Avance del último libro de Kertész
En 'La última posada' en Nobel húngaro deja testimonio de sus reflexiones sobre la vida, la literatura, Europa y el Holocausto
Cuando todos recuerdan y hablan ahora del horror vivido por Imre Kertész (Budapest, 1929-2016) como sobreviviente del Holocausto y el testimonio que dejó en sus libros sobre la tragedia de aquello y la sombra en que se convirtió su vida queremos recordar la manera en que la escritura y la literatura le sirvieron al escritor húngaro como oasis en su travesía. Parte de ello lo reflejó en su último libro, La última posada, que saldrá el 6 de abril en la editorial Acantilado, en traducción de Adan Kovacsics. Son unos diarios y memorias redactados al borde de los abismos de la existencia, pero también con asomos de su belleza.
Avanzamos dos pasajes de zonas luminosas reflejadas por Kertész en esos diarios. Sensaciones, reflexiones y testimonios de su yo literario, de su yo creador e inquieto buscador del arte de escribir. Los dos pasajes forman parte del primer capítulo, titulado Secreto a voces:
La novela y el escritor
En lo que a mí respecta: cuando me toca hablar sobre la teoría de la novela o tan sólo leer sobre ella, la boca me queda seca como un estropajo. Todo esto es tan superfluo, depende tanto del talento plástico, de que uno sea capaz de insuflar vida a su mundo o no. Aun así, en la época de Sin destino también me interesé muchísimo por los asuntos teóricos, pero entonces de alguna manera me venía bien y la novela lo necesitaba. Ahora todo ha cambiado: Liquidación también precisa de muchísima teoría, de muchísimos planteamientos y soluciones de problemas, pero trabajo en ellos casi con vergüenza, en silencio, para que nadie se dé cuenta; porque para tomar conciencia de los problemas de la novela, de la novela con mayúscula, entendida en un sentido general, no sólo se necesita saber que «la novela es indagar en el ser con los medios de la novela», sino también hasta qué punto resulta hoy en día superfluo indagar en las cuestiones del ser; por tanto, es también superflua la novela y sobre todo el novelista.
La característica más importante del «estado sin destino» sigue siendo la ausencia completa de una relación entre la existencia y la vida real. Ser carente de existencia, o mejor dicho: ser sin existencia. He aquí la gran novedad de la época.
¿Cómo hay que escribir? «Monsieur Leuwen padre, uno de los socios del famoso banco Van Peters, Leuwen & Co., sólo temía dos cosas en el mundo: a la gente aburrida y el tiempo lluvioso»… Stendhal. El prólogo, en el que, cosa habitual en él, dedica su libro a la atención de los happy few, a sus «escasos y selectos lectores», desemboca con un giro sorprendente en la siguiente frase: «Procura que tu vida transcurra sin odio ni temor». (Esto podría encabezar como lema tu vida).
«La mayoría ama por lo visto esa mezcla dulzona de hipocresía y mentira que se llama régimen parlamentario». Lucien Leuwen. Por cierto, fue Ligeti quien me recomendó a Stendhal. Durante un tiempo me gustó mucho este autor; luego creí que los modernos eran más interesantes. No es seguro que tuviera razón. ¿De quién aprendí más? Creo que de Thomas Mann (la audacia y la postura del escritor, la diligencia y la dignidad, y para no olvidarlo: la cultura), así como de Camus (el aferrarse de manera implacable a un solo tema como única posibilidad). Desde entonces apenas leo a ninguno de los dos. Dicho sea de paso, Stendhal era moderno. «Todo arte es arte nuevo».
Aguardo malhumorado el momento en que se descubrirá sin la menor duda lo mucho que se ha deteriorado mi estilo y lo mucho que se ha embotado mi mente desde que escribo en el ordenador. Y hasta qué punto me he vuelto más charlatán.
Así debería titular mi última novela-diario: Fin de partida en el club nocturno El seguro perdedor.
30 de marzo de 2001
Estos apuntes se distinguen sustancialmente de los anteriores. Me gustaría descubrir por qué escribo ahora de forma mucho más plana. Es posible que viva simplemente en un mundo más sobrio que carece de metafísica o—digamos, para satisfacer las exigencias de este mundo—de la necesidad de la metafísica. Ya no hay misterio, sólo la simple miseria material-espiritual, el retraso histórico, la existencia gregaria, la evolución hacia la incapacidad política. Todo ello no se debe ya a factores externos, sino que es un hecho, el resultado de la actividad propia, autónoma e independiente del país y de la sociedad. Y si se plantea la pregunta de qué tengo yo que ver con esto, he de buscar la respuesta del citoyen, pues en apariencia soy ciudadano de un país libre e independiente, mientras que mis experiencias testimonian algo muy distinto. Una pregunta difícil, a la que sólo la emigración daría una respuesta relevante e inequívoca. Pero emigrar también es plano. Sin embargo, ahora tiendo más bien a entender que las circunstancias sociales sí han intervenido en este «yo mismo», en su génesis. Al menos en parte, soy un prisionero de mis circunstancias, y esto es válido también para mis manifestaciones intelectuales. Si digo: soy un escritor judío (porque, a pesar de todo, este hecho ha marcado y marca más que nada mis circunstancias), no estoy diciendo que yo mismo sea judío, ya que, por desgracia, no puedo decirlo teniendo en cuenta mi cultura y mis convicciones. Puedo afirmar, sin embargo, que soy el escritor de una forma de vida judía anacrónica, del galut, de la forma de vida de los judíos asimilados, portador y representante de esa forma de vida, cronista de su liquidación, mensajero de su necesaria desaparición. En este sentido, la Endlösung, la Solución Final, desempeña un papel decisivo. Aquel cuya identidad judía le viene dada única y exclusivamente por el intento de exterminio de los judíos, por Auschwitz, no puede llamarse judío en cierto sentido. Es el «judío no judío» del que habla Deutscher, su variante europea sin arraigo; desempeña un papel grande—y quizá también importante—en la cultura europea (si es que tal cosa existe), pero ninguno en la historia reciente del judaísmo ni, en general, en la renovación del judaísmo (y una vez más hay que añadir: si es que la hay o la habrá). El «judío» sólo es una categoría inequívoca para los antisemitas.
La novela, un hijo tardío, malcriado y frágil; provoca graves cuitas a su anciano padre. Le vienen todas las enfermedades infantiles, y uno se preocupa continuamente y se pregunta hasta dónde aguantará su vitalidad. No me extrañaría encontrarlo muerto una mañana. Pero me sentiría desolado…
Un escrior judío
Leyendo «mis secretos»: la verdad es que no hay ningún secreto. ¿Adónde ha ido a parar mi radicalismo? Me desesperaría si no supiera que sigue presente en la novela.
En esta época decadente, en este mundo decadente, mientras exista y yo exista, me interesa la novela, única y exclusivamente la novela. ¿No resulta extraño? Qué obsesión domina mi vida y la convierte en vida bendecida.
Oh, esas maravillosas cartas de Gisèle desde Roma, que parecen las sonatas tristes de la soledad. Esta noche me sumerjo en la vida de Celan, vida grande y triste. La judeidad lo impregna todo de una forma y con una profundidad que me cuesta seguir o que considero una visión obstinada del mundo, algo que el poeta—o el hombre—necesita para mantenerse fiel a la enorme miseria del mundo y a la enorme maravilla de la vida. Cuánta delicadeza, cuánto encanto femenino emana de esa mujer, a la que Paul probablemente destruyó, pues el destino del varón en esta tierra no es otro que destruir lo tierno y lo bello, todo aquello que es más débil y frágil que él. No conozco a nadie que hubiera podido oponerse a ese sino. Y todo para luego poder volverse contra sí mismo: cuánta ansia inefable se rebela en mí… ¿contra qué? Me siento como quien nunca ha vivido; nunca he participado en cierta aventura de la vida. Nunca he sido un apátrida, nunca he tenido a mi familia lejos, en un sitio diferente de donde yo estoy, atormentado por el sentimiento de responsabilidad por la distancia, por mantenerlos alejados. La vida de Celan, la mujer que lo ama, que se convierte al judaísmo por él y a la que destruye ese amor baldío. Últimamente vivo muy lejos de cuanto está vivo, me sumo profundamente en la producción de textos que leo con asombro y felicidad (no siempre los entiendo, pero fluyen de mi pluma, que ahora es una caja negra y pequeña y se llama ordenador).
Fuera amanece, empiezan a cantar los pájaros. Cuántas noches pasé despierto en Szigliget, cuántos días de mayo despuntaron allí para mí. No soy feliz. Pero soy feliz.
En un ataque de locura, Celan se abalanzó sobre su vecino en París, convencido de que éste había hecho daño a su hijo. Cuando lo llevaron a la policía, gritaba: «¡Soy francés! ¡Soy francés!». Pero sólo era un judío. Aun así, no le hicieron nada. Lo ingresaron en una clínica psiquiátrica.
¿Cómo es posible que hasta ahora no me haya vuelto loco? ¿O estoy loco?
Resulta secundario que la metafísica tenga o no razón de ser (en nuestro pensamiento). El hecho es que «el hombre» ha sido metafísicamente abandonado; tal es ahora su estado de ánimo, y es un estado peligroso.
Ayer conversación con V. Una mujer extraordinaria, cultísima, de pensamiento sumamente vivaz: sin embargo, ni siquiera toleró la mención de la mística judía. La irritó mucho una revista fascista húngara que alguien le había llevado a Viena. Pero de ninguna manera estaba dispuesta a admitir que sus reflexiones estaban condicionadas por ciertas circunstancias, que sus impulsos estaban determinados por algo que quizá no era del todo ella, sino su situación, que ella reconoce y con la que no se relaciona de manera metafísica, sino meramente social (es decir, única, «casual»). Esto, por supuesto, no es aún una mística judía: simplemente supone admitir una necesaria relación con la judeidad, aunque incluso esto resulta en general demasiado para la gente. Y, claro, todo lo demás vendría después. Por otra parte, las inclinaciones místicas del hombre no excluyen que piense de manera racional.
Días un tanto confusos. Muchas ofensas. Es más, actitud ofensiva. Últimamente se habla mucho de aquello que ha recibido—de alguna manera—el nombre de Holocausto, y jamás se me menciona, en ningún contexto, no se hace referencia a mis frases, como si yo nunca hubiera escrito nada al respecto, como si ni siquiera existiese. Me condenan a la inexistencia, y se trata en primer lugar de autores judíos y liberales que no saben dónde esconderse con sus narices judías, sus panzas judías, sus calvas judías o sus rizos judíos, y a los que irrita sobremanera que yo también esté aquí con mi propia opinión radical, que es todo lo contrario de su mentalidad camaleónica e hipócrita. Percibir la mezquindad y ridiculez de esas ofensas. Me empequeñecen, como pequeño es el pueblo de este reino de enanos.
Ayer, con L. K. Los mismos síntomas que los míos (sin el síndrome judío, porque él no lo es), pero a él le afecta la subsistencia, o sea, en resumen: asesinan a un escritor extraordinario, porque no pueden manipularlo ni utilizarlo para el sistema; lo han marginado, apartado, y ahora leo una tragedia terrible en su rostro. Su rostro me ha rondado toda la noche.
Curioso que describa las circunstancias de la creación de Kaddish en una novela posterior, Liquidación. Pero ¿no ocurrió lo mismo con Sin destino?
En cuanto a mi pertenencia literaria, habrá que fijar algunos hechos para no caer en el error. No formo parte de la literatura húngara ni podré formar parte de ella jamás. Pertenezco, de hecho, a esa literatura judía surgida en Europa del Este que en la monarquía y luego en los Estados sucesores se escribió sobre todo en alemán, nunca en la lengua del entorno nacional, y que nunca formó parte de las literaturas nacionales. Esa línea puede trazarse desde Kafka hasta Celan, y si hubiera que prolongarla yo sería el último exponente. Mi desgracia es que escribo en húngaro; y mi suerte, que mis obras hayan sido traducidas al alemán, aunque la traducción sea sólo una sombra del original. Si bien resulta extraño, pertenezco en definitiva a una literatura escrita en un mal alemán, que narra el exterminio de la población judía europea; la lengua es casual, y sea la que sea, nunca podrá ser la lengua materna. La lengua en la que nos pronunciamos sólo existe mientras hablamos; cuando callamos, calla también la lengua, siempre y cuando alguna de las lenguas grandes no se apiade de ella, la levante, por así decirlo, y la acoja. Un idioma así es, hoy en día, el alemán. Sin embargo, también el alemán es solamente un alojamiento provisional, un asilo pasajero para gente sin un hogar. Es bueno saberlo, es bueno conformarse con este saber, es bueno pertenecer a quienes no pertenecen a ninguna parte, es bueno ser mortal.
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