La erupción del Vesubio alcanzó París
Una muestra en Nápoles y Pompeya muestra la fascinación europea por la ciudad romana. La exposición ofrece las escayolas de las víctimas del volcán restauradas
El descubrimiento de Pompeya y Herculano no sólo abrió una ventana inédita a la vida cotidiana de la antigua Roma sino que, desde que comenzó a correr la noticia de su hallazgo en el siglo XVIII, se convirtió en una poderosa metáfora de la vida y la muerte, de la capacidad de destrucción de la naturaleza y la fragilidad de cualquier empresa humana. Goethe, Chateaubriand, Stendhal, Mozart, Cocteau, Picasso, Klee, Freud, Le Corbussier fueron algunos de las decenas de escritores, artistas, arquitectos o investigadores que viajaron hasta el sur de Italia para buscar respuestas bajo el volcán. Una exposición que se puede ver en el Museo Arqueológico de Nápoles y en el propio yacimiento de Pompeya hasta noviembre, Pompeya y Europa. 1748-1943, reúne obras de decenas de museos e instituciones para mostrar la gigantesca influencia de las ciudades que enterró el Vesubio en el arte y el pensamiento de Europa.
La sede de Nápoles ofrece obras de museos de media Europa, en muchos casos junto a los originales romanos en los que se inspiraron, una comparación que demuestra el infinito talento de esos artesanos anónimos. Además ha recuperado fascinantes rarezas como los planos y dibujos de la mansión pompeyana que el príncipe Jerôme Napoleon –primo de Napoleón III– se hizo construir en la avenue Montaigne de París, una especie de pastiche tipo Las Vegas avant la lettre que fue derruida a finales del siglo XIX. En cambio, la sede pompeyana recupera una joya a la vez histórica y arqueológica: los primeros yesos de las víctimas del Vesubio, los romanos robados al pasado gracias al ingenio del primer gran director del yacimiento, Giuseppe Fiorelli.
Los habitantes que se quedaron en Herculano durante la erupción fueron abrasados y pulverizados por una nube de gas de más de 300 grados, pero las víctimas de Pompeya perecieron enterradas por toneladas de materiales geológicos expulsados por el Vesubio. Sus cuerpos se descompusieron a lo largo de los siglos, convirtiendo en vacío el momento exacto de su muerte: su expresión, sus ropas, las personas que les acompañaban… Fiorelli, el director de Pompeya en el momento de la unidad de Italia y el gran modernizador del yacimiento, tuvo la idea en 1863 de introducir escayola en ese vacío y capturar aquel instante trágico del año 79. Más allá de su inmenso valor documental –nunca antes nos habíamos podido encontrar cara a cara con personas que vivieron y murieron en la antigüedad–, los primeros yesos tienen también un enorme valor como objetos en sí.
Contemplarlos ahora reunidos y restaurados, en una pirámide de madera construida en el anfiteatro de Pompeya, es a la vez un espectáculo emocionante y atroz. Se ven sus expresiones, sus ropas, se intuyen las historias que cuentan: dos mujeres que murieron juntas, una familia con dos niños, uno de los cuales parece dormido, otro posado sobre el vientre de su madre… “En una entrevista en 1863, Fiorelli asegura que la antigüedad ya no se estudiará a través de las estatuas, sino con esas figuras que recrean el momento mismo de la muerte”, explica Massimo Osanna, superintendente especial para Pompeya, Herculano y Stabia en su despacho, el único lugar refrigerado de las ruinas en una jornada abrasadora de julio. “Para nosotros la exposición sólo tiene sentido si es a la vez un proyecto científico y por eso es tan importante la restauración de los yesos”, prosigue.
La muestra arranca en 1748, cuando comenzaron las excavaciones bajo Carlos III, y termina en 1943, cuando en agosto y septiembre los aliados bombardearon tres veces la ciudad porque creían que se escondía entre las ruinas una división de las SS. Pinturas, casas, calles y algunos yesos originales fueron destruidos entonces. “Hemos querido acabar la muestra con ese momento trágico que todavía condiciona la política de conservación”, explica Osanna, nombrado hace dos años, que se enfrenta al dificilísimo reto de sacar a Pompeya por segunda vez de las ruinas.
Mientras recorre las salas de la exposición en su sede napolitana, bajo un calor pegajoso y asfixiante –el Museo Arqueológico de Nápoles no tiene aire acondicionado–, el conservador Luigi Gallo va explicando la cantidad de museos e instituciones que han prestado piezas, desde el Palacio Real de Aranjuez hasta el British Museum, el Louvre, la fábrica de porcelanas de Meissen, museos de Bellas Artes de Angers, Odense, Estocolmo, Copenhague, Montauban o Besançon o el Museo Picasso de París. “Es una exposición que muestra la segunda vida de Pompeya”, explica Gallo, que ha trabajado durante un año y medio en la organización de la muestra que ha requerido todo tipo de complejas negociaciones para reunir las piezas.
La ciudad, ya sea por su arquitectura, sus pinturas, su erotismo –que los Borbones recluyeron en el famoso Gabinete Secreto– o sencillamente por el descubrimiento de la capacidad destructiva del Vesubio, se coló en todos los rincones del arte Europeo y se multiplicó en todo tipo de piezas. Los primeros viajeros, como Goethe o Stendhal, dejaron paso a los artistas. La muestra se cierra con un casco de gladiador tracio, una pieza que alberga el Museo del Louvre, extraordinaria por su estado de conservación, pero también por su historia: se lo regaló el rey de Nápoles Fernando IV a Napoleón en 1802, cuando era primer cónsul, para tratar de ganar su favor, aunque el emperador acabaría por echarle de Nápoles. Es la primera vez que vuelve a Italia desde entonces.
Originales y copias
Uno de los grandes hallazgos de la exposición es la posibilidad de jugar con los originales y las copias, mostrar las réplicas de los dibujos que fueron apareciendo en los muros de Pompeya junto a las recreaciones que hicieron artistas posteriores. Y, aunque salgan de manos maestras como la de Gustave Moreau, las pinturas romanas siempre ganan con las comparaciones. La habilidad, el gusto por el detalle, la belleza de los colores a pesar de los siglos pasados que demostraron los artesanos romanos no tiene comparación.
El conjunto que forman las ciudades enterradas por el Vesubio en el año 79 es considerado el yacimiento arqueológico más valioso del mundo porque ningún otro ha aportado tanta información sobre el pasado. Además, es el monumento más visitado de Italia —se esperan tres millones de turistas en 2015 y recibió 2,7 en 2014—. Eso, en sí, ya es un desafío de conservación. Además hay que añadir las infiltraciones de la Camorra, los robos de pinturas, los muros derrumbados, las casas cerradas que convirtieron a Pompeya en una metáfora de todos los males que padece el patrimonio histórico italiano.
En los últimos meses, gracias al Proyecto Gran Pompeya que reúne fondos europeos e italianos, se han abierto varias casas, se ha restaurado la Villa de los Misterios y, sobre todo, detrás de las viviendas cerradas se nota actividad, excavaciones, arqueólogos trabajando, no abandono. Esta muestra se enmarca dentro de ese esfuerzo para rescatar la ciudad de una segunda destrucción. Pompeya no sólo esconde todavía una cantidad ingente de datos sobre el mundo romano –en una excavación reciente en una zona popular de la ciudad se descubrieron huesos de jirafa, lo que demostraba la sofisticación de los menús que se ofrecían–, sino que ha marcado como ningún otro hallazgo la imaginación occidental, con obras maestras que van desde La flauta mágica de Mozart hasta el filme de Roberto Rossellini traducido como Te querré siempre (El viaje a Italia en su versión original), que muestra cómo un matrimonio en crisis interpretado por Ingrid Bergman y George Sanders contemplan la recuperación en yeso de dos víctimas. “Rossellini intuye la esencia de Pompeya: la capacidad que tiene para hacernos meditar sobre la vida y la muerte”, explica Osanna.
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