‘El club’, gran Premio del Jurado en Berlín
Pablo Larraín sorprende con una película sobre unos sacerdotes con un pasado turbio
Pablo Larraín ha sido candidato al Oscar —No compitió a mejor filme de habla no inglesa en 2013, le derrotó Amor, de Michael Haneke—, ha ganado innumerables premios en festivales, pero nada como el Oso de Plata de la Berlinale. Su carrera ha ido en ascenso gracias a una filmografía que escarba en el pasado chileno, husmea en lo que sus compatriotas no quieren ver. Curioso destino para alguien cuyos progenitores forman parte de la oligarquía de derechas: su padre fue senador y presidente de la la Unión Demócrata Independiente (UDI) y su madre, exministra de Vivienda y Urbanismo en el gobierno de Sebastián Piñera. Es decir, de la clase política que su hijo señala constantemente como culpables de la connivencia con la dictadura de Pinochet. Educado en colegios católicos, Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976) descubrió allí que había tres tipos de sacerdotes: “Buenos, porque muchos se opusieron a los militares; delincuentes y los desaparecidos, que de repente eran trasladados y no dejan huella. Uno de ellos, un caso muy famoso en Chile, el cura Cox, acabó en una casa suiza de postal idílica, alguien le hizo fotos en aquella residencia, y ahí nació mi película”.
El club describe la vida de unos jubilados y una chica que se dedican a criar un galgo en una casa de un pequeño pueblo costero. Resultan ser curas con pasados pedófilos (y una monja que les cuida), sacerdotes escondidos en ese lugar por la jerarquía católica cuya convivencia estalla por los aires cuando un quinto sacerdote entra en la residencia. Larraín recurre a su grupo habitual de actores, que han aparecido en sus anteriores trabajos, incluida su esposa, Antonia Zegers, que encarna a la monja. “A los actores nunca les enseñé el guion. Les daba ideas. Y si la secuencia era larga, se las mostraba la noche anterior. Nunca había hecho algo así. Nadie preparó su personaje”. El club es una película turbadora, más desagradable por lo que se oye que por lo que se ve, un filme arriesgado que Larraín ha rodado casi a escondidas para que fuera más contundente su visionado.
Pregunta. El club es una película que deja aturdido y conmovido.
Respuesta. En mis experiencias anteriores trabajé con un guion cerrado, busqué productores, enseñé los filmes a gente, monté tomando en cuenta distintas opiniones. Ahora ha sido al contrario. Se escribió el guion durante tres semanas, mientras realizábamos la preproducción, y luego rodamos en dos semanas y media. La monté en mi casa, la vieron mi hermano —el productor Juan de Dios Larraín— y dos personas más, y la envié a Berlín. Cuando la aceptaron, corrí con la posproducción. Yo no la he visto con público hasta el estreno en la Berlinale. Intuía que sí, que provocaría un dolor interno, pero ha sido un trabajo muy inconsciente. Tiene que ver con mi pasado como niño en un colegio católico.
P. ¿Quién le habló de esas casas?
R. Primero, desde crío ya veía que de repente había curas que desaparecían. Pero cuando empezamos a investigar para el filme no éramos capaces de confirmar los rumores, hasta que un exmiembro del clero nos iluminó y además nos explicó toda la estructura.
P. Cuando presentó el filme, dijo que le asombraba que fueran tan importantes las decisiones del aparato de comunicación de la Iglesia católica como los actos del Papa.
R. Porque la Iglesia vive una gran paranoia, y son los medios de comunicación. Eso es muy reciente y muy interesante. Hay asesores de prensa y funciona como si fuese una multinacional.
P. Tony Manero y Post mortem eran, como El club, películas muy oscuras. En cambio, No fue más luminosa. ¿Se siente más atraído por lo negativo?
R. No tengo ningún diseño de carrera, así que la respuesta es que cada una la hice porque tocaba. La próxima será más en la dirección y el tono de No. Será también de época, con conexiones con el pasado dictatorial. Cada tema surge en su momento, y me agarro a ellos si descubro que tienen vitalidad, una fuerza que ni siquiera yo sea capaz de controlar. Como en este caso, con personajes al límite que me desbordan.
P. En Berlín tanto Patricio Guzmán como usted hablan sobre el pasado sin tapujos.
R. Es un director que me conmueve muchísimo, de sensibilidad muy profunda. He aprendido mucho con él, y ha sido muy generoso conmigo. No he podido ver su filme, sé de qué va, seguro que es estupenda. Los grandes artistas chilenos, aunque estén en el exilio, siempre vuelven a Chile. Nuestro país nos estructura de una manera que nos obliga a volver a nuestros orígenes. La impunidad es nuestro tema. Patricio es más sofisticado hablando de ella; yo soy más bruto, con más rabia. Es una justicia que nunca llegará, y eso llama aún más la anterior con la Iglesia, con su canon moral, que no reaccionan con humildad cuando sus miembros se lo saltan. Y hay que recordar que la historia de la Iglesia es imposible de disociar de la historia de Latinoamérica. Es una e indivisible.
P. ¿Le importa lo que la Iglesia opine de su filme?
R. Nunca lo dirán, porque sería darme publicidad, pero sí me encantaría mirar por un agujerito y ver la reacción de su jerarquía. Como no va a ocurrir, deja de interesarme.
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