El cine de terror no asusta a la ciencia
Escritores, cineastas e investigadores debaten en Edimburgo las reacciones del cerebro ante una película de miedo
Un corazón adulto suele latir entre 60 y 80 veces al minuto. A no ser que se le exponga a la secuencia final de Hereditary. Mientras el joven Peter descubre la pesadilla que habita su casa, algunos espectadores notaron en su pecho hasta 164 golpes al minuto, según un estudio realizado por la productora en un preestreno en Gran Bretaña. El análisis registró a 20 asistentes al azar, de ahí que su valor científico sea muy relativo. Pero hace años que los expertos acumulan pistas y evidencias sobre cómo el cine de miedo sacude el cuerpo y el cerebro humano. Sudor, pánico, agobio. O, al revés, atracción y disfrute. Algunos lo adoran. Otros lo rehúyen. ¿Por qué?
Desde comienzos del siglo XXI, hasta hay un ámbito de investigación ad hoc: la neurocinemática estudia cómo las películas afectan a la mente del público. Y los filmes de terror ofrecen, quizás, el ejemplo más evidente. Uri Hasson, profesor de neurociencia cognitiva en la Universidad de Trento y uno de los primeros estudiosos de este campo, ya detectó la repetición de fenómenos muy parecidos en el cerebro de quienes asisten a un filme de miedo. Y, el pasado viernes, el festival de cine de Edimburgo —al que este diario ha sido invitado por la organización— también quiso aportar su granito de arena: en el encuentro The Science of Scary (La ciencia del miedo), juntó a directores y escritores de terror con un neurocientífico, en busca de respuestas.
“Una película de miedo llega tan rápida al cerebro que no le permite un trabajo previo”, aseveró Gilliard Lach, investigador de la Universidad de Edimburgo. El estudioso explicó que el llamado jump scare —susto repentino— golpea directamente la amígdala, donde se procesan las emociones, y genera la conocida como reacción de lucha o huida: ante una amenaza inminente, la mente prepara a toda prisa su dueño para batallar o marcharse. El cerebro ordena bombear adrenalina, el corazón se acelera, el oxígeno fluye copioso y los músculos funcionan a pleno rendimiento. Aunque Freddy Krueger solo esté en la pantalla, el aterrado asistente está listo para vender cara su piel. O para poner tierra de por medio. En el mismo certamen, ante la proyección de La cabina, claustrofóbico mediometraje de Antonio Mercero de 1972, unos cuantos escogieron la segunda opción.
Otros, en cambio, reaccionan gritando. Para Lach, es todo un acto de altruismo: “Somos animales sociales y así comunicamos a los demás la presencia de un peligro y los invitamos a estar alerta”. Solo al cabo de un rato, según el investigador, interviene la parte más racional del cerebro. La mente compara lo que ha visto con las memorias almacenadas en el hipocampo y constata que el asesino de Psicosis no va a acuchillarle. Al fin, el espectador se relaja, hasta el siguiente susto. Así, además, las películas de terror ejercen de vacunas, según un artículo publicado en Forbes el año pasado: los golpes controlados de ansiedad y estrés que el público experimenta, en el contexto seguro de una sala, pueden ayudar a prepararse para la vida real.
Algo parecido defendió la socióloga Margee Kerr en el libro Scream: Chilling Adventures in the Science of Fear, donde también apuntaba que superar indemne un susto produce satisfacción, al igual que la supervivencia de los personajes al final de la película. La experta sostiene además que las conexiones entre asistentes a una sala que se generan bajo estrés resultan más profundas. A la vez, una exposición al terror prolongada, como con las gemelas de El resplandor o la niña de El exorcista, afecta según Lach a otros sentimientos: el cerebro tiene el tiempo de entender la situación, empatizar con los personajes en peligro y asumir la frustración de que no puede hacer nada para ayudarles. Por eso, en el encuentro, la escritora de miedo Anne Billson subrayó que el horror razonado añade nuevas dimensiones: en el filme de culto de William Friedkin o en la más reciente Babadook, por ejemplo, el terror procede también de la inquietud que produce una madre desesperada por comprender qué le ocurre a su hijo.
Pero, ¿puede tanta adrenalina fílmica convertirse en una adicción? “Por supuesto”, contestó Lach. Bien lo saben los fans acérrimos del género. Aunque también existe el riesgo del efecto inverso: un aumento de la ansiedad latente, que se sume a la que el espectador ya tenga acumulada por su cuenta. O, a veces, una tensión que se prolongue más allá del final del filme. Aquella por la que uno procede con cautela incluso en el pasillo oscuro de su casa y, de golpe, enciende la luz: no vaya a ser que le espere la bruja de Blair.
Babelia
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