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Café Perec
Columna
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La plaza irremediable

He entrado en el libro que ha publicado Raúl Hevia sobre Saint-Sulpice, y ya no puedo salir de él, ni de ese seductor lugar parisiense

Enrique Vila-Matas

He entrado en el libro que ha publicado Raúl Hevia sobre Saint-Sulpice, y ya no puedo salir de él, ni de ese seductor lugar parisiense, donde la suma de todas las partes lleva a la posibilidad de la plaza misma. Fue Ruiz de Samaniego en Lisboa, en la Plaza del Rossio –otra plaza europea capaz de interiorizar en nosotros toda la memoria del mundo–, quien primero me habló de La repetición. Tentativa, el libro de Hevia: una radiografía en el tiempo y en el espacio de la Plaza Saint-Sulpice y también –como ya hiciera Perec en los años sesenta en su Tentativa de agotar un lugar parisino– un nuevo intento, durante tres días seguidos, de tratar de anotar minuciosamente la vida de esta plaza “lo que generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada…”.

Hevia repite esa tentativa en octubre de 2013, pero antes define de antemano su relación con la repetición, en la que cree que habita siempre una imposibilidad, quizás lo que más le seduce de ella, tanto como el hecho de que “sentarse tres días seguidos en una plaza es de por sí una aventura, también una temeridad”. Y mientras se prepara para “agotar el lugar” en el que sospecha que pasan muchas cosas y a la vez no pasa nada, se pasea por todas partes tomando notas breves, como estas: “La plaza es irremediable”. “También Baudelaire se bautiza aquí”. “La plaza es el universo”. “Plaza Saint-Sulpice, trazada en 1754”.

Hevia sabe tanto sobre ese lugar parisiense que ya solo le ha faltado decirnos que el organista de la iglesia es el virtuoso Daniel Roth. Entre otras cosas, Hevia nos viene a decir que cuando te sientas en el Café de la Mairie a ver qué es lo que pasa, descubres que estás hecho para ver pasar el tiempo.

Hasta ahora para mí Saint-Sulpice era esencialmente el lugar en el que un día había visto pasar a Catherine Deneuve con gafas oscuras. Una visión que me ha perseguido el resto de mi vida, pues a partir de aquel día, siempre que iba a la plaza, me comportaba como si me hubiera implantado en el brazo un sensor de temblores que fuera a permitirme saber si había posibilidades de que Deneuve volviera a pasar por allí.

La verdad es que Saint-Sulpice parece siempre llena de personas que se hayan implantado ese sensor y estén a la espera. A todas les recomiendo que, para hacer tiempo, se dediquen a leer fragmentos del libro de Hevia y a levantar la vista de vez en cuando: “Aquí estuvo Chun En-Lai, recién salido de la cárcel”. “Vecino del barrio, Maurice Blanchot se cita con sus amigos en el Café de la Mairie, en 1958”. “Azorín y Baroja adoraban la plaza”. “Pizarnik alquiló una habitación frente a la iglesia”. “Todo el mundo ha pasado o pasará antes o después por la plaza Saint-Sulpice”.

La repetición, como la plaza, no tiene fin, y son infinitas las historias de su pasado. A Beckett le gustaba mostrar a sus amigos el demencial retrete del café de la Mairie. Y parece ser que fue en ese lavabo donde nuestro Max Aub anotó en su diario parisino: “El hombre es el único animal que ha nacido para ver pasar el tiempo”.

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