Aguilar Camín pasa factura a su padre
El escritor mexicano reconstruye en su nuevo libro la desgarrada historia de su familia, un viaje a la intimidad
México es un país de padres ausentes, sostiene Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946). Sabe de qué habla: el suyo fue uno de ellos. Se marchó de casa para siempre una mañana de 1959, mientras sus hijos mayores estaban en la escuela y su mujer guisaba en la cocina de espaldas a él. La oyó cantar, se asomó y se fue sin decir nada. Cuando escuchó el portazo, ella, que sabía lo que estaba pasando, sintió un profundo alivio. Luego, desolación. Llevaban 15 años casados, tenían cinco hijos. A aquella mezcla de sentimientos le siguió una conjura doméstica que nadie olvidaría: a ese hombre, ni agua. No volvieron a verse.
"Los mexicanos no buscan quién se las hizo sino quién se las pague", suele decir entre bromas un amigo de Aguilar Camín y él reconoce que durante un tiempo es eso lo que buscó mientras la casa familiar, para vergüenza suya y para salir adelante, se convertía en una casa de huéspedes. En su memoria retumbaba el aviso que Juan Rulfo lanzó contra Pedro Páramo, otro progenitor ausente: "El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro". Cuando su padre reaparece 36 años después convertido en un anciano achacoso que malvive en una pensión —"un minusválido amoroso, social y familia"”—, comprende que no se va a cobrar nada. Mientras ven juntos el fútbol los domingos, piensa en su madre, una hija recia de asturianos nacida en Cuba: "Tengo que ir a verla y contarle que le he dado a su marido el vaso de agua que ella pidió negarle".
Memoria y literatura
Autor de una veintena de obras de narrativa y ensayo —entre ellos La guerra de Galio, El esplendor de la madera y La frontera nómada—, Aguilar Camín ha buceado a pulmón libre en las grandezas y miserias de su familia. El resultado es Adiós a los padres (Literatura Random House), una historia personal sin ficción pero con un poco de novela de aventuras (con ciclón y terremoto incluidos), otro poco de historia de México (el éxodo del campo a la ciudad) y mucho de reflexión sobre la relación turbia entre pasado, memoria y literatura. No en vano pertenece a un linaje que recuerda con pasión y olvida con severidad: "Los hechos son los hechos, pero las emociones tienen sus propios fueros de conocimiento, empiezan y terminan donde quieren, crean sentido, establecen momentos fundadores".
El libro se abre con una fotografía de los padres del escritor durante su luna de miel en Campeche. Sonríen elegantes en una playa. Durante muchas páginas, esas serán las únicas sonrisas en una obra que narra las peripecias de un clan de Chetumal, una ciudad de la costa maya a mil kilómetros del DF, que da con sus huesos en la capital después de que los negocios madereros del padre terminen enfrentando a los Camín y a los Aguilar. Y arruinándolos a todos. "Yo no voy al cielo, ten la seguridad. Yo voy al infierno, porque ahí tengo todavía que darle una paliza a Don Lupe", dirá al escritor su volcánica tía Luisa hablando de su abuelo paterno.
Pese a la ausencia del padre y a la omnipresencia de la madre, para el hijo ambos son igual de misteriosos. Ninguna novedad: "Hay una paradoja en el hecho de que los padres puedan ser a la vez los seres más próximos y los más enigmáticos. No podemos penetrar en ellos, son nuestros dioses cotidianos, gigantescos en la primera edad, rutinarios en la intermedia, nuevamente esenciales al final de la vida". Cuando murieron, Héctor Aguilar Camín guardó parte de sus cenizas con la intención de mezclarlas un día y esparcirlas a la sombra de un sauce. Todavía no se ha decidido a hacerlo.
Babelia
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