Es la forma, estúpido
A Kekulé le faltaban dos átomos de hidrógeno. Sabía que los compuestos orgánicos —la química de la vida— consistían en cadenas de átomos de carbono más o menos largas, como un lego enloquecido en el que cualquier cosa posible se hacía real. Pero las reglas, por mínimas que fueran, estaban claras: cada átomo de carbono tiene que enlazarse a cuatro cosas; en una cadena de carbonos, dos de esas cosas son otros átomos de carbono, naturalmente, y las otras dos suelen ser hidrógenos, que son pequeños y no estorban; las dos excepciones, de puro sentido común, son los dos carbonos de los extremos, que solo tienen un carbono vecino y por tanto llevan tres hidrógenos en vez de dos. Es de cajón. Pero en el benceno no ocurría eso: los dos carbonos de los extremos no llevaban tres hidrógenos, sino dos como cualquier otro. ¿Por qué? ¿Qué broma cósmica era esa, dos extremos que no parecen extremos?
Y Kekulé, literalmente, soñó la solución. Tras meditar arduamente sobre aquel problema endiablado, se quedó transpuesto en el sillón junto a la chimenea y empezó a soñar con una serpiente que se agitaba y se ondulaba sin parar… hasta que se mordió la cola. Esa era la respuesta que tan desesperadamente había buscado durante meses. El benceno no tiene dos carbonos en los extremos. Porque no tiene extremos: no es una cadena lineal, sino un anillo de carbonos. Una serpiente que se muerde la cola. La respuesta al enigma es la forma. Siempre lo es.
Tomen el mayor misterio de la biología de todos los tiempos: los principios de la genética descubiertos por Mendel, el fundamento de la principal propiedad de todo sistema biológico, desde un virus hasta un banquero: su capacidad para sacar copias de sí mismo, su base de datos independiente de los avatares de la biografía, su lógica interna más profunda. Watson y Crick descubrieron la respuesta, y de nuevo era la forma: la hipnótica, magnética y bellísima doble hélice del ADN, otra serpiente que contenía en sus ondas el mayor secreto de la biología del planeta Tierra, y quién sabe si de cualquier otro.
Kandinsky estaba en lo cierto en que todo son líneas y puntos, masas y curvas y contrastes. Quizá sus seguidores desatendieron la obviedad de que el arte ya era así cuando era figurativo, que también la realidad está hecha de líneas y puntos, y que todo lo que vemos se fundamenta en una geometría tan natural e inevitable como una serpiente que se muerde la cola.
Babelia
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