Lia Rumma: “Afortunadamente, los sueños nunca se acaban”
La galerista y coleccionista está embarcada en la fundación de un centro de estudios para el arte contemporáneo italiano
Del mismo modo que Carmen Balcells contribuyó decisivamente a la fama a ambos lados del Atlántico del “boom latinoamericano”, aquel hipnótico movimiento que vino a hacer saltar por los aires en los sesenta el arte italiano nunca habría sido posible sin la invención de Marcello Rumma, paradigmático coleccionista y mecenas que falleció en 1970 a los 27 años. “Arte povera” fue el nombre, cortesía de Germano Celant, que recibió una revolución en la que a la creación le bastaba con materiales pobres y humildes. La antorcha la porta medio siglo después la esposa, Lia Rumma, famosa por coleccionar con carácter, gusto y criterio, y por su aplomo al superar las adversidades.
Emprendedora con valor propio, Lia Rumma vive en un piso del esplendoroso palacio Donn’Anna, propiedad mandada construir en el siglo XVII por Anna Carafa, duquesa de Stigliano, que estuvo casada con el célebre español Ramiro Núñez de Guzmán, virrey de Nápoles.
Este 2018 se cumple medio siglo del proyecto original: Arte Povera + Azioni Povere, un evento de tres días que tuvo lugar en el revoltoso 1968 en Amalfi. Y como testigo de ese paso del tiempo está la experiencia de Rumma, quien, antes de que se convirtieran en monstruos sagrados en el mercado global, dio un impulso muy especial a artistas contemporáneos de la talla de William Kentridge, Giovanni Anselmo, Vanessa Beecroft o Anselm Kiefer.
Con la elegancia que le es inherente y vestida de negro, nos recibe con el Vesubio como escenografía. Lia no teme el paso del tiempo, como demuestra en la charla celebrada en italiano y que va cogiendo confianza a medida que avanza en el relato de la película en la que se ha convertido su vida. “Tengo una visión que apunta al nivel internacional, pero he trabajado siempre con los artistas italianos, tanto históricos como jóvenes. Y ahora estoy siguiendo a un grupo de creadores jóvenes, tales como Domenico Antonio Mancini, Marzia Migliora y Luca Monterastelli”, dijo el pasado día 28.
Hija de un intelectual estudioso del latín y fanático de Dante, creció recorriendo el globo. Así, entre jardines oníricos, artistas consagrados, pensadores de prestigio y la nada despreciable cifra de nueve hermanos, maduró una veta que le ha llevado a perderse en la naturaleza y a soltar su imaginación, sin dejar de lado la inteligencia práctica: “Soy galerista porque soy coleccionista y, pese a que me cuesta tremendamente desprenderme de mis obras, para poder comprar tengo que vender”.
Referente en el coleccionismo de élite por su ojo audaz, moderno, lúcido y arriesgado, que no temerario, Rumma cree y practica una vieja máxima de Picasso: “Más que buscar arte, lo encuentro”.
Se emociona al recordar la obsesión de su padre por la cultura como fuente última de la autonomía personal. Y cuando recuerda cómo, después de que su familia se trasladara de Salerno a Como, conoció a Marcello, “un joven brillante, bien parecido y visionario”.
Entornos intelectuales
“Los dos proveníamos de entornos de intelectuales, aunque a él entonces le interesaba tanto más que a mí el arte contemporáneo respecto del clásico. Y con el poco dinero que juntábamos íbamos comprándoles obras, en cuotas, a nuestros amigos”, explica.
De aquellos inicios llenos de sueños y de privaciones económicas surgieron varias exposiciones que derivaron en el nacimiento del arte povera, en la llegada de sus mitos (Mario Merz, Jannis Kounellis, Luciano Fabro...) al olimpo y, posteriormente, en la creación de una casa editorial que publicaría textos canónicos de arte, estética y filosofía, a caballo entre Eugene Fink, Marcel Duchamp y Michelangelo Pistoletto.
En octubre de este año, Salerno, Amalfi y el Museo de Arte Contemporáneo Donnaregina (Madre) de Nápoles recordarán a Marcello con una serie de actividades y exposiciones en memoria de su florida herencia. Lia siente orgullo y agradecimiento, aunque no puede evitar recordar cómo, tras la muerte trágica de su marido, la familia Rumma se llevó del apartamento compartido con Marcello toda la obra que habían juntado en cinco años de esfuerzo.
Que entre aquella depresión y esta luz que la ve brillar con jovialidad cotidiana haya sucedido todo lo que sucedió es poco menos que milagroso. “Tengo galería en Milán y en Nápoles, y claro que vendo, pero lo que más me importa es dar a conocer a mis artistas”, declara, antes de rematar: “No es un gran anhelo exponer la colección fuera de Italia, pero deseo fundar un centro de estudios para el arte contemporáneo italiano, una tarea en la que estoy embarcada y para la que espero contar con salud y energía porque lo que quiero es ser parte de lo que pasa ahora y conocer e incentivar a los artistas y coleccionistas jóvenes. Afortunadamente, los sueños nunca se acaban”.
Y esto último, bien lo saben quienes hayan descubierto gracias a ella a Thomas Ruff, visto las instalaciones de Kentridge en mosaicos que Lia hizo posibles, o disfrutado la impresionante obra Seven Heavenly Places, que Kiefer colocó en el Hangar Bicocca de Pirelli, en Milán.
Babelia
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