‘Catenaccio’ Goya
Acertaron Abril y Buenafuente al iniciar la gala con la escena que esperan los espectadores: viaje de regreso a casa de los presentadores
Acertaron Silvia Abril y Andreu Buenafuente al empezar los Goya con la escena que siempre esperan los espectadores cuando se enfrentan anualmente al televisor: el viaje de regreso a casa de los presentadores. Acertaron porque nosotros, los despiadados con Twitter y Whatsapp, pudimos ponernos por unos instantes en el lugar de ese matrimonio de cómicos dentro de un coche hablando de lo que hicieron mal, saliendo de una gala cuya razón de ser para la mitad de España es su concienzudo despellejamiento, la mayor parte de las veces con razón.
Ello ha motivado una psicosis en los presentadores según la cual no hay que triunfar de ninguna manera, sino evitar el naufragio. Así es difícil trabajar, pero se trabaja: lo que es imposible es lucirse, porque a eso se renuncia. Abril y Buenafuente aparecieron en el primer gag como los peores presentadores de la historia, brillante cameo de Reyes y Sevilla mediante, y a partir de ahí se dedicaron a remontar con éxito. En eso consisten los Goya: remontar las galas anteriores, las expectativas funestas, los prejuicios y el tiempo, sobre todo el tiempo. Ni Groucho Marx, como quiso hacer con inteligencia Buenafuente, tiene a un público entregado cuatro horas.
Los presentadores se fueron entonando desde el monólogo inicial hasta su divertidísimo streaptease (se rió incluso Almodóvar, cuya alma parecía estar paseando por un cementerio de Campo de Criptana), confirmando la verdadera maldición de los Goya: cuando empiezas a brillar, ha pasado tanto tiempo que el espectador ya sólo piensa en prenderse fuego. Si no se parecieron a las estatuas que los fans han hecho de ellos, al menos Silvia Abril y Andreu Buenafuente no fueron otra cosa; fueron fieles a ellos mismos dentro de un formato endiablado que recomienda catenaccio (un catenaccio que se extendió a reivindicaciones políticas y sociales, casi todas amortiguadas, total para que la más arriesgada -propalestina- terminase pidiendo que Israel no fuese a Eurovisión: no, mira, Israel que pringue, como pringamos todos). Tan airosa y celebrada salió la pareja que bien pudo regresar a casa con chófer, sin tener que conducir ellos como en la primera escena: elegir servicio de transporte este fin de semana y grabarse en él también está en los límites del humor.
Hubo grandes momentos, y no caben todos aquí. El más imperecedero fue el de Jesús Vidal, un actor discapacitado que dijo a sus padres, con el premio más importante del cine español en las manos: “Yo quisiera tener un hijo como yo para ser unos padres como vosotros”. El homenaje a Ibáñez Serrador, por supuesto, que de tan postergado quedó mucho más emocionante, aunque conviene no arriesgar tanto. Rosalía salió a hacer ese trabajo suyo de ser diosa, un empleo de locos. Ver a José Coronado siempre invoca aquel verso que Borges escribiría hoy así: “Pensar de tarde en tarde en José Coronado es una de las buenas costumbres que nos quedan”. Y Amaia. Si de algo abusan estos espectáculos es de presentar el conflicto entre actores, las supuestas improvisaciones o los fingidos errores técnicos tratando de convencer al espectador de que es verdad, de que “esto no está preparado” con insistencia machacona, como si fuésemos niños del cinco de enero. Y allí salió Amaia a decir que no, que se había estropeado una canción y que había que volver a empezar. Supimos que era verdad porque no avisó de que no estaba preparado: supimos que era verdad porque no tuvo necesidad de aclararlo. Así funcionan siempre las cosas.
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