‘La gorda Silvia’: un nieto recupera la memoria de su abuela desaparecida por la dictadura argentina
El fotógrafo Ezequiel Yrurtia expone en el museo de la ex ESMA de Buenos Aires una muestra sobre Alicia Delaporte, militante montonera secuestrada por el régimen argentino
— ¿Sabés por qué le decían la gorda a Silvia? Porque cuando se reía se le hinchaban los cachetes.
Alicia Delaporte era Silvia entre sus compañeros de Montoneros, el brazo armado peronista que tuvo protagonismo en la Argentina de los setenta y fue aniquilado por la dictadura. El 5 de julio de 1977, Delaporte fue secuestrada y desaparecida por militares en una pizzería de Munro, en la periferia de Buenos Aires. Tenía 33 años. Y dos hijos.
— Era alegre, ¿eh? Una persona que se pensaba las cosas.
— Una mina que jugaba al truco conmigo y me ganaba siempre.
Un coro de voces asoma de pequeñas cajas sonoras. A su lado hay fotografías de Alicia/Silvia rescatadas de álbumes familiares y enmarcadas ahora detrás de puertas, cajones y mirillas que esconden secretos. Forman parte de la muestra La gorda Silvia, mi abuela, exhibida en la ex Escuela Mecánica Superior de la Armada, donde funcionó el mayor centro clandestino de detención de la dictadura argentina (1976-1983). Los hijos, su ex pareja y varios amigos describieron a Ezequiel Yrurtia cómo fue esa mujer a la que él no llegó a conocer, Alicia Delaporte, su abuela paterna. De la reinterpretación de sus recuerdos nació la instalación artística.
— Cómo no volvía empecé a despertar a la gente y a gritar: ¡No volvió! ¡Mi mamá no volvió!
Esa noche de julio, Virginia tenía diez años. Su hermano Gonzalo, 12. Estaban con otros tres menores y un par de adultos. Ninguno de ellos era su padre: se había ido a Europa.
— Salimos rajando por unas vías. Era invierno, yo estaba descalza y me cagué de frío mal.
Virginia recuerda que llegaron a lo de Sofía, la casa donde tenían instrucciones de ir en caso de que algo saliese mal. Se habían aprendido el camino de memoria, igual que antes habían aprendido a callar sus propios nombres, a llamar como una desconocida a su propia madre, a limpiar las armas que había en casa, a llorar en silencio.
— Mi viejo no es que vino corriendo cuando desapareció mi vieja. Al margen de lo que pasó, tener a un viejo así nos terminó de cagar.
Trompetista de profesión, el padre de familia se distanció de su pareja cuando comenzó a militar y cruzó el Atlántico rumbo a Italia sin ella ni sus hijos.
— Ella estaba metida en cosas de política y lo único que le dije es: ‘Mirá, vos criticás lo que yo hago, pero vos posiblemente no estarás para siempre quedándote acá. Y así pasó’. Yo abandoné a mis hijos, pero ella los estaba abandonando como yo. Ella con la esperanza de arreglar el país, yo con la esperanza de arreglar la situación.
Las voces y las fotografías, distribuidas en dos grandes torres de cubos, forman una Silvia/Alicia poliédrica a lo largo de la muestra. Se entremezclan recuerdos llenos de amor y de odio. Una militante valiente que luchó por sus ideales y los de sus hijos y, a su vez, una persona que puso en riesgo sus vidas por esa militancia.
Un retrato de la pareja en su luna de miel aparece detrás de una puerta que no puede abrirse del todo y se refleja entre cristales rotos. Al abrirse un cajón, el movimiento echa a rodar una bala y un casquillo sobre la fotografía de los hermanos jugando. En la pared, sobre siluetas de desaparecidos, los visitantes escriben mensajes de aliento y exigen memoria para los 30.000 desaparecidos que las organizaciones de derechos humanos estiman que causó la dictadura.
Yrurtia había escuchado desde niño la historia de su abuela, sin llegar a entenderla del todo. Decidió sumergirse en ella cuando en 2017 recibió un audio del juicio por su secuestro y desaparición. En él, un médico contaba que Delaporte se había cortado las muñecas con las esposas y los militares la llevaron al hospital y forzaron al cirujano de guardia a atenderla. “La declaración es súper fuerte, lo que sucedió en el lapso de dos, tres horas en las que lo obligaron a curarla y ella le pidió que la matase”.
“Mi pregunta a todas las personas a las que senté era: ¿Quién es mi abuela? Pero no me quedé con una respuesta inamovible, sino con un montón de respuestas. Fue alguien a quien no conocí, a quien no abracé, que no sentí. Pero al mismo tiempo la llevo conmigo todos los días. Mi Silvia es una elección de abuela, yo elegí acercarme”, cuenta Yrurtia.
A medida que los sobrevivientes de la dictadura fallecen, sus descendientes toman el relevo como custodios de la memoria para que nunca más vuelvan a repetirse en Argentina crímenes de lesa humanidad. “Si la historia es un campo de batalla, hoy los nietos comenzamos a habitarla. Es una mirada con los ojos frescos, sin el drama vivido, y creo que tiene mucho que proponer a esa construcción de la memoria”, augura.
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