“América es un país que quizá no pueda ser otra cosa que violento”
Jennifer Egan reconstruye el Nueva York de la Segunda Guerra Mundial en 'Manhattan Beach', la novela más clásica y ambiciosa de la hasta posmoderna autora
En algún lugar de la bohemia y poco iluminada South Portland Street, cerca del coqueto Café Paulette y de la librería Greenlight, en el corazón del viejo Brooklyn, hay una casa que se resiste a que las cosas acaben. Un par de coronas navideñas siguen decorando el portal, y, a los pies del mismo, un gato de cerámica finge juguetear con una calabaza de Halloween. Cuando anochece, las bombillas que recorren la escalinata se iluminan. Dentro, hay un trineo en el pasillo, junto a las escaleras, y soldaditos de plomo en el salón. Un piano, discos de Fleetwood Mac, viejos cuadros de una vieja galería, un Monopoly. Cientos de pequeños tesoros, aquí y allá. Como Sasha, el inolvidable personaje de El tiempo es un canalla, cualquiera diría que a Jennifer Egan (Chicago, 1962) le gusta rodearse de recuerdos de otros. En el fondo, de alguna manera, dice, siempre está a vueltas con el pasado. La literatura para ella es, asegura, intentar explicar el mundo, reunir piezas, como el paleontólogo reúne huesos, para darle sentido a las partes de lo vivido. ¿Que por qué se ha ido tan lejos esta vez? ¿Que por qué reconstruye en Manhattan Beach (Salamandra, traducción de Carles Andreu Saburit) cómo vivió América, y en concreto, Brooklyn, la ciudad de Nueva York, la Segunda Guerra Mundial? En realidad, confiesa, después de su segunda taza de té de jengibre, para entender (y perdonar) a su padre.
“Sé que es un cambio radical. Pero me gustan los cambios. Cuando empiezo a acostumbrarme a algo, literariamente, siento la necesidad de cambiar. Así que es muy probable que a aquellos que amaron El tiempo es un canalla, toda su jerga posmoderna, la ironía feroz, no entiendan por qué este libro – Manhattan Beach – es tan clásico. Pero a todos ellos les diré que no podía ser de otra manera. Intenté que fuera irónico, quise reírme de todo, adoro el sentido del humor y en mi obra está por todas partes, pero en este caso simplemente no tenía sentido, chirriaba, lo destruía”, se explica. Está sentada a una mesa, en la cocina que en realidad es parte del salón y en la que también hay un enorme sofá con vistas al patio trasero por el que corretea su gato. Hay dos chimeneas en la estancia, pero en ninguna crepita el fuego. “Al fin y al cabo se trataba de hablar de la guerra”, dice. ¿Por qué? ¿Qué le llevó a querer contar la historia de la primera mujer buzo, y mecánica de barcos de guerra, en el puerto de Brooklyn? “No era sólo su historia. Era Nueva York entonces. Supongo que todo empezó el 11-S. El 11-S, Nueva York se convirtió en zona de guerra. Pensé entonces que América nunca había vivido una guerra en su territorio. Y me pregunté cómo había sido, sin embargo, cuando el mundo entero estaba en guerra, y ella también, pero en la distancia. Y me puse a investigar”, cuenta.
Entre 2004 y 2010, Jennifer Egan, a quien cambió la vida leer La casa de la alegría de Edith Wharton y Submundo de Don DeLillo, entrevistó a extrabajadores y extrabajadoras del puerto de Brooklyn de la época, que son memoria viva y está desapareciendo “sin que se haga lo suficiente por conservarla”. Con sus recuerdos, construyó los de Anna Kerrigan, la valiente chica buzo que no se conforma con medir piezas de barcos que integrarán futuras flotas de guerra – el trabajo de sus desconfiadas compañeras, las casadas – y esperar a que algún chico la conquiste. Anna quiere llegar lejos y, para hacerlo, necesita sumergirse en el mar. “No es casualidad que, cuando alguien quiere llegar hasta el fondo de algo, se utilice un campo semántico submarino”, asegura la escritora. De hecho, Anna está buscando algo. Su padre, con quien tuvo una relación idílica, de quien fue casi su mejor amiga, siendo niña, desapareció. Se había metido en negocios un tanto turbios para poder devolver a los suyos a flote. La pequeña de la familia, Lydia, tiene parálisis cerebral, y necesita un cuidado constante. El Crack del 29 dejó a los Kerrigan en la cuneta. Digamos que Eddie no tuvo otra salida. “Sin Lydia no existiría la novela. Todo pasa por ella”, apunta Egan. Se levanta. Mete algo en el horno. Sus hijos y su marido están a punto de llegar. Quiere tener la cena lista.
En mis novelas siempre ha habido padres ausentes y no es por casualidad. Mis padres se divorciaron cuando yo era niña, y me fui a vivir con mi madre a California mientras mi padre se quedaba aquí y entraba en una espiral de alcohol y autodestrucción Jennifer Egan
Era inevitable, dice, que la mafia apareciese en la novela. Los años de la guerra fueron también años de enfrentamientos entre mafias. De un lado estaba la italiana, del otro, la irlandesa. Dexter Styles, el personaje que llevó a Eddie a los bajos fondos, reaparece en la vida de Anna cuando ésta empieza a ganarse el respeto en el embarcadero – “los hombres no querían perder sus privilegios, y les costó aceptar que una mujer pudiese hacerlo incluso mucho mejor que ellos”, acota –, y la trastoca por completo. “Hay cierto paralelismo entre aquella época y el presente. De hecho, Donald Trump es un gánster de la vieja escuela”, dice. “En su momento no entendí cómo pudo salir elegido, pero después de haber escrito Manhattan Beach no sólo lo entiendo, sino que me parece lo más lógico. América es un país nacido de la violencia, que ha crecido siendo violento, y que quizá no pueda ser otra cosa que violento. Porque creíamos haberlo dejado todo atrás, incluidas las cosas que han salido a raíz del #MeToo, pero sigue todo aquí”, se explica.
Revisitar el pasado también le permitió conocer a su padre, irlandés americano, tan parecido al propio Eddie que podría ser él mismo. “En mis novelas siempre ha habido padres ausentes y no es por casualidad. Mis padres se divorciaron cuando yo era niña, y me fui a vivir con mi madre a California mientras mi padre se quedaba aquí y entraba en una espiral de alcohol y autodestrucción de la que nunca dijo nada. He entendido, escribiendo esta novela, que era así, que no pudo haber sido de otra manera, y que debo perdonarlo porque nunca fue su intención hacerme daño”. El timbrazo del horno la avisa de que algo está listo. Se oye una llave en la cerradura. Nueva York, la ciudad de la que se ha vuelto a enamorar durante la escritura de esta novela – “me tiene completamente fascinada, cada día más”, añade – sigue envejeciendo ahí fuera.
A vueltas con la Gran Novela Americana
Jennifer Egan nació en Chicago pero creció en San Francisco y cuando se le pregunta si al enfrentarse a su ambiciosa Manhattan Beach era consciente de estar escribiendo algo así como la primera Gran Novela Americana del siglo XXI, contesta que en realidad, siempre está intentando hacerlo. "Siempre pienso en América cuando escribo, considero que es mi trabajo hacerlo. Observarla y describirla", dice. Egan, que escribe a mano – y entre cinco y siete páginas al día –, le quita importancia al hecho de que siempre que se habla de alguien escribiendo una de esas famosas Grandes Novelas Americanas, se habla de un alguien masculino. Lo que más le fascina de su país es la facilidad con la que cualquiera puede convertirse en personaje, construirse una ficción en la que encaje. "América está repleta de gatsbys. Hasta mi fontanero es uno", dice. Abre el horno. Grita que la cena está lista. Se oyen pasos en la escalera enmoquetada.
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