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Columna
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Juan Tallón
Los Soprano, en la segunda temporada.
Los Soprano, en la segunda temporada.

Todos contraemos alguna clase de deuda cada mañana al levantarnos, aunque sólo consista en llamar a la abuela por su cumpleaños, que ya fue la semana pasada. En la naturaleza de la deuda está prolongarse en el tiempo. De hecho, una de las palabras preferidas de cualquiera que te deba dinero es siempre “mañana”. Alberga grandes planes para ti… en el futuro.

El saldo de una deuda es una promesa de felicidad. Lamentablemente hay gente a la que la felicidad no le gusta, porque la hace sentir bien, y prefiere no pagar. En casos así acostumbran a pasar dos cosas: que no pase nada, o que de repente le entren ganas de devolver hasta el último céntimo, como resultado de una visita sorpresa. En la segunda temporada de Los Soprano, Tony incorpora a la familia a Furio Giunta, especialista en cobros atrasados (y asesinatos). Tiene clase y modales, a la vez que carece de ambas cosas.

En su primer trabajo irrumpe en un burdel con un bate y una pistola. El proxeneta que remoloneaba la deuda contraída con Tony refunfuña, pero tras recibir un tiro en la rodilla, paga. En la vida es importante disponer de un método de cobro seguro, y Furio lo tiene.

En 1968, Mario Puzo casi vive el mismo episodio. Le gustaba el juego y, en una mala racha, se empeñó con unos corredores de apuestas. Por esos días se presentó en la Paramount con un manuscrito titulado La Mafia, y le dijo al jefe de producción: “Tengo una deuda de once de los grandes; o me compra esto o me parten las piernas”. Su literatura lo sacó del apuro. Precisamente la literatura es uno de esos ámbitos en los que nunca se paga lo que se debe. La deuda es para la eternidad. A menudo se presume de ella. Faulkner no pagó a Dickens, Onetti tampoco a Faulkner, ni Vargas Llosa a Onetti...

Hace años conocí a un viejo periodista que escribía su columna desde un bar mugriento, donde las paredes sabían a calamares fritos. El secretario de redacción lo llamaba al teléfono del local, para que se la dictase, y muchas tardes el columnista le pedía veinte minutos más. Transcurrido ese plazo, lo llamaban de nuevo, y respondía lo mismo. Así varias veces, hasta que el camarero cogía el teléfono y les explicaba que se habían llevado al columnista a casa, completamente borracho. “Llame mañana, si eso”, y la columna quedaba otro día sin escribir.

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