Cuarenta años de novedad
En la Transición surgió un nuevo lector que empezó a consumir la obra de los novelistas españoles. Tras algunos tanteos, la Guerra Civil se impuso como el gran tema literario.
En los últimos años del franquismo, un joven filósofo donostiarra viajó a Nueva York por primera vez. Allí contactó con un veinteañero barcelonés que ejercía de traductor en la ONU. Tenían un amigo común. En uno de sus paseos por Manhattan, el traductor comentó al filósofo que andaba escribiendo su primera novela, una historia con tintes policiacos y algo de parodia política y económica que transcurría en la Barcelona de principios del siglo XX. Se titulaba Los soldados de Cataluña. El título era irónico —los soldados de Cataluña serían los estafadores—, pero la censura, tan perspicaz, lo tomó como una apología del independentismo y lo vetó. El veto iba acompañado de un informe en el que se hablaba del libro como de un “novelón estúpido y confuso, escrito sin pies ni cabeza”. Finalmente, terminó publicándose como La verdad sobre el caso Savolta. Fue en abril de 1975 y ganó el Premio de la Crítica. El 20 de noviembre de ese mismo año murió Franco.
Tanto aquel pensador donostiarra, Fernando Savater, como el traductor de la ONU, Eduardo Mendoza, están hoy en las historias de la literatura española de la democracia. El primero como ejemplo de intelectual comprometido y autor en 1991 de un particular best seller filosófico dedicado a su hijo adolescente: Ética para Amador. El segundo, como autor de la novela que meses antes de la muerte del dictador dejó atrás el experimentalismo dominante en los años setenta para recuperar el mero placer de contar, eso que llaman novela tradicional (si es que hay alguna que no lo sea). El propio Mendoza ha dicho más de una vez que ese trabajo ya venían haciéndolo escritores como Juan Marsé o Juan García Hortelano, pero a los manuales escolares les gustan los ciclos. Así, los alumnos que a la altura de 1985 —cumplida una década del big bang democrático— estudiaron el bachillerato con el benemérito libro de Lázaro Carreter y Vicente Tusón se encontraron tres hitos “de la Guerra Civil a nuestros días”: La colmena, de Camilo José Cela; Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, y La verdad sobre el caso Savolta. Es decir, el “tema social”, la “renovación de las técnicas narrativas” y la “última generación”.
Contra la tendencia al esquematismo sin memoria de la rabiosa actualidad, conviene recordar que en noviembre de 1975 murió Franco pero siguieron vivos, en España o en el exilio aún, autores de tan diversas generaciones como Vicente Aleixandre (premio Nobel dos años después), Rosa Chacel, Rafael Alberti, María Zambrano, Miguel Delibes, Blas de Otero, Carmen Martín Gaite, Juan Benet, Ana María Matute, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Manuel Vázquez Montalbán o Ana María Moix.
Aunque en los tiempos del hermetismo sesentayochista siguió habiendo autores realistas (Juan Eduardo Zúñiga) y en los de la vuelta a la tradición los siguió habiendo experimentales (Luis Goytisolo, Julián Ríos), es cierto que en los primeros años de la democracia el péndulo estético se movió hacia la claridad. José-Carlos Mainer, uno de los grandes estudiosos de la época, habla incluso de “privatización de la literatura” en tiempos de “desencanto” por oposición a la “socialización del hecho de escribir” que se dio durante la posguerra y a la “resaca intelectualista” de los setenta. La experimentación formal dio paso —incluso dentro de la obra de un mismo escritor (José María Guelbenzu, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix)— a cierta recuperación del realismo y de los géneros tradicionales.
Aunque se fantaseó con la posibilidad de que apareciera en algún cajón la gran novela imposible de publicar durante la dictadura, lo que parecía esconderse en un cajón era un montón de lectores. Más accesible, la llamada “nueva narrativa española” se vio, así, arropada por la aparición de un “nuevo lector español”, ese ente inefable que pasó de consumir mayoritariamente literatura extranjera (best sellers, sí, pero también a Milan Kundera, Marguerite Yourcenar o el boom latinoamericano) a leer lo que estaban escribiendo sus paisanos. En palabras de uno de ellos, Antonio Muñoz Molina: “Había escritores, pero sobre todo lo que empezaba a haber era un público”. Fue ese nuevo público el que se lanzó a leer a Soledad Puértolas, a Álvaro Pombo o al precoz Ignacio Martínez de Pisón. También el que convirtió en éxitos sucesivos novelas como Belver Yin (Jesús Ferrero), Todas las almas (Javier Marías), El invierno en Lisboa (Muñoz Molina), La fuente de la edad (Luis Mateo Díez), El desorden de tu nombre (Juan José Millás), La lluvia amarilla (Julio Llamazares), Amado amo (Rosa Montero), Las edades de Lulú (Almudena Grandes), Juegos de la edad tardía (Luis Landero) o El lenguaje de las fuentes (Gustavo Martín Garzo).
De un palacio de China al Nazaret de los tiempos de Cristo, pasando por Oxford, Barcelona, Madrid o un pueblo fantasma del Pirineo, muchos autores empezaron haciendo la guerra por su cuenta sin tener en común más que su pasajera juventud. Casi todos, eso sí, terminaron encontrándose, antes o después, en la guerra de siempre, la Guerra Civil, que sigue siendo el gran tema de la literatura española de una segunda mitad del siglo XX prolongada hasta el arranque del XXI.
En la primavera de 2001, un profesor universitario y traductor del catalán dado al humor y a la novela de campus llamado Javier Cercas dejó de ser un autor de culto —es decir, con más prestigio que lectores— gracias a su cuarta novela: Soldados de Salamina. La guerra de 1936, que nunca ha terminado literariamente del todo, se convertía de nuevo en superventas en forma de “relato real”. Aquella mezcla de historia, ficción y autoficción en torno al fusilamiento del prócer falangista Rafael Sánchez Mazas dio además un inesperado impulso literario a uno de los grandes debates del momento: la memoria histórica.
Que Cercas ganara el Premio Nacional de Narrativa en 2010 con Anatomía de un instante —una crónica sin ficción del 23-F— y al año siguiente lo obtuviera Marcos Giralt Torrente con Tiempo de vida —memoria de la tensa relación con su padre— demuestra un desbordamiento de los géneros al uso. Las obras de dos autores tan diferentes, y hasta opuestos entre sí, como Enrique Vila-Matas —cuya celebrada “novela” metaliteraria Bartleby y compañía fue premiada en Francia como mejor ensayo de 2000— y Andrés Trapiello —que se refiere a las más de 10.000 páginas diarísticas de su Salón de pasos perdidos como una “novela en marcha”— no han hecho más que ampliar el campo de la narrativa.
Si hubiera que buscar un año de campanillas en las cuatro décadas que van de 1975 a 2015, ese sería, sin duda, 1992. En medio del fervor olímpico y universal del quinto centenario del descubrimiento de América se publicaron dos novelas escritas en primera persona, tan broncas y tan pegadas a la cara B de su tiempo que hasta parecían fuera de él: Lo peor de todo, de Ray Loriga, y La buena letra, de Rafael Chirbes. La primera daba voz a una generación de jóvenes más formada en los bares que en las bibliotecas, menos deudora del realismo español que del realismo sucio estadounidense, el rock y la cultura de masas.
En los antípodas generacionales de la de Loriga, la novela de Chirbes daba voz a una víctima de la guerra en tiempos de pasajera prosperidad inmobiliaria. En la misma herida social mal curada en la que hurgó siempre el autor de Crematorio han profundizado también —aunque con menos fatalismo— novelistas como Belén Gopegui o Isaac Rosa. Lo que en los años de la burbuja económica se leyó a veces como un empeño de aguafiestas ha terminado revelándose como parte fundamental de un debate sobre la democracia que empezó hace 40 años y que parece enmarcado por dos términos fetiche: desencanto e indignación. En 1993, cuando se andaban barriendo todavía los restos de la fiesta, el irreductible Rafael Sánchez Ferlosio, convertido en un clásico a su pesar, publicó una colección de pecios cuyo título era todo un programa: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
“En toda transición se espera otra cosa mejor y de ahí proviene el desencanto que genera; una transición está llena de profecías y engaños y de ahí vienen la perplejidad y el desnortamiento”. Son palabras de José-Carlos Mainer, que recuerda que en 1975 los únicos elementos comunes a todos los escritores eran “la inestabilidad de los géneros, la importancia del lenguaje, la ausencia de inocencia personal y literaria y la incertidumbre moral”. Aunque parecen de ahora mismo, esos son los ingredientes que el historiador aragonés encuentra tanto en la “prosa poética” de Mortal y rosa, de Francisco Umbral, como en la “melopea” de Juan sin Tierra, de Juan Goytisolo, “obras maestras de 1975”. En su opinión, solo “la diáfana narración y el juego irónico” de Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta parecía quedar fuera de los límites acotados hasta entonces: “Simplemente sucedía que nos faltaba entonces el término adecuado para calificarlo: posmoderno”. Tal vez era eso a lo que se refería la censura al decir que la obra inaugural de la novela de la democracia no tenía ni pies ni cabeza. Hoy sería para algunos un gran elogio.
Cuentas pendientes
Los manuales de literatura con los que estudiaron los bachilleres españoles de la Transición solían cerrarse con un apartado al que casi nunca se llegaba, igual que en el libro de historia del arte casi nunca se llegaba a Picasso. El apartado de marras respondía al título de “otras literaturas hispánicas” y englobaba tanto las páginas dedicadas a las letras latinoamericanas como a las escritas en catalán, gallego y vasco.
Las paradojas de la historia quisieron que la llegada de la democracia a España coincidiera con el auge de las dictaduras en América Latina. Eso llevó al exilio europeo a una multitud de autores, algunos de los cuales se instalaron en España para descubrir que era más fácil ser editado que leído.
La mayoría de los lectores se había volcado en la "nueva narrativa española" y la cuota latina quedó reducida al núcleo duro del boom de los años sesenta. Para autores de la altura de Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón o, desde Francia, Juan José Saer, la Transición fue un limbo antes que un paraíso. Muchos años más tarde, un chileno que también hizo su travesía del desierto español, Roberto Bolaño, consiguió él solo la atención que antes se había escatimado a todo un continente.
Por la misma época en que Bolaño se dedicaba a presentarse a todos los concursos municipales de novela para ir tirando, un libro escrito originalmente en euskera ganaba el Premio Nacional de Narrativa. Se titulaba Obabakoak y lo firmaba Bernardo Atxaga. Sucedió en 1989, y aquel galardón —unido al que tres años antes había obtenido el gallego Alfredo Conde por El griffon— sirvió para recordar al lector despistado que en su país se escribía en cuatro lenguas por mucho que en clase de literatura no hubieran llegado a las lecciones en las que se hablaba de Salvador Espriu, Gabriel Aresti y Celso Emilio Ferreiro.
Aunque el relevo generacional ha terminado abriendo el panorama editorial, durante décadas solo pareció existir una plaza por narrativa periférica a la hora de hacer recuento de lo que se escribía en España. Así, en la baraja española la carta vasca era casi siempre Atxaga como la catalana era Quim Monzó, y la gallega, Manuel Rivas. Pero el bosque de las letras, así sea lentamente, crece. Cuando en 2006 se publicó el volumen 1001 libros que hay que leer antes de morir, la sección hispánica, coordinada por José-Carlos Mainer, incluía, junto a las de Atxaga, Conde, Rivas y Monzó, obras de Carme Riera, Jesús Moncada, Miquel de Palol, Suso de Toro, Ferran Torrent, Anjel Lertxundi y Ramón Saizarbitoria.
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