo explicaba el origen del proyecto: “Cinco músicos, tres instrumentistas (clarinete, violín y contrabajo) y dos cantantes (una soprano y un barítono) salen a la calle a sacar unas monedas con su espectáculo o a ver qué pasa, y lo que pasa no es otra cosa que la vieja, pero siempre renovada ópera”. Era aquella una ópera callejera, casi improvisada, hecha con lo mínimo y con una plantilla instrumental que recordaba inevitablemente a la de la suite de L’histoire du soldat, de Stravinsky (o los Contrastes de Bartók), pero sustituyendo el poco callejero piano por el algo más trasladable contrabajo, ideal para cumplir la función de sostén armónico. “Hay ópera en el aire”, cantaban los protagonistas, y Jorge Fernández Guerra parecía haberla estado atrapando al vuelo.
En este segundo empeño operístico escribió ya él mismo el libreto, cuyo texto se entendía en todo momento, uno de los retos de cualquier operista, y no sonaba a zarzuela, el principal desafío de todo operista español, a pesar de que había rimas y octosílabos, como en la sexta escena, en la que Fernández Guerra recurría a la metaópera y a los guiños autorreferenciales —frecuentes en todo el libreto— al titularla “La ópera contemporánea” (seguida, en la séptima, de “Glosa a la ópera contemporánea”). Y en la undécima escena, una máscara con labios pintados de rojo se preguntaba: “¿Hay ópera en la calle?”. Y respondía el barítono: “Dicen que todo es ópera: cuántica, ecléctica, con música y sin ella, con canto, sin canto y sin encanto”. Para concluir más tarde: “Busca una cosa que te guste y llámala ópera”.
Viene al caso recordar todo esto, casi una década después, porque tras el ejercicio dialógico de su tercera ópera, Angelus Novus, que partía de textos de Walter Benjamin, Fernández Guerra vuelve al núcleo del asunto y Un tiempo enorme nace de nuevo como una metaópera, no solo en parte, sino de principio a fin. Sus largos años pasados en París han dejado en Fernández Guerra una profunda huella francesa en su manera de pensar, por lo que no es de extrañar que esta vez los textos, seleccionados y amalgamados por él mismo, procedan de Samuel Beckett (irlandés de nacimiento y francés de adopción), Alain Badiou (con su ensayo sobre Beckett, L’increvable désir) y —directo a los orígenes— Jean-Jaques Rousseau, en concreto su póstumo e inacabado Essai sur l’origine des langues où il est parlé de la mélodie et de l’imitation musicale, del que Fernández Guerra extrae frases lapidarias para cada una de las cinco escenas: “Hay lenguas favorables a la libertad”; “Los cantos que solo son agradables y no dicen nada, cansan”; “Es preciso que los objetos hablen para hacerse escuchar”; “Decir y cantar antes era la misma cosa”; “En las islas desiertas los solitarios olvidan su propia lengua”.
Sin demonio no hay fortuna estaba escrita para cuatro voces y 13 instrumentos; Tres desechos en forma de ópera, para dos cantantes y trío instrumental; Angelus Novus repetía la pareja de soprano y barítono, acompañados en esta ocasión por cinco instrumentos. Ahora, Un tiempo enorme reduce todo al mínimo y está concebida únicamente para soprano y clarinete, un límpido contrapunto a dos voces, un ejercicio de depuración al que se ajusta como anillo al dedo el título de uno de los epígrafes del citado ensayo de Alain Badiou: “La ascesis como método”. La elección supone ir más allá incluso de aquella seconda prattica de los integrantes de la Camerata Florentina que plantaron las semillas teóricas que acabarían germinando en los primeros experimentos operísticos: palabras situadas en un pequeño claro del bosque para transmitir su significado con la máxima nitidez. El complemento de lo que la clarinetista toca y la soprano canta en escena son frases de Badiou leídas por el compositor desde un lateral del escenario, invisible para el público (en Sin demonio no hay fortuna, sí se veía a Fernández Guerra sentado, como si estuviera siempre a punto de salir a escena). Y el principio de estas intervenciones, tras los primeros escarceos en solitario del clarinete, ya marca la pauta: “Un personaje no deja de ser aquel que dispone de un trayecto, una identidad y un parloteo cruel. Todo va a reducirse a la voz. Con el fin de retomarse y anularse, la voz debe entrar en su propio silencio; lo que ocurre es que este objetivo es inalcanzable”. Por último, después de cada una de las frases beckettianas de la cantante, extraídas de El innombrable, suenan parejas de aliteraciones contrapuestas: mundo/música, tribu/triste, tiempo/tiene, canción/cansada, entre muchas otras.
Mónica Campillo ha acompañado al compositor en sus últimas aventuras operísticas y está muy familiarizada con su lenguaje. Como en Tres desechos en forma de ópera, y al igual que en las Tres Piezas para clarinete solo, de Stravinsky, abundan los mordentes en la escritura instrumental, que exige al clarinete moverse con agilidad casi de malabarista en un amplio rango de tres octavas y adentrarse en todas las dinámicas posibles, aunque sin recurrir a técnicas contemporáneas. La gran y extraordinaria sorpresa de la representación ha sido la joven soprano francesa Manon Chauvin, que sabe convertir en propias todas las disquisiciones de este monodrama (“en clave de metaópera”), transmitiendo con dicción y afinación impecables las palabras de Beckett y Rousseau. No es fácil memorizar música y libreto, ni tampoco lo es cantar los intervalos y saltos a menudo nada cómodos que incluye Fernández Guerra en la escritura vocal, pero Chauvin, cuya voz sin apenas vibrato y emisión limpia revela que ha frecuentado especialmente la música antigua, demuestra sentirse muy cómoda en sus antípodas, en esta exploración de “los abismos de la voz como portadora de sentido”, y se lanza a cantar con arrojo los melismas más elaborados, que coinciden justamente con las palabras clave: “Voz”, “una soprano”, “cantar”, “espectáculo”. El clarinete parece empeñado en contar, en avanzar, con multitud de diseños breves, mientras que la voz se demora y habita en sus reflexiones, autorreflexiones casi siempre. Cuando uno y otra se remansan y se acercan al final de la quinta escena, las reflexiones sobre el silencio, los oyentes, el canto, las palabras han hecho nacer ya la ópera misma, un ensayo sonoro sobre la ópera que es, a su vez, una ópera.
La puesta en escena (o “apuesta en escena”, en irónica expresión del compositor) es también ascética, con una escenografía mínima, que incluye un perchero de alambre a la izquierda del escenario del que cuelgan cuartillas con la palabra “ópera” escrita en idiomas y alfabetos diversos. Empiezan y, después de colgados, acaban otra vez esparcidos por el suelo. A la derecha, una pequeña silla-banco diseñada por Manuel García de Paredes sirve de asiento para la clarinetista. No hay más. El blanco y el negro contrapuestos (o complementarios) del vestuario de Chauvin y Campillo parecen la continuación visual de las aliteraciones textuales. Por no hablar de la paradoja de que una ópera titulada Un tiempo enorme (la expresión “un temps enorme” aparece, casi como un mantra, un total de 55 veces en Comment c’est, de Samuel Beckett, y el propio escritor la tradujo al inglés como “vast stretch of time”) se estrene en una fundación llamada El Instante, la insólita creación de Cristina Pons y José María Sicilia que tiene su peculiarísima sede muy cerca de donde estaba antaño la Estación Sur de autobuses, en Madrid. Sus altos techos y sus paredes blanquísimas, su invitación a la creación radical en estado puro, parecen el marco ideal para esta apuesta por un género que interesa a Fernández Guerra como compositor, como antiguo gestor cultural, como enseñante (en junio impartirá un nuevo curso sobre ópera contemporánea en el Teatro Real), como crítico (desde estas mismas páginas) y como teórico, con numerosos artículos publicados durante años, sobre todo en la revista Doce Notas, y un libro al completo aparecido en 2009: Cuestiones de ópera contemporánea. Metáforas de supervivencia.
Allí hablaba del “legado macabro que deja una indecisión secular en nuestro país”, en todo lo relativo a la consolidación de la ópera española, una herencia que, claramente, él no ha querido perpetuar y que, pasando a la acción, ha hecho mucho por combatir. No puede ser casual que, en ese afán de supervivencia, su —hasta ahora— última ópera, este engañosamente modesto y autorreferencial monodrama Un tiempo enorme, que podrá verse de nuevo en el auditorio CentroCentro, sede del Ayuntamiento de Madrid, el 13 de abril, concluya con estas palabras: “No me importa fracasar, me gusta, pero quisiera callarme. Quizá lo han hecho ya y no me lo han dicho, quizá me han llevado hasta el umbral de mi historia. Hay que seguir”. También acaba así L’Innommable, de Beckett: “Il faut continuer. Je ne peux pas continuer. Je vais continuer”. Continuará.
Babelia
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