El humor insolente de un catalán en Madrid
El cineasta Juan Estelrich, irreverente y provocador, dejó lo mejor de sus ocurrencias en las tertulias del café Gijón, de Boccaccio y del Cock
Onofre, el camarero de café Gijón, se acercó al pleno de la tertulia compuesta por periodistas, escritores, cómicos y magistrados de Justicia Democrática, y preguntó qué iban a tomar los señores. Cada uno expresó su deseo. A mí un agua mineral sin gas, a mí un té, a mí una tila, a mí una manzanilla, a mí un poleo. “¿Y a usted?”- le preguntó el camarero al cineasta Juan Estelrich. “En vista de que esto es una farmacia, a mi ponme un poco de tintura de yodo aquí en el cuello”, contestó. Esta respuesta, entre la ironía y el sarcasmo, era de importación catalana, similar al humor que gastaban en el periodo de entreguerras Santiago Rusiñol, Joaquím Mir, Miguel Utrillo, el filósofo Francesc Pujols y el escultor Manolo Hugué en la tertulia del restaurante La Punyalada, situado en el 104 del Paseo de Gracia en Barcelona. El poeta Joan Maragall tenía trece hijos. El filósofo Francesc Pujols, invitado un día a comer a casa, antes de sentarse a la mesa, felicitó muy efusivamente a Clara, la mujer del poeta. “Enhorabuena, señora, hay que ver, trece hijos y ninguno en la cárcel”- exclamó con admiración. Por aquella tertulia también pasaron en tránsito por la ciudad Rubén Darío, Pio Baroja y Valle-Inclán, tal vez sin entender esta ironía mediterránea.
El cineasta Juan Estelrich tenía algo de caballero feroz, irreverente y provocador, un gigante de mal vino, quien en las tertulias del café Gijón, de Boccaccio y del Cock dejó lo mejor de su humor cáustico cuando el alcohol todavía no lo cabalgaba. Era vástago de un ilustre prohombre de la Liga Catalana, secretario de Cambó, amigo y consejero de Juan March, el primer representante franquista en la Unesco, aquel Joan Estelrich, humanista, chueta mallorquín, hijo de un guardia civil, que mereció ser inmortalizado en uno de sus Homenots, por Josep Pla. En cierta ocasión este prócer dio una conferencia en Buenos Aires sobre el sentido moral del Quijote. Apenas comenzó a hablar le sorprendió que cada frase, aun la más sesuda, provocaba en el público una gran carcajada. Solo salió de su asombro cuando supo que tanta risa se debía a un error. En el anuncio de la charla en el periódico se leía: Juan Estelrich humorista en lugar de humanista. Franco lo detestaba porque en las audiencias, lejos de hablar muy nervioso como la mayoría ante el silencio y la fría mirada del dictador, este hombre se limitaba a permanecer también callado con los ojos hacia el techo. Durante un rato los dos permanecían con la boca cerrada, lo que creaba entre ellos una gran tensión. Al final Franco irritado se lo quitaba de encima y Estelrich salía del despacho sin perder la calma. Al menos eso contaba su hijo con orgullo en la tertulia del Gijón, deudor de su osadía y arrojo.
El cineasta Juan Estelrich (Barcelona, 1927- Madrid-1993) dedicó la mayor parte de su vida a la producción cinematográfica; es un eslabón necesario en la historia del cine español; trabajó como productor entre otros directores con Orson Welles, con Berlanga y con Luis Buñuel. En 1976, dirigió su única película, El anacoreta, con guion suyo y de Rafael Azcona; su protagonista, Fernando Fernán Gómez, obtuvo un premio en el Festival Internacional de Cine de Berlín. Con Azcona formaba una pareja singular y no se sabía quién imitaba a quién a la hora de descabalgar a cualquier imbécil con un comentario ácido; ambos personajes habían convertido las anécdotas de su vida en categorías para entender hoy un tiempo fenecido. Recuerdo a Juan Estelrich sentado en la partida de póker en el estudio del pintor Pepe Diaz. La mesa de juego estaba cubierta con un capote del torero Antoñete y mientras yo pensaba que la suerte del naipe sobre ese paño rosa era más azarosa que las cornadas de cualquier morlaco, Estelrich ante el capote chamuscado por brasas de cigarrillos decía: “dedicarse al cine en España es como ser torero en Chicago”. Durante la partida sonaban pasodobles y la novia del pintor, que era equilibrista en la Ciudad de los Muchachos, bailaba con la pata de una silla apoyada en la frente.” Lo malo de jugar al póquer borracho es que además del dinero te pueden quitar la borrachera”.- murmuraba Estelrich con las cartas en la mano. En un rincón del estudio dormitaba un perro pastor alemán, llamado Gogol. Cuando su amo, el pintor, perdía un envite aullaba de forma muy lastimera.
Vi a Juan Estelrich por última vez sentado en el café Gijón una tarde de aquel verano de 1993 en absoluta soledad, y en su mirada perdida por el ventanal, llena de tristeza, aparecía el signo de la derrota final, aunque esta vez aun sonrió con una displicencia sarcástica. “No sé si suicidarme o tomarme un whisky”, me dijo. Fueron sus últimas palabras. Y a los amigos nos dejó el recuerdo de su inteligencia, de su humor insolente a la manera catalana en la travesía de tantas noches pletóricas compartiendo los mismos restos del naufragio. Su hijo, el tercer Juan Estelrich, acaba de publicar un libro sobre su vida.
Babelia
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