Pasión y muerte de Walter Benjamin
Jorge Fernández Guerra plantea el libreto de su tercera ópera como un monólogo a dos voces que bebe de distintos textos del intelectual
En 1921 Benjamin compró el dibujo que Paul Klee tituló Angelus Novus, el ángel de la historia, que parece a punto de alejarse de algo que está contemplando fijamente: “Al ángel le gustaría seguir ahí, despertar a los muertos y recomponer lo que ha sido destruido”. A partir de entonces lo acompañó como un fiel compañero de viaje: Benjamin se convirtió en un Wanderer, en un errabundo por una Europa que se encaminaba decidida a la catástrofe. Él, un arquetípico intelectual judío alemán, no encajaba en ninguna parte: “Con una precisión que recuerda a un sonámbulo, su inadaptación lo guiaba invariablemente al centro mismo de una desgracia”, escribió sobre él Hannah Arendt, con quien trabó amistad en el exilio parisiense de ambos. Las fotografías lo muestran sistemáticamente con la cabeza gacha, como aplastado por el peso de esa desdicha: su también amigo Gershom Scholem confesó que no recordaba “haberlo visto nunca caminar derecho y con la cabeza erguida”.
Fernández Guerra plantea el libreto de su tercera ópera como un monólogo a dos voces que bebe de distintos textos de Benjamin debidamente clarificados —como un buen caldo— y reordenados en una estructura dialógica. En muchos casos suena abiertamente aforístico: “En la historia, se salva lo que no ha sucedido”; “Ni los muertos estarán a salvo del enemigo si vence, y el enemigo no ha dejado de vencer”. Y los dos cantantes y los cinco instrumentistas cantan y tocan en todo momento, decididos a conformar una verdadera ópera, no un sucedáneo. Hay un especial afán de cantar, sin estadios intermedios (como el parlato o el Sprechgesang), y cuando Benjamin y su ángel lo hacen al mismo tiempo afrontan en general textos contrapuestos, si bien no faltan los dúos a la antigua usanza. Si en sus Tres desechos en forma de ópera la escritura instrumental recordaba especialmente a L'histoire du soldat de Stravinski, aquí suenan ecos del Concierto de cámara de Alban Berg, con una escritura más comprimida, también muy aforística, poblada de pequeños diseños que conforman un todo denso y transparente.
Ruth González y Enrique Sánchez-Ramos han ensayado sus muy exigentes partes a conciencia: aun teniendo por detrás a instrumentos y director, mostraron una seguridad extraordinaria y cuidaron la dicción, esencial en textos de tanta enjundia. En la Sala Negra de los Teatros del Canal, la parca escenografía (sillas desvencijadas con las patas truncadas, cuerdas, una maleta llena de libros, dos sábanas, un maniquí descabezado del filósofo a modo de Doppelgänger) y el vestuario son blancos. Vanessa Montfort utiliza todo, poco a poco, arropando visualmente los textos, y el ángel acaba envolviendo al final a Benjamin en la misma sábana blanca —ahora mortaja— de la que él había emergido al comienzo. Y mientras lo aleja del escenario, le canta: “Reposa, reposa”. Así lo hace desde que decidiera acabar con su vida en Portbou en 1940, bajo unos guijarros también blancos y una lápida gris en la que puede leerse un fragmento de sus mesiánicas y cabalísticas Tesis de Filosofía de la Historia: “No hay nunca un documento de la cultura que no lo sea al mismo tiempo de la barbarie”. Angelus Novus, un pariente lejano de El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, merece verse mucho más allá de este estreno madrileño: porque demuestra que es posible hacer ópera con pocos medios, sin las alharacas y los dispendios habituales, y porque nos invita a pensar sobre la Historia y, muy especialmente, sobre la historia reciente, que es aún la nuestra.
Babelia
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