"La literatura le da a la vida una lógica que no tiene"
No es una novela, ni un libro de cuentos porque las historias están trenzadas. Es un libro sobre la relación con una ciudad a través de la ficción". El propio Ray Loriga (Madrid, 1967) define así El hombre que inventó Manhattan, que mezcla -"orgánicamente", insiste- realidad y ficción. De esa misma mezcla parece hecha la cafetería del hotel Palace de Madrid, cuya madera oscura recibe la luz impenitente de los informativos de la CNN en el televisor mientras tiene lugar la entrevista. Después de escribir el guión de El séptimo día, el filme de Carlos Saura sobre el crimen de Puerto Hurraco que se estrenará en el festival de Berlín que se abre la semana próxima, Loriga está trabajando en el guión de una película que empezará a rodar él mismo a finales de año, "una historia sobre España y sobre un personaje español del siglo XVI", cuyo título no quiere revelar. Será su segundo largometraje tras La pistola de mi hermano (1997), basada en su novela Caídos del cielo. Con la cabeza en el cine, se sorprende a sí mismo cuando llama secuencias a los capítulos de su último libro. De la cartelera destaca Las horas del día, de Jaime Rosales, y Elephant, de Gus van Sant. De los telediarios, la psicosis por la seguridad en Estados Unidos, un país del que volvió en mayo después de cinco años: "Ahora no sé si me dejarían entrar. Es una pena que después de la caída de un muro histórico haya muros por todas partes. Y lo más triste es que los haya alrededor de un lugar que alguna vez fue tu casa".
"Nueva York como tema ha sido muy tratado, pero no más que el matrimonio o la muerte"
"Pasé de Manhattan a Puerto Hurraco. No hace falta viajar cinco mil kilómetros para no entender nada"
PREGUNTA. "Quienes aman Nueva York se odian un poco a sí mismos", dice la línea final de su libro. Imagino que una última frase nunca es inocente.
RESPUESTA. Nueva York está llena de gente que vivía en otro sitio pensando que había un lugar mejor: el que estaba en Iowa y quería cambiarse el sexo, ser artista o dejar a su mujer soñaba que Nueva York era ese lugar. Es el Coney Island de la mente del que hablaba Ferlinghetti, una especie de parque de atracciones que llevamos en la cabeza. Pasa en todas las metrópolis. La gente que viene a Madrid a ser algo también viene con una idea preconcebida. Luego estalla el conflicto entre esta idea previa y la realidad. El circuito cerrado de Nueva York se nutre de todas esas expectativas y, sobre todo, de todas esas decepciones.
P. ¿También usted tenía sus expectativas?
R. No más allá de una idea de la ciudad como territorio de ficción. Lo más difícil fue encontrar el sitio desde el que escribir. Conozco bien Nueva York, pero quería contarla desde la extrañeza, con un pie dentro y otro fuera, huyendo en lo posible del turismo literario, de la literatura de postal. Por otro lado, tampoco quería ser un personaje absolutamente neoyorquino, porque no lo soy. Allí hay un choque de lenguas y literaturas, y quería que estuviera en el tejido del libro.
P. ¿Existe el famoso crisol de culturas o es sólo un tópico?
R. El melting pot no es tal. Hay una representación de todas las etnias, culturas y cocinas del mundo, pero en compartimentos estanco o con mínimas conexiones: la chica bien del Upper East Side se hace las uñas con una coreana, pero el contacto es el de una sociedad de servicios.
P. ¿Nueva York ha sido bien contada?
R. Ésa era otra de mis precauciones, porque no es una ciudad que uno pueda descubrir en literatura. Como tema ha sido muy tratada, pero no más que el matrimonio, la guerra, la muerte o cualquier asunto que uno quiera abordar. Quitando algo que haya ocurrido ayer, todo ha sido tratado ya. Y eso no te detiene a la hora de contar tu Nueva York.
P. Hablando de algo ocurrido ayer, el 11 de septiembre le pilló en Nueva York y están en su libro. ¿Cómo le afectaron?
R. El 11 de septiembre los aviones cayeron encima del libro. Al principio lo había planteado como una reflexión sobre las literaturas de Nueva York, pero me di cuenta de que mi territorio no era, por ahora, el ensayo y que mi respuesta a esas ficciones era más ficción. Los aviones se colaron en el libro de la manera espero que más natural. Las Torres Gemelas aparecen en distintos momentos, pero de manera tangencial: los personajes ven que los aviones se estrellan, no entienden muy bien lo que pasa y siguen con lo que estaban haciendo.
P. ¿Cómo se enfrenta un escritor a algo así?
R. Como vivía allí, me pidieron algún artículo, pero fui incapaz de escribir nada hasta lo poco que aparece en el libro. Cuando se acaban de hundir dos mastodontes con cuatro mil personas dentro se pierde mucha fe respecto a la opinión que uno tenga al respecto. En cierto sentido, me he resistido a que aquello transformara mi libro y mi idea de Manhattan. Bastante tristeza me causó ver cómo pasaba de ser una ciudad gobernada por la ilusión -en el mejor sentido: de ficción, de proyección de ambiciones- a estar gobernada por el miedo.
P. ¿Dejó de ser una isla rara en Estados Unidos?
R. En el fondo, América siempre rechazó Nueva York. Al resto de los americanos nunca les cayó muy bien: está llena de gays, de gente de izquierdas, de liberales, de artistas, de gente mimada por el éxito. Con la desgracia llegó el abrazo del oso, aunque es comprensible, porque después de una conmoción así la gente se abraza a cualquier cosa.
P. Además, en Europa rebrota el antiamericanismo.
R. Sí, y no lo entiendo. Puedo ser anticolonialista, pero no antiamericano. Después de haber abandonado, digamos que ayer, las prácticas coloniales más salvajes, me sorprende la arrogancia europea y la estatura moral que hemos ganado de repente para criticarlas en el vecino. Tengo la sensación de que Estados Unidos ha heredado un sistema de opresión sobre los países más pobres. La propia situación de Israel: todavía están gestionando -con muy poca inteligencia, todo hay que decirlo- un desastre heredado. Sólo hay que viajar un poco para ver las heridas que quedan, por ejemplo, en Vietnam, no sólo de la guerra americana, sino del colonialismo francés. O en Argelia, o en Hispanoamérica. A veces tengo la duda de si existe el derecho de estar tan indignado cuando uno va tres vagones más atrás en el mismo tren que está destruyendo todas esas cosas que supuestamente queremos tanto.
P. En sus historias la muerte es casi otro personaje.
R. Sí, aparece constantemente, pero no creo que eso esté marcado por el 11-S. Por otro lado, sería aburridísimo. Ahora sale cualquiera presentando una película sobre Spiderman y dice: "Porque después del 11 de septiembre...". Oiga, haga Spiderman, pero no me cuente historias. Durante los cinco años que he pasado en Nueva York murió mucha gente a mi alrededor, empezando por el personaje que abre el libro: se colgó un día de Año Nuevo y dio origen a todo el libro.
P. No obstante, la tragedia está teñida de humor y absurdo.
R. Es que la muerte es absurda, empezando por el 11-S, que es algo todavía incomprensible, y terminando por ese personaje que muere degollado accidentalmente con su propia taza de té rota, que es una historia que venía en el periódico.
P. Muere la gente, caen las Torres Gemelas... pero la vida sigue.
R. La continuidad es algo que vemos a diario. Cuando alguien muere, se dice: "¡Pero si había estado leyendo el periódico!". Es el tipo de cosas que la gente cuenta en los entierros. Si paras la vida de cualquiera en cualquier momento, todo lo que había hecho dos horas antes carece de importancia y sobre todo carece de trama. Cuando escribes, fuerzas el destino hacia unos objetivos determinados. La literatura consiste en dar a la trama de la vida una lógica que no tiene.
P. ¿Quién le parece el mejor representante de la literatura de Manhattan?
R. Como hay muchos Nueva York, han sido contados de manera diferente por John Cheever, Salinger, Burroughs, Damon Runyon... De eso también trata el libro: no sólo de mi idea de Manhattan, sino de mi idea forjada por otros escritores. Uno llega lleno de sensaciones prestadas.
P. ¿Y el Nueva York del cine?
R. Woody Allen, por ejemplo, retrata muy bien un cierto Nueva York, pero sólo viendo sus películas uno tiene una idea muy extraña: para empezar, una ciudad blanca en la que la gente vive en unos pisos estupendos. Para tener una idea aproximada de lo que es Nueva York tendrías que juntar a Spike Lee, Scorsese, Abel Ferrara y Woody Allen.
P. Uno de sus personajes imagina un Manhattan-cielo en el que no habría ardillas y en el que todo el mundo llevaría sombrero. ¿Qué sobraría y qué faltaría en el suyo?
R. Sobraría gente, seguro. Puedo llegar a presuponer una idea no católica del dios que llevamos dentro, del dios que necesitamos, pero no llego a imaginar la necesidad de un cielo.
P. Volvamos entonces a la tierra. ¿Durante estos años fuera de España qué era lo que más echaba de menos, o si prefiere, lo que más echa ahora de más?
R. Lo primero que me pasó al volver a Madrid y pasar por la plaza de Colón fue pensar: ¿soy yo más pequeño o es que las banderas son más grandes? Había un cambio de proporciones: cuanto más grandes son las banderas más pequeños nos hacemos los individuos. Me preocupa esta idea tenebrosa de España. Por otro lado, he experimentado un extraño placer al volver a mirar mis cosas como un extranjero, que creo que es la consecuencia que más me gusta de viajar. Es como limpiarse las gafas, y cuanto más largo es el viaje más limpios quedan los cristales. Cuando vuelves te encuentras que algunas cosas te asustan más de lo que te asustaban pero también que te entusiasman cosas que habían dejado de hacerlo.
P. ¿Qué cosas?
R. Los lugares, los sabores, la propia herencia literaria... Aunque la vida da muchas vueltas, tengo la sensación de que este libro cierra para mí una etapa de literatura extranjerista.
P. Lo primero que ha hecho es escribir el guión de la película de Saura sobre el crimen de Puerto Hurraco. ¿Cómo se pasa de Manhattan a la España profunda?
R. Muchas veces me lo digo: cinco años en Nueva York haciéndome la moderna y vuelvo a España a escribir sobre Puerto Hurraco. Ése fue el castigo: descubrir mi interés por las cosas propias, o al menos descubrir que esas cosas son tan ajenas y tan extrañas como las otras. Que no hace falta viajar cinco mil kilómetros para no entender nada.
P. ¿Qué le interesó de la historia de Puerto Hurraco?
R. Por un lado, escribir un guión con una idea ajena, sobre un crimen como tragedia ejemplar, no concretamente ése, sino como indagación sobre el mal. Por otro, me interesaba el trabajo de guionista desde el punto de vista técnico, sacar agua de otros pozos. Y colaborar con Saura.
P. Cuando tiene una idea, ¿cómo sabe si será una película o una novela?
R. Cuanto más trabajo en ambos campos, más separados los veo. La novela tiene mucho que ver con la prosa en sí. Mi razón para escribir libros es mi fascinación con la escritura. En una novela lo primero nunca es una trama, sino un tono.
P. ¿El cine español está en crisis?
R. La industria está en un momento delicado, y me preocupa en lo que tiene de cultura..., pero no me gusta quejarme demasiado: tampoco ayudan a vender besugo al pescadero de la esquina.
P. ¿Y la literatura española?
R. Lo mejor ha sido el éxito de Bolaño y de escritores latinoamericanos como Piglia. Y el despegue definitivo de Vila-Matas. Eso en el territorio de las buenas noticias. En el de las malas: la muerte de Bolaño. Y la regresión cultural, el viaje nostálgico hacia el pasado, la reivindicación de una España contra la que se había luchado y que ahora nos vuelven a recolocar pintada como nuestro porvenir: desde el Un, dos, tres hasta el Cuéntame. Me parece más preocupante que la cultura basura, que en el fondo es una especie de limbo del no pensamiento. Esto otro sí va dirigido a un pensamiento manipulable. Una cosa es mirar hacia atrás sin ira y otra empezar a retocar las fotos. Pero no me aterra la revisión del pasado, sino su proyección como futuro.
P. Mirando hacia atrás, aunque sea con ira, ¿cómo ve su propia trayectoria de escritor?
R. Me siento un poco como Raúl en esas aburridísimas entrevistas de los futbolistas: estoy contento de poder seguir jugando, de estar en un oficio en el que aguantar es un mérito. Ahora tengo la paz que me da la resistencia. Mirando hacia atrás veo todos los peinados absurdos que he llevado -como todo el mundo-, todas las poses que ya no comparto, los errores, y también los aciertos. Aun así, es injusto mirar al que uno era y culparse. Dos días diferentes te convierten en una persona distinta. Siempre hay una mezcla de orgullo y vergüenza respecto a lo que uno ha sido. Pero también respecto a lo que uno es.
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