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El vino de Tomelloso

En la población se nota ese olor acre y dulzón que despide y sobre el perfil de los edificios se vislumbran las antiguas chimeneas de las fábricas de alcohol

Julio Llamazares
Salustiano, Larios, Antonio y José echando la partida en el casino San Fernando de Tomelloso.
Salustiano, Larios, Antonio y José echando la partida en el casino San Fernando de Tomelloso.NAVIA

Tomelloso no pretende ser la aldea de don Quijote, pues ni siquiera existía (era un grupo de alquerías desperdigadas por la llanura), cuando aquél cabalgaba por La Mancha, pero su situación e importancia actual hace que también se sume al negocio de la ruta quijotesca. No la que siguió Azorín, que ni siquiera pasó por él, pues desde Argamasilla viajó en tren, después de regresar de Ruidera, hasta Campo de Criptana, sino la que las instituciones políticas han dibujado a lo largo y ancho de la geografía manchega tratando de rentabilizar turísticamente la novela de Cervantes. ¡Pobres don Quijote y Sancho, tan pobres y despreciados por sus vecinos y ahora dándoles de comer! Así se escribe la historia.

La de Tomelloso, no obstante, no se circunscribe a ellos. El lugar de tomillos, que de ahí le viene el apelativo, que hoy es la segunda ciudad de Ciudad Real y la tercera en población de la región excluidas las capitales de provincia, debe su crecimiento a la agricultura y en particular al vino, del que es el máximo productor en cantidad de toda España. Basta acercarse a la población para empezar a notar ese olor acre y dulzón que despide toda ella y que subrayan sobre el perfil de los edificios las antiguas chimeneas de las fábricas de alcohol. Eso si uno no se ha fijado ya, que lo ha hecho, en los miles de hectáreas de viñedo que hoy ocupan lo que fueran tomillares y baldíos por los que seguramente pasaron don Quijote y Sancho sin dejar memoria de ellos. Y es que la población importante entonces de la comarca era Argamasilla, hoy casi un barrio de Tomelloso.

Tras la soledad de ayer, la actividad de la ciudad produce en uno cierto estupor, pues creía que en toda La Mancha los pueblos eran como los que había visto hasta ahora. Pero Tomelloso, al menos en su centro, tiene más que ver con una pequeña capital de provincia que con un pueblo, por más que todo el mundo se conozca. Tanto en la plaza del Ayuntamiento —la principal— como en las calles que parten de ella la gente se saluda y conversa en las aceras entreteniendo su actividad o pasando la mañana, los que están ya jubilados. Que son muchos, como se puede ver en los soportales de la llamada —por éstos —Posada de los Portales, una antigua casa de postas, con balconadas corridas, que hoy alberga la Oficina de Turismo y un museo, y en el Casino de San Fernando, al otro lado de la plaza, en el que permanece intacto el aire de los casinos manchegos que tan bien captó Azorín: “Hay algo en estos ambientes de los casinos de pueblo que os produce como una sensación de sopor e irrealidad. En el pueblo está todo en reposo; las calles se hayan oscuras, desiertas; las casas han dejado de irradiar su tenue vitalidad diurna. Y parece que todo este silencio, que todo este reposo, que toda esta estaticidad formidable se concentra, en estos momentos, en el salón del Casino, y pesa sobre las figuras fantásticas, quiméricas, que vienen y se tornan a marchar lentas y mudas”. Cuesta creer, leyendo esta descripción, que estas mismas personas protagonicen, llegado el 15 de agosto, el gran festejo hedonista y báquico, ininterrumpido durante varios días, que los tomelloseros celebran, según me cuentan y leo en las guías, para honrar a su patrona, la Virgen de la Asunción, más conocida como de las Viñas por residir en un santuario en medio de ellas y portar en las manos, tanto la Virgen como el Niño, sendos racimos de uvas.

Faltan aún para el retrato completo del pueblo los bombos. Están fuera de él, desperdigados por la llanura imponente, entre las viñas y los cultivos modernos, y son las construcciones más rudimentarias y primitivas que uno pueda imaginar, pues se trata de chozos hechos con piedra seca, miles, millones de piedras de las que los arados sacaban al labrar la tierra (ahora los tractores, pero ya no se hacen bombos, pues la gente tiene coche para volver a sus casas y ya no duerme en el campo) y en los que los campesinos y los pastores se refugiaban cuando hacía frío, llovía o el sol pegaba de firme, como hoy en las calles de Tomelloso; estas calles anchas y luminosas, “en perfecta concordancia con los interiores de las casas”, al final de las cuales “la llanura se columbra inmensa, infinita” que describió Azorín hablando de estos pueblones manchegos y en las que huele a vino a todas las horas ¿Cómo extrañarse de que, si don Quijote no las transitó, pues no existían aún, sí lo hayan hecho otros muchos locos, aficionados a la pluma o al pincel, gentes como Antonio López Torres y su sobrino Antoñito López García, pintores, o los poetas y novelistas Francisco García Pavón, Eladio Cabañero, Félix Grande, Dionisio Cañas y un largo etcétera, que han hecho que a Tomelloso se la conozca, bien que con exageración, como la Atenas de La Mancha.

Plinio, el Sherlock Holmes manchego

Francisco García Pavón, un escritor muy popular en España hace algunos años, escribió en la segunda mitad del pasado siglo una serie de novelas ambientadas en Tomelloso, su pueblo natal, y protagonizadas por el jefe de la policía local, llamado Plinio. De corte policíaco, pero con toques costumbristas y de crítica social (hasta donde la censura franquista se lo permitió), las historias de Plinio, siempre ayudado por don Lotario, el veterinario de Tomelloso (un remedo del Watson de Sherlock Holmes, pero también del Sancho Panza de don Quijote, tanto por su lenguaje como por la campechanía) alcanzaron gran popularidad en España en los años setenta y ochenta del siglo XX a raíz de su adaptación por la televisión de la época y han merecido, como su protagonista, que un parque las recuerde en el pueblo en el que suceden. Se llama así: Jardín de las Historias de Plinio, y lo preside una estatua de éste con don Lotario.

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