“El amor que duele carga bien la voz”
No tenía idea de lo que era la ópera hasta que le dijeron que podría hacer carrera dentro. Se ganaba unos pesos cantando en grupos de pop y de música ligera para pagarse los estudios. El empleo de su padre en una central nuclear de Veracruz (México) y las labores de su madre como ama de casa no daban para mucho más. Hoy es un tenor superdotado en templos como el Metropolitan de Nueva York, donde ha sido uno de los tres únicos fenómenos que ha dado un bis por aclamación en la historia del teatro. Fue durante una representación de La Cenerentola (Rossini), en 2014. Javier Camarena (Xalapa, 1976) es la estrella ascendente de la ópera mundial. ¿Un divo sin límites? “En el escenario es donde se demuestra eso, pero en la calle hay que tener los pies en el suelo”, dice en una de las salas de ensayo del teatro Real de Madrid.
Pregunta. ¿Cree que el éxito le ha llegado a tiempo?
Respuesta. Habría que ver qué entendemos por éxito. Triunfé desde que hago lo que me apasiona. La gente aprecia mi trabajo, mi manera de decir y comunicarme a través de la música. Llevo la mitad de mi vida metido en esto: 20 años. Estas cosas que han llegado últimamente se han plantado en buen momento, con la madurez suficiente. Con la conciencia de que puedo mejorar, no para crear fama y echarme a dormir. Disfruto lo que sé que se puede disfrutar.
P. ¿Podríamos decir que una de las claves para digerir bien el éxito es no creer en tus propias posibilidades?
R. Tener los pies bien plantados en la tierra, diría yo. Mi familia, el camino con altas y bajas me ha hecho ser sincero conmigo mismo y saber que si me tropiezo no es porque alguien me anda distrayendo, si no porque no miré bien por dónde pisaba. Asumir las cosas buenas, no porque el mundo me las debe.
P. ¿Cómo es su familia para que le enseñara tan bien esas claves?
No soy monedita de oro para que todo el mundo me quiera. El divismo se demuestra con los pies en el escenario, pero también en el suelo
R. La serenidad viene de mi papá, que fue técnico en una planta nuclear en Veracruz. Tiene su carácter. La del temperamento es mi madre. Ha tenido que vivir con tres varones y emplear mano dura. Aunque controladitos nos tenía.
P. ¿De dónde saca usted todos esos agudos?
R. De un proceso… Mi maestra en Xalapa, cuando tenía 19 años, me dijo que podría llegar a algo en esto de la ópera. Yo no sabía ni qué era. Estaba en el pop, en Willie Colón, en Maná o las canciones de la Iglesia. Cantaba y por ahí sacaba dinero para la escuela. Había oído de Plácido Domingo por un disco de canciones para niños. Poco más. Los primeros años a mí no me gustaba mi voz. Tenía una técnica un tanto nasal: sonaba a pato. Lo que ustedes escuchan hoy me ha costado 15 años de trabajo.
P. ¿Se considera, a día de hoy, un tenor sin límites?
R. Me centro en un repertorio belcantista, por ahora. Ahora me dirigiré a un espacio más lírico. La propia voz, dirá. Necesitas armas antes de meterte en cosas complejas. Solvencia técnica, madurez vocal.
P. ¿Cuánta porción de miedo influye en que ese chorro de voz se corte?
R. Por ahora, no. Sé reconocer cuando estoy cansado y no puedo seguir. Llegará un día en que el cuerpo limitará reflejos y posibilidades. Hoy trato de que ese momento se presente lo más tarde posible.
P. ¿Le enseñaron a ser más cauto que audaz?
R. Uno no puede hacer lo que se le dé la gana y no asumir las consecuencias. Tuve la gran fortuna de tener a Cecilia Perfecto al principio de mi carrera como maestra. Me dijo: este oficio es de resistencia y no de velocidad. Ningún maestro tiene la verdad absoluta. Aunque la verdad es que forma de cantar solo hay una: saber respirar, colocar, proyectar y emitir el sonido. Y además fue lo suficientemente humilde como para decir: hasta aquí puedo enseñarte, quiero que crezcas y debes buscar a otros que te ayuden a avanzar. Toma lo que necesites de nosotros, pero ningún maestro puede imponerte nada.
P. ¿Y, de repente, se fue a Zúrich?
R. Llegué allí como estudiante becado. Me llegaba apenas para pagar un cuarto, comida, celular y mandar dinero a mi esposa. Bajé mucho de peso, pero al poco me contrató el teatro.
P. Y así hasta que le obligan a cantar un bis en el Metropolitan de Nueva York hace dos años interpretando Cenerentola, de Rossini. Ahí comenzó la fiebre Camarena. ¿Qué pasó?
R. ¡Hijole, es que aquello sí fue un acontecimiento! Un parte aguas en mi carrera. La primera gran, gran, gran ovación de mi vida. El público de allí apoya a los cantantes que llegan a suplir a otros y me tocaba sustituir, nada menos que a Juan Diego Flórez, que se puso enfermo. Se respiraba una atmósfera increíble, bella, llena de gratitud. Se intuía un bis, pero dependía del público. Ocurrió en la segunda función. Se desató la euforia y tuve que dar dos en las últimas representaciones. Yo no más escuchaba esa masa inmensa de aplausos. Un tsunami.
P. ¿Cómo se sigue después de eso encima del escenario? ¿Temblando?
R. No sé, pasan tantas cosas dentro de la cabeza. Toda tu carrera, casi. Cuando estudiabas, cuando el párroco de mi iglesia me decía que no cantara y me dedicara a otra cosa…
P. ¿El amor y el rencor…?
R. No, bueno..., un poco, sí. Aunque la primera imagen era mi familia, mi esposa, mis hijos. Me había costado un pleito con ella porque interrumpí las vacaciones para hacerlo. Tenía que conseguir que valiera la pena. Ella se lo perdió, pero lo vio por internet.
P. Se da usted cuenta de que apenas sólo a los tenores latinos les piden bises en los grandes teatros. Juan Diego Flórez, usted… ¿Por qué?
R. Pues nada más que porque tenemos el candor ahí. La calidez, vemos la vida de una manera romántica. El amor que duele carga bien la voz… Cantamos a dicho sentimiento y de eso hay mucho en la opera. Convierte en sincero esa emoción.
P. En el duque de Mantua, de Rigoletto, le va a costar cuando lo debute el año que viene en el Liceu. Es un miserable.
R. Ya. Pero traigo ganas de hacer un malo. Todos los que canto son buenos… Ahí encontraré un rato divertido. Y no me lo quieran humanizar, que no vale. No es la esencia del personaje.
P. ¿Qué es el divismo?
R. Por una parte, algo que quiero creer que se va extinguiendo cuando hablamos de capricho. Los cantantes debemos tener al público en primer lugar, a quien paga el boleto, como quien merece el respeto y la gratitud. Aunque te critiquen: no soy monedita de oro para que todo el mundo me quiera. El divismo se demuestra con los pies en el escenario, pero también en el suelo. No me sirve de nada ser buen cantante si me muestro antipático. Así como entrego las notas a Dios a mi familia y a la gente que me escucha.
Babelia
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