Halloween y otros aquelarres
Petros Márkaris retrata la extrema pobreza en Grecia en su último libro
En Panamá, entre el aire acondicionado del gélido adentro y los higrómetros enloquecidos del tórrido afuera, se habló mucho del español y de los libros que lo transportan y fecundan. De todos los libros, el libro, que diría el antiacadémico Cortázar, y también de sus siempre improbables destinatarios, aunque ya sabemos que, como pontificó el latino, habent sua fata libelli, y que cada libro escoge a su lector. William Ospina anunció a la audiencia que “el verdadero dueño de un libro no es el que lo compra, sino el que lo lee”, lo que constituye una profunda verdad, por más que algunos la enarbolen en justificación de la piratería. También se habló mucho de la RAE, que celebraba su trescientos cumpleaños en compañía de sus hermanas (todas republicanas) y del diccionario que apadrina y que —más vale tarde que nunca— contiene ya veintiséis mil “americanismos”, un sustantivo separador (por genérico) donde los haya que viene a rubricar que lo de la lengua común y blablablá todavía necesita un hervor (y pronto, que del lado de allá aparecen periódicamente, y desde la época de Andrés Bello, heroicos furores lingüístico-independentistas, hoy presentes en la retórica de influyentes blogueros con abundante parroquia). Un amigo gramático de sabiduría amplia y boscosa me hizo notar en una de esas charlas ateridas (tal vez almorzando un astringente ceviche de corvina) que el DRAE, el producto estrella de la Asociación de Academias, recibe una media de 40 millones de visitas al mes, una información que rubricó con una pregunta retórica: “¿cuántas páginas webs de firmas comerciales conoces que reciban un volumen semejante de visitas?”. A partir del resplandor de la bombilla encendida en la mente de los gestores de la Academia, muy azacaneada por crisis y recortes presupuestarios, el debate está quizás en el cuándo y el cómo, no en la esencia. Ya sabemos que la lengua es —igual que el aire que respiramos— patrimonio común de, más o menos, 500 millones de hispanohablantes, pero el diccionario requiere gasto y mantenimiento, por lo que me temo que, tarde o temprano, tendremos que financiarlo. ¿Cómo?: ¿con una versión “plus” que ofrezca a los que quieran pagarla algo más que la estándar?, ¿o la misma para todos pero con publicidad? Y, ojo, ¿con qué publicidad?: ¿valdría la de profilácticos Durex, llegado el caso?, ¿o se buscarían instituciones, tipo “El Corte Inglés, patrocinador oficial del bicentenario de la Constitución de 1812”? En fin, que el espíritu que iluminó a las viejas Autoridades que juntaron las palabras castellanas del primer diccionario oficial alumbre ahora a nuestros académicos. Y que el eventual resultado nos cueste poco a los muchos que hablamos y escribimos (mal que bien) en una lengua en la que “coger” o “concha” significan y no significan lo mismo según el sitio. Por lo demás, y si, como decía el maestro Vargas Llosa, nuestra lengua también ha de estar abierta a la influencia extranjera, más vale que los académicos vayan pensándose qué van a hacer con esa novísima (pero imparable) tradición impostada que es el Halloween, repleta de monstruos, caretas y disfraces que con sus trucos y sus tratos tanto fascina a la infancia globalizada del siglo XXI. Les sugiero jálogüin, que queda tan castizo como aquel patético “jeriñac” propuesto en los cincuenta por un Consejo Regulador nacionalista y jerezano para denominar el brandy. Cuenta la leyenda que rápidamente surgió el chiste: un tipo llega a la barra y pide jeriñac: “al fondo a la derecha”, le contesta el barman. Por cierto, si juegan (impropiamente) a buscar en el DRAE online (gratis total, por ahora) la palabra “halloween” se encontrarán con a) la previsible información de que no está registrada, y b) con otra de carácter surrealista que les informa de que las dos palabras encontradas “con escritura cercana” son “gallofear” y “halconear”. La primera equivale a pedir limosna, mendigar, y la segunda (“dicho de una mujer desenvuelta”, vaya por Dios) a, más o menos, ir pidiendo guerra y eventual revolcón. En fin, que la lengua de Vallejo y Benet y Pizarnik y Bolaño y Onetti y Martín Gaite (por citar a maestros del español que nunca fueron académicos) es impagable y sirve tanto para un roto presupuestario como para un descosido académico.
Invisibles
En Pan, educación, libertad (Tusquets), la última aventura de Kostas Jaritos, el admirable detective de Petros Márkaris, Grecia y España han regresado a sus respectivas monedas de antes del euro y la pobreza de la clase media (imagínense la de la otra) de ambos países se ha generalizado hasta extremos insoportables (hasta la familia Jaritos se junta para cenar el mismo potaje y ahorrar). El obispo Berkeley (1685-1753), tan denostado por Lenin (que lo trató como si fuera un socialtraidor en Materialismo y empiriocriticismo, 1909), y tan admirado por Borges, que ideó un contramundo metafísico basado en sus teorías (ver “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” en Ficciones, 1944), resumía buena parte de su doctrina en el apotegma esse est percipi aut pericipere (ser es ser percibido o percibir). Simplificando: las cosas que no se ven no existen. Esa, por ejemplo, parece ser la circunstancia de los pobres para este Gobierno, que se enorgullece de estar consiguiendo lo que Paul Krugman ha caracterizado (en otro ámbito) como “recuperación de los ricos”. A lo mejor es que los que dirigen el cotarro piensan que si la bonanza llega a los ricos, la de los demás (suponiendo que sigan vivos) vendrá después: y de nuevo todo volverá a ser igual que antes (para los primeros) y peor para los que, por el camino, se han visto despojados de derechos sociales y laborales conseguidos trabajosamente en los tiempos en que “vivíamos por encima de nuestras posibilidades” (¡puaj!). De modo que si no se les ve, los pobres (ya más de tres millones por aquí, según Cáritas, y seguimos contando) no existen, sobre todo cuando no estallan. Según los expertos, se podría estar produciendo una “invisibilidad de la pobreza por saturación”: hay tantos que no son percibidos (de nuevo, Berkeley), aunque vivan en el mismo rellano. Sobre las ordalías del desarrollo capitalista en el país “donde se puede ganar más dinero en menos tiempo” (exclamaba en los ochenta un ministro de Economía) se han escrito ya muchos ensayos. Y también (aunque menos) algunas novelas notables. Rafael Chirbes, que hace muchos años viene escribiendo distintas variaciones de la misma historia, fue a su modo un precursor: pueden comprobarlo ahora (re)leyendo Pecados originales (Anagrama), un volumen que recoge La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994), dos nouvelles compuestas en aquellos años “en que banqueros y millonarios se convirtieron en héroes populares”, y en que socialdemócratas y liberales coincidían sobre todo en un lema implícito: ¡enriqueceos, tonto el último! Veinte años más tarde de aquellos entusiasmos y de tantas ilusiones perdidas, y después de uno de los cíclicos seísmos del capitalismo, el paisaje social se ha modificado dramáticamente. Tanto que cuando llegue la mejoría por arriba los de abajo serán muchos más, y quién sabe cuántos quedarán ya en el medio.
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