El asteroide sí impactará contra nuestro planeta
A diferencia del YR4, el cambio climático no va de probabilidades, es una realidad aquí y ahora para la que no es necesario ningún cálculo adicional, ni esperar a las imágenes de ningún telescopio
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En las últimas semanas hemos asistido a un ansioso baile de probabilidades: ¿impactará el asteroide YR4 contra nuestro planeta en 2032? La casualidad ha querido que el día del posible impacto sea el que se celebra el sorteo de Navidad de la Lotería Nacional, algo que ha puesto en bandeja una comparación inapelable y preocupante. Mientras que la probabilidad de que nos toque el Gordo es de 1 entre 100.000 (es decir, un 0,001%), la colisión con el asteroide se movió durante varios días entre el 1 y el 3%, lo que significaba que el 22 de diciembre de 2032 era mil veces más probable que el YR4 chocase contra la Tierra a que despertase siendo millonario.
Sin embargo, he echado en falta otro tipo de comparaciones probabilísticas a lo largo de estas semanas, en las que todos estábamos pendientes de los telescopios y de las noticias de los astrónomos. Existe un evento infinitamente más catastrófico que el (aún posible) encuentro entre el asteroide y nuestro planeta, cuya probabilidad no es del 16% (acertar una cara de un dado lanzado al azar), ni tampoco del 50% (cara o cruz en una moneda), sino del 100%. Es el cambio climático. Resulta todavía más extraña la ausencia de esta comparación teniendo en cuenta que ya ha sido planteada con anterioridad en el cine (No mires arriba, dirigida por Adam McKay y estrenada en 2021) o en formato cómic (El meteorito somos nosotros, de Darío Adanti y publicado por Astiberri en 2022). Así que quizás es momento de insistir en ella.
Cien por cien significa que el cambio climático no va de probabilidades, sino de certezas. Es una realidad aquí y ahora, y lo seguirá siendo dentro de una década. Puede afirmarse, con rotundidad y sin temor alguno a equivocarse, que en 2032 viviremos en un planeta más caliente, en el cual los impactos del cambio climático serán más severos, frecuentes y extensos. No necesitamos ningún cálculo adicional, ni esperar a las imágenes de ningún telescopio, ni tampoco realizar complicados experimentos. Lo estamos viviendo ya, lo viviremos en el futuro. Tengas la edad que tengas, lo que te queda de vida tendrá lugar en un planeta más cálido y caótico que el que conoces en la actualidad.
Pero esa certeza absoluta, esa grieta en nuestro futuro, apenas recibe la atención que merece. ¿Cómo sería un mundo en el que estuviésemos seguros de que un asteroide de un kilómetro de diámetro impactará contra la India, Noruega o Bolivia en 2050, borrando ciudades, matando a millones y alterando el clima planetario? Es más, ¿acaso no nos prepararíamos si existiese una posibilidad de “sólo” el 50% de impacto con un asteroide con gran potencial de destrucción? ¿No invertiríamos en herramientas para desviarlo, elaboraríamos planes de contingencia y aumentaríamos la inversión en ciencia? ¿Por qué no lo hacemos ahora?
Vivimos en un planeta que se dirige hacia una colisión infinitamente más destructora que el posible encuentro con YR4. La Escala de Turín, que es la que se utiliza para medir el peligro del impacto de un asteroide o un meteorito, ofrece un resultado que varía entre cero y diez en función de la probabilidad de impacto y la energía liberada por el choque. El YR4 llegó a catalogarse como de nivel tres en enero, aunque ahora haya caído a cero. Si los efectos del cambio climático se midiesen con la misma escala tendría una clasificación de diez, la más alta, cuya descripción reza: “La colisión es segura, y con capacidad para causar una catástrofe climática global que pueda amenazar el futuro de la civilización tal y como la conocemos”.
Es duro y difícil de asumir, pero es así. Disponemos de toda la evidencia científica necesaria para prever los daños y los impactos que tendrá el cambio climático en las sociedades humanas y los ecosistemas terrestres y marinos. Por supuesto, existen áreas de incertidumbre sobre algunas dinámicas a largo plazo, pero en nada cambia el conocimiento sólido y asentado que poseemos sobre lo que implicará vivir en un mundo dos, o hasta tres grados más cálido. Sabemos todo lo que deberíamos saber para poner mayor empeño en la descarbonización y la restauración ecológica; si alguna vez has pasado por un quirófano, la persona que te operó tenía menos certezas sobre tu cuerpo de la que los climatólogos tienen sobre la realidad del cambio climático. Y no por eso dejó de hacer su trabajo, ni tú saliste corriendo del hospital.
Podría argumentarse que el asteroide y el calentamiento no son eventos comparables. Que uno es una catástrofe puntual y lo otro, algo a lo que podemos ir adaptándonos poco a poco. ¿Seguro? Debido a la subida del nivel del mar, muchas más personas se verán desplazadas a final de siglo (¡centenares de millones!) que si YR4 impactase en Nueva York o Bangkok. El clima cambiará más por nuestras emisiones de gases de efecto invernadero de lo que lo haría tras la colisión de un asteroide de varios centenares de metros. Incluso puede hacerse una comparación en términos de explosiones: los océanos absorben actualmente, debido al calentamiento planetario, el equivalente a siete bombas atómicas de Hiroshima por segundo. YR4 liberaría la energía de unas 500 bombas como la que se lanzó sobre la ciudad japonesa. En menos de un minuto y medio los océanos del planeta reciben, debido al cambio climático, más energía de la que resultaría del impacto del famoso asteroide. ¿A qué esperamos, qué más necesitamos?
Desde hace años viene proclamándose que en realidad no podemos hacer nada, puesto que nuestros cerebros son incapaces de gestionar una amenaza difusa, lejana e inaprensible como el cambio climático. Según esta tesis, la forma en que las neuronas de nuestro cerebro están cableadas nos abocan irremediablemente al agotamiento de recursos y la destrucción de nuestro entorno. Los sistemas de recompensa, la devaluación temporal de estas y la imposibilidad de autolimitación son algunos de los argumentos que se esgrimen para apoyar esta visión, según la cual los seres humanos no tendríamos escapatoria de la perversa bioquímica de nuestras sinapsis.
Sin embargo, esta es una explicación simplista, sesgada e incorrecta. En primer lugar, porque no es científicamente válida. La separación entre un cerebro “reciente” y uno “antiguo” (al que popularmente se conoce como reptiliano), es un mito alejado del funcionamiento real de este órgano y de la evolución del sistema nervioso de los vertebrados. Pero más importante aún es que, partiendo de concepciones erróneas, estas se usen para trasladar toda la responsabilidad (de nuevo) hacia el individuo, haciéndole creer que la contención es una cuestión únicamente de voluntad y sacrificio personal. La necesidad de reformar las estructuras productivas y de poder que conscientemente están provocando la crisis global pasa, entonces, a un segundo plano. El determinismo biológico supone una barrera para la transformación del actual entramado socioeconómico, fuente de una desigualdad que a su vez retroalimenta la emergencia climática.
La indiferencia hacia el cambio climático no viene únicamente dada por la percibida (y errónea) lejanía espacial y temporal, sino porque existe un poderosísimo armazón empresarial y político que se beneficia enormemente de la inacción climática. Cada año que pasa sin recortar drásticamente las emisiones es un año de beneficios récords y consolidación de unas relaciones de poder extractivistas y neocoloniales. No vemos este asteroide porque nos emborronan la vista y el cielo a través de ruido, desinformación y buenas palabras sin acciones reales detrás. El papel que juega nuestro cerebro es marginal, así que no, no estamos predispuestos para la catástrofe, y desde luego que ésta no es inevitable.
Quizás habría que plantearse aplicar la escala de Turín no ya al cambio climático, sino al propio sistema, el capitalismo, que lo alimenta e impulsa. La buena noticia es que para desviarlo de la trayectoria de la catástrofe no necesitamos lanzar ningún cohete y cruzar los dedos, sino recuperar la capacidad de imaginar para tejer y ensanchar espacios de humanidad y cooperación, también con el resto de la vida que nos acompaña en esta nave espacial llamada Tierra. Como escribió Rachel Carson, estamos ante un desafío que nos demanda demostrar nuestra madurez y nuestro dominio no de la naturaleza, sino de nosotros mismos. Frente a la certeza del impacto y la cancelación del futuro, redoblemos nuestra determinación, apostemos por esfuerzo conjunto y alejemos los fantasmas de las tecnofantasías para los hiperricos y del individualismo suicida.
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