El último beso de Bonnie & Clyde
Una decena de fotografías antiguas expuestas en Texas revive el mito de la icónica pareja de criminales
Primero el beso, luego la muerte. La historia de Bonnie y Clyde fue más que nada una carrera entre el amor y las balas. Durante dos vertiginosos años, la pareja hizo del crimen un modo vida. Robaron, secuestraron, asesinaron. Y huyeron. Nunca dejaron de huir. Su permanente fuga o, lo que es lo mismo, la gigantesca persecución a la que fueron sometidos elevó a leyenda sus biografías de atracadores de poca monta. Una fama que ellos mismos, en la era de Al Capone y John Dillinger, ayudaron a tallar con su pasión por ser fotografiados.
Ante la cámara jugaban al estereotipo. Posaban como imaginaban que debían posar los bandidos y héroes del celuloide. Fueron, sin saberlo, una metáfora de sí mismos. Hicieron soñar y, empujados por su trágico final, entraron en la iconografía del siglo XX. Imitados y parodiados hasta la saciedad, cuando ya se creía que el mito no daba más de sí, ha emergido una partida de imágenes antiguas que ha revivido su memoria en Estados Unidos.
La colección ha sido expuesta y vendida en la galería PDNB de Dallas (Texas). Bajo el título de Bonnie & Clyde: El Fin, ofrece un repaso sorprendente, aunque no inédito, de los días finales de la pareja. Hay capturas de sus cadáveres ensangrentados y de mirada lunar; la ficha policial de Clyde, su último coche, un Ford V8 Sedan acribillado, y retratos de los orgullosos agentes que les ejecutaron de 187 balazos el 23 de mayo de 1934 en Gibsland (Luisiana). Pero la joya es una foto de los dos besándose. Él, de frente; ella, de espaldas. El lugar es desconocido. Un descampado. Clyde lleva un puro, Bonnie su eterna boina. La sombra de ambos dibuja un solo cuerpo.
“No sabemos quién tomó la imagen, creemos que un miembro de la banda y la situamos en 1933, pero se sabe poco. Las imágenes fueron entregadas al vendedor por su tío, hoy muerto, y este decía que las obtuvo de un amigo que trabajaba en un periódico del sur de Texas”, señala a este diario la galería, que explica que las capturas ya eran conocidas por los especialistas.
Sostenida por la imagen de los amantes, la exposición tuvo un éxito inmediato y no tardó en hallar un comprador: un director creativo de Dallas, que prefiere guardar el anonimato. “Cuando entré en la exposición no sabía más que otros de Bonnie y Clyde. Pero cuando vi las fotos, a ellos tan jóvenes y muertos, entendí que se trataba de una tragedia. Era Shakespeare. Visité su tumba y decidí adquirir el lote”, explica a EL PAÍS.
El precio pagado por las 10 fotografías es un misterio. Su dueño asegura que las quiere para tenerlas en casa y disfrutarlas. Son un recuerdo de una gloria pasada y, como él mismo comprador reconoce, quizá excesivamente idealizada.
Bonnie y Clyde, más allá de su recreación cinematográfica, fueron seres de aluvión. Dos jóvenes sin rumbo que se conocieron a principios de 1930 en los arrabales de Dallas y cuya acelerada existencia sólo se vio interrumpida por los dos años que Clyde pasó en la cárcel por el robo de un coche. Un encierro terrible, donde fue sodomizado y cuya salida marcó el comienzo de su leyenda criminal. Mataron a 13 personas y en una espiral suicida desencadenaron una de las mayores movilizaciones policiales de la época.
La persecución les idealizó. En los albores de una era visual ofrecieron de sí mismos un cuadro tan frenético como romántico. Ella incluso encarnó un nuevo ideal femenino. Era atractiva, vestía a la última, fumaba y empuñaba armas. Un espejismo que ocultó lo que sabía muy bien la policía que les emboscó. Bonnie ni fumaba ni sabía disparar. Tampoco vivían en el lujo. Les acompañaba una banda de desharrapados, comían en cualquier rincón y asaltaban incluso a quienes eran más pobres que ellos. Eran miserables en tiempos de miseria. Pero de ellos quedó otra cosa. Al morir, Bonnie Elizabeth Parker tenía 23 años, y Clyde Chestnut Barrow, 25. Habían vivido rápido, habían muerto jóvenes. Eso les hizo eternos.
Babelia
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