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El fotógrafo que salvó tesoros

Ricardo de Orueta, impulsor de una ley de patrimonio y tutor de la Residencia de Estudiantes, revive en una muestra

Jesús Ruiz Mantilla
Luis Buñuel, haciendo unos ejercicios en la Residencia de Estudiantes.
Luis Buñuel, haciendo unos ejercicios en la Residencia de Estudiantes.

Lo importante de la fotografía anexa no es el torso ni la pelvis de Luis Buñuel. Ni siquiera su incitante pose de efebo, sorprendido probablemente en un descanso de entrenamiento cuando se decantaba por el boxeo antes que por el cine en sus años de la Residencia de Estudiantes. Lo importante de esa y otras fotografías es quién anda detrás de la cámara. Don Ricardo de Orueta, tutor de los chavales —Lorca y Dalí, incluidos—, loco de la escultura, republicano irredento, notario icónico de la Edad de Plata e impulsor de la primera gran ley de defensa del patrimonio: la de Tesoros Artísticos. Una norma crucial, promulgada mientras fue director general de Bellas Artes en la II República, ante el esquilme de obras antiguas por parte de millonarios, sobre todo norteamericanos.

Poco antes de morir, regresó a casa de unos familiares en el Madrid asediado por los franquistas con unas cuantas cámaras y unos camisones deshilachados como todo equipaje. No se ganaba la vida como fotógrafo, pero se había servido de ese arte nuevo como herramienta documental para su labor de estudioso del arte. Lorca le citó como si fuera tal en una obrilla inédita de juventud, recogida en un texto de Miguel Cabañas Bravo, del Instituto de Historia.

Queda recogida en el catálogo de la exposición, impulsada por Acción Cultural Española, que se abre este miércoles en la Residencia de Estudiantes, titulada En el frente del arte. Ricardo de Orueta 1868-1939. Se movía con el objetivo perplejo ante todo aquel efervescente panorama de creatividad y energética disposición a la vanguardia entre los inquietos cerebros amparados por la Institución Libre de Enseñanza.

Era de los considerados dones en aquel complejo de los Altos del Hipódromo, los mayores a quienes se debía respeto y entre los que también se encontraban Juan Ramón Jiménez o Miguel de Unamuno. Trabajaba junto al director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud. Pertenecían a la Peña de Málaga, lobby andaluz que se ayudaba entre sí cuando se llegaba a la capital en las primeras décadas del siglo XX. Como el poeta José Moreno Villa, que en sus memorias afirma que se trasladó a Madrid animado por él.

La norma evitó que continuase el expolio de valiosas obras antiguas

Orueta vivía en la Residencia. Había pertenecido a una familia de empresario progresista venido a menos y dejó su formación como escultor en París para volver a su tierra a trabajar, entre otras cosas, de vinatero. Nunca buscó dinero. Se conformó con un mísero sueldo por su adscripción al Centro de Estudios Históricos y ahorraba vivienda y comida en la Residencia. Su cuarto llamó la atención de Moreno Villa, que lo describió así: “Vivía estrechamente entre muebles viejos de su padre, desbarnizados y astillados, máquinas y ampliadoras fotográficas, estantes abarrotados de libros, colecciones de mecheros y plumas estilográficas (...)”.

Para Juan Ramón, su misma tos era afectuosa “y miraba lo que le rodeaba como una máquina fotográfica de diafragma voluble”. Soltero irredento, obsesionado con contagiar de Darwin y Flammarion a todo aquel que se le cruzara, se dedicó al estudio de escultores hasta entonces despreciados como los barrocos Pedro de Mena y Berruguete. Ingresó en la Real Academia de San Fernando y, nada más proclamarse la República, fue nombrado al frente de Bellas Artes. Su lealtad se medía a prueba de bombas. Recibió la proclamación de la misma en la Puerta del Sol y, dijo: “Me hubiera arrodillado si la gente me hubiese dejado”.

Pero no era cuestión, sobre todo, de remangarse para frenar un expolio: el que los millonarios de todo el mundo cometían contra un patrimonio histórico sin ley que detuviese el capricho de llevarse un coro, una reja o un retablo de cualquier catedral a sus mansiones. En declaraciones a un periodista, recalcaba lo más esencial para él: “Impedir que se nos llevaran el tesoro artístico nacional”. Y cumplió, “sin que hasta ahora haya sido suficientemente reconocido por ello”, sostiene Alicia Gómez Navarro, directora de la Residencia.

De atenerse al efecto que provocó en los traficantes, cabe hacerse una idea de la reacción iracunda que llegó a provocar en magnates como William Randolph Hearst. Su dealer en España, Arthur Byne, lo expresa así en una carta que recoge en su estudio María José Martínez Ruiz, de la Universidad de Valladolid: “Tenemos en España a un auténtico maniático como ministro de Bellas Artes”. Byne y su esposa utilizaban su fachada de expertos y miembros de la Hispanic Society of America para traficar con todo tipo de monumentos y forrarse vendiéndoselos, entre otros, a Hearst.

Orueta lo frenó. Protegió las joyas del patrimonio y prohibió su venta con una ley adelantada y promulgada en 1933 que ha servido hasta hoy para la protección del arte. Al estallar la guerra, fue evacuado a Valencia, escoltado por el Quinto Regimiento, en el mismo retén en que salió Antonio Machado. Harto de no poder seguir allí con sus estudios para su obra sobre el Gótico, pidió regresar a Madrid. Lo logró, pero ya en la capital no pudo sobrevivir mucho tiempo. Al parecer, una tonta caída por las escaleras del Museo de Reproducciones Artísticas le produjo tales heridas que acabaron con su vida. Poco después, Franco entró en Madrid.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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