La memoria del trabajo
Lewis Hine tenía el raro talento de advertir la dignidad, y retratarla y honrarla. Captaba las miradas temerosas y atónitas, las caras muy morenas de campesinos alucinados todavía por el viaje a través del océano
Vuelvo a Nueva York con el tiempo justo para ver en el International Center of Photography una exposición de Lewis Hine. No es tan completa como la que le dedicó hace unos años la Fundación Mapfre en Madrid, pero quizás las fotos cobran una mayor vehemencia cuando se ven en la misma ciudad en la que muchas de ellas fueron tomadas, en unos días de invierno en los que uno se vuelve más consciente de la dureza que tiene el trabajo manual en un clima casi siempre difícil y muchas veces invivible, con sus nevadas y sus vientos árticos, sus tormentas de una furia monzónica, sus extremos de frío y de calor. En un clima así trabajadores intrépidos escalaban los andamios del Empire State Building en 1930, soldaban vigas de hierro suspendidos a cien metros sobre el suelo, vencían el vértigo colgándose de los ganchos de grúas, viendo perderse a lo lejos la proliferación lineal de la ciudad y la anchura de sus dos ríos, el horizonte continental de los bosques. En el frío de eneros iguales a este, hace un siglo, los niños repartidores de periódicos, a los que apodaban newsies,salían a la calle abrigados apenas con chaquetas viejas, con botas heredadas de adultos o con los pies sucios y descalzos, y como tenían que madrugar tanto para recoger su mercancía a veces se quedaban dormidos en una escalera o un zaguán, el haz de periódicos como una almohada con olor a tinta. Muchos de esos niños habían llegado muy poco antes a la ciudad en las bodegas de tercera clase de los buques en los que viajaban los emigrantes. Otros habían nacido en Nueva York, en los vecindarios obreros del Lower East Side, en los que la densidad de la población y la miseria podían ser peores que en un barrio de chabolas de ahora mismo en India, hijos de padres fugitivos del hambre campesina de Europa, del terror a los pogromos que asolaban con metódica regularidad las aldeas judías de Rusia.
Lewis Hine iba con su cámara por la ciudad documentándolo todo. El primer impulso de una gran obra de arte no tiene por qué ser estético. Lewis Hine aprendió a manejar la cámara fotográfica por el mismo motivo que lo llevaba a dar clases de Ciencias Naturales en una escuela progresista de Nueva York, la Ethical Culture Society. El conocimiento y la educación eran herramientas para mejorar el mundo, para remediar algunas de las injusticias y de los crueles abusos que afligían a los pobres. Antes que nada hacía falta observar, comprender, difundir. Las aulas se quedaban pequeñas para esta clase de activismo. Los estudiantes y los profesores tenían que salir a la calle a ver cómo era de verdad la vida, igual que tenían que ver con sus propios ojos los experimentos en el laboratorio y que cruzar a Central Park para estudiar de cerca la explosión de las plantas y de los insectos al principio de la primavera, la textura geológica de las rocas de esquisto, las madrigueras de los roedores, el vuelo vigilante de los halcones sobre las copas de los árboles y las cornisas de los edificios.
Nos enseñó que el afán de la belleza y la justicia pueden ser idénticos, y el arte una forma severa de conocimiento
Lewis Hine tomaba el ferri para Ellis Island y les hacía fotos a los emigrantes recién llegados. Tenía el raro talento de advertir la dignidad, y retratarla y honrarla con un disparo de la cámara. Captaba las miradas temerosas y atónitas, las caras muy morenas de campesinos alucinados todavía por el viaje a través del océano. Eran caras de gente menos ilusionada que perdida, abrumada por la escala del nuevo mundo, aturdida por los gritos de los oficiales de inmigración, asustada por sus uniformes, por los ecos de multitudes bajo las bóvedas de hierro. Lewis Hine retrata a una joven emigrante judía con una chaqueta pobre y un pañuelo a la cabeza y le da una serenidad de estatua clásica o de madona italiana. De Ellis Island viaja al Lower East Side, y ese trayecto en el espacio confluye con un gran salto en el tiempo, porque ahora quiere seguir a lo largo de los años las vidas de los que llegaron: el trabajo agotador y mal pagado, las viviendas oscuras, llenas de niños, de abuelos, de baúles, de camas de hierro, el pulular de la gente en la calle. La mirada de Lewis Hine sobre los niños callejeros de Nueva York anticipa en treinta años la de Helen Leavitt, y aunque es igual de poética en su percepción de los rituales misteriosos y las alegrías, inmunes a la pobreza, de las vidas infantiles, tiene un propósito de denuncia más claro y mucho más organizado. En Nueva York, en Chicago, en Pittsburgh, en el sur, Lewis Hine sigue el rastro de la explotación del trabajo infantil, en una época en la que aún faltaba mucho para que fuera abolido. Su retrato del niño serio y digno al que una máquina le ha arrancado un brazo en la fábrica de cajas de cartón en la que trabajaba es un testimonio inapelable contra la injusticia y una obra maestra de la fotografía, del mismo modo en que El niño yuntero de Miguel Hernández es un gran poema y un panfleto.
Un artista está formándose toda la vida. En los años treinta, Lewis Hine, que había nacido en 1874, encuentra la madurez de su estilo al mismo tiempo que el tema definitivo de su arte: la celebración del trabajo bien hecho, el de los obreros cualificados, los que manejan máquinas difíciles o herramientas de precisión, con ese grado de concentración que es al mismo tiempo intelectual y manual, que requiere fuerza física, pero sobre todo destreza. Exaltando el trabajo moderno Hine utiliza modelos y resonancias visuales del clasicismo europeo, no por afición al pastiche sino por un proceso natural de depuración de las formas. Un viejo impresor inclinado sobre una linotipia es un patriarca de Rembrandt o san Jerónimo en su estudio, la cara enjuta y severa, el pelo blanco brillando en el claroscuro. Un mecánico ajusta una tuerca en una bomba de vapor y tiene el perfil de un guerrero griego en un bajorrelieve, y el contorno de la bomba con sus tuercas repartidas a distancias iguales actúa como una orla de fondo y sugiere un escudo. Una muchacha confitera, con cofia y mandil blanco, muestra una bandeja de bombones, mirando con una belleza seria de santa de Zurbarán. Un trabajador en una fábrica de sombreros posa con las dos manos abiertas, en el interior de guantes rudos y enormes. Es grande, atezado, barbudo, con cara de bebedor, con aspecto de vida dura e intemperie. En cuanto lo veo me acuerdo de aquellos mendigos viejos de Madrid a los que Velázquez les hacía que posaran como filósofos griegos. En un primer plano unas manos suspendidas y abiertas como un par de pájaros parece que pulsan las cuerdas de un arpa. Pero son las manos de una obrera en un hilador de seda.
Lewis Hine murió pobre y casi desconocido. Berenice Abbott le organizó una exposición poco antes de su muerte. Nos enseñó que el afán de la belleza y el de la justicia pueden ser idénticos, y el arte una forma severa de conocimiento
www.antoniomuñozmolina.es
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