Brújulas en la deriva
El extranjero que visita la feria detiene inevitablemente la mirada en los libros de su tierra, que son a la vez fuertes raices, grandes vacíos y brillantes guías
El extranjero que pasea por una feria literaria, inevitablemente, detiene la mirada sobre los libros de su tierra un poco más que en el resto. Por muy cosmopolita que sea o pretenda ser, por muy arraigado en otra sociedad, el magnetismo es irresistible. Ciertos títulos son las raíces que lo sujetan; otros, los nuevos, los que no leyó, encarnan el vacío que lleva dentro, su existencia que no fue.
El italiano que se desliza estos días por las casetas del Retiro trota más bien desasosegado. La tensión que deprime su país hace mella. La parece hallar un muy apropiado punto de partida para su personal periplo en el Diccionario de la estupidez de Piergiorgio Odifreddi (Malpaso), esa peculiar ráfaga de veneno antisuperficialidad tan acorde a nuestro tiempo. Ataca, desde la ciencia y la inteligencia, la negligencia de la voluntad y la razón. Pero, ay, en su noble afán, a veces también parece caer en una suerte de populismo –esa tentación que parece permearlo casi todo hoy-.
En la caseta siguiente, el paseante distraído se refugia en los Diálogos Morales de Giacomo Leopardi, aptos, esos para cualquier tiempo y espacio. Se fija uno en ese Cristóbal Colón que dialoga con Pedro Gutiérrez, y le confiesa sus profundas dudas sobre si realmente alcanzarán una nueva tierra occidental. Y con él duda el paseante, no ya de si su buque alcanzará tierra occidental, si no de si Occidente sobrevivirá a la actual travesía sin tirar por la borda los valores que le definen. El Colón de Leopardi termina su diálogo instalado en la duda, pero se percibe también esperanza. Cree detectar un nuevo sabor y patrón de los vientos, diferente de los que marcaron semanas de navegación en alta mar…
Y ahí llegan los Escritos Corsarios de Pasolini y halla, el paseante que ya se siente navegante, una fantástica carta abierta dirigida a Italo Calvino. Pasolini se defiende ahí ante la acusación de tener nostalgia de una vieja pequeña Italia. Él no tendría nostalgia; sí la tiene el navegante de un tiempo en el que titanes como Calvino y Pasolini debatían de todo, públicamente, en los periódicos.
Prosigue la ruta y, como no, aparecen todos los célebres contemporáneos, Tabucchi, Camilleri, Starnone, De Luca. Elena Ferrante, muy presente, no puede compensar el gran desequilibrio de género. ¿Qué esperar de un país en el que el sedicente gobierno del cambio contiene solo 5 ministras sobre 18 carteras? Más motivos de desasosiego.
A medida que avanza, el navegante empieza a notar otra ausencia importante. Pasan las casetas, decenas de casetas, y por mucho que uno se fije, no está. ¿Ya no interesa? ¿Nunca interesó? ¿Nadie lo compra? Hasta que, unas 160 casetas después, por fin lo encuentra. Dante. Hay trampa, es la caseta de la librería italiana. Pero reconforta igual, como a Dante la ayuda de Beatriz (esa pulcra metáfora, vagamente sexual: “Como las florecillas, inclinadas y cerradas por la escarcha, se abren erguidas en cuanto el sol las ilumina, así creció mi abatido ánimo”). Y piensa uno que, en el fondo, ciertos libros son brújulas que señalan el norte en cualquier tipo de noche y deriva. Basta con fijarse.
Babelia
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