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SILLÓN DE OREJAS

Jitanjáfora panameña

El VI Congreso de la Lengua tiene como protagonista al libro en español y a todos los que lo hacen Es intolerable que el número de académicos hispánicos centuplique el de sus colegas femeninas

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Como se sabe, por razones de cadera y prótesis el Rey de España no acudirá a la Cumbre Iberoamericana de Panamá y, por los mismos motivos, tampoco a la inauguración del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, que tendrá lugar la próxima semana en la ciudad fundada por Pedrarias Dávila, el más maltratado de todos los conquistadores españoles. En cierto modo, la ausencia forzosa del Rey (a quien deseo un pronto restablecimiento, lo cortés no quita lo republicano) me tranquiliza: siempre me inquietó que la presencia del único monarca en ejercicio (por ahora) de la gran comunidad de la Eñe pudiera ser interpretada como la de una especie de divinidad tutelar encargada de velar por el éxito de las sesiones. Además, les confieso que hace unas semanas, tras una copiosa cena a base de sancocho con unos colegas de por allá, soñé que, durante la ceremonia inaugural del Congreso, el Rey (que en mi sueño sí había acudido) iniciaba su intervención con una jitanjáfora cortaziana dirigida al presidente de la República de Panamá: “Apenas él le amalaba el noema” —decía don Juan Carlos— “a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”. A lo que don Ricardo Alberto Martinelli contestaba, sin inmutarse ni amilanarse, con un magnífico terceto del gran Quevedo: “Tu forasteridad es tan eximia, / que te ha de retractar el que te rumia, / pues ructas viscerable cacoquimia”. En mi pesadilla el duelo jitanjafórico (auténtico homenaje a la memoria de don Alfonso Reyes, que supo explorar los poderes lúdicos de nuestra lengua común) se prolongaba interminablemente, consiguiendo que el Congreso se divirtiera de lo lindo. Jitanjáforas y chascarrillos aparte, el Congreso de este año tiene como auténtico protagonista al libro en español y a todos los que lo hacen y difunden, desde el autor hasta los medios y los educadores. El asunto no es baladí: el libro en todos sus soportes y avatares —de la prensa de Gutenberg a la tableta de Kindle o al último modelo de androide— sigue siendo un elemento esencial de cultura y comunicación en una época en la que, como afirma el gran historiador Robert Darnton, la información “ha estallado furiosamente” a nuestro alrededor. Los poetas, narradores, dramaturgos, pensadores, filólogos, críticos, bibliotecarios, científicos, políticos, empresarios, economistas y periodistas convocados que se reunirán en Panamá en esta nueva (y van seis) instancia de una lengua en que se comunican 450 millones de hispanohablantes y que forma parte fundamental de los planes de estudio de muchos países en los que se hablan otras, tienen la obligación de testar cómo se encuentra y de qué modo progresa. Deseémosles suerte.

Publicaciones

Desde que Fernando Lázaro Carreter (en 1992-1998) y Víctor García de la Concha (de 1998 a 2010) presidieron su política, la RAE ha ido abandonando cierto dontancredismo nacionalista y añejo que le impedía asumir el hecho indiscutible de que los habitantes de la áspera y adusta Piel de Toro (las “hurañas tierras”, las llamó Neruda) ya no marcaban la pauta viva del idioma, nuestra lengua se ha hecho mucho más universal. El castellano ya no tiene amo exclusivo, e Internet y el acuerdo de Microsoft con la RAE (todavía recuerdo la foto histórica de García de la Concha con Bill Gates) han sido elementos importantes de ese proceso. También se ha hecho más universal su literatura: leyendo a los autores del boom mi generación descubrió que desde América nos estaban enseñando a utilizar mucho mejor las posibilidades expresivas de la lengua de Cervantes y Quevedo, que también era la de sor Juana y Rubén. Y que en la poesía y la novela que nos llegaba de allí se nos contaban de modo diferente sentimientos e historias de validez universal que han asombrado al mundo. Hoy ya nadie duda que la suerte del español se juega sobre todo en América, un continente que habla mayoritariamente en nuestro idioma (y en el de nuestros vecinos portugueses) y cuyo nombre, sin embargo, se lo ha apropiado con exclusividad el gran inquilino angloparlante del norte. Una muestra nada desdeñable de esa renovación de la RAE, que este año celebra su tercer centenario, han sido las publicaciones que ha promovido desde entonces y que han venido a completar la de su diccionario normativo (en 2014 aparecerá su 23ª edición): la Nueva Gramática (Espasa), el Diccionario de Americanismos (Santillana) y el Diccionario Panhispánico de dudas (Santillana), ampliamente consensuados por la Asociación de Academias de la Lengua Española, han sido algunos de sus hitos. A ellos se añade la Ortografía (Espasa), cuya edición escolar —importantísima para la norma de la lengua escrita— se presentará durante el Congreso. Por cierto que, dentro del extraño (y envidiado) oligopolio editorial formado por los dos más grandes grupos españoles (Planeta y Santillana, ambos con fuerte implantación americana) que se reparten las publicaciones de la RAE, al segundo le ha correspondido la publicación de unas estupendas (y asequibles) ediciones conmemorativas en las que, hasta la fecha, han aparecido obras de Cervantes, García Márquez, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Carlos Fuentes y Vargas Llosa. De ahí que Alfaguara (la editorial más literaria de Santillana) haya sido la encargada de la colección Tercer Centenario, con la que la RAE inicia una colección de clásicos de los siglos XIX y XX, cuyos dos primeros títulos (Misericordia, de Galdós, en edición de Sobejano y prólogo de Muñoz Molina, y La busca, de Baroja, edición de Mainer y prólogo de Soledad Puértolas) también se presentarán en el Congreso.

Carencias

En las últimas semanas, mientras leía las novelas de la dominicana Rita Indiana (Nombres y animales, Periférica) y de la argentina Alicia Plante (Fuera de temporada, Adriana Hidalgo), así como las dos breves crónicas tan diferentes de la colombiana Piedad Bonnett (Lo que no tiene nombre, Alfaguara) y de la también argentina Leila Guerriero (Una historia sencilla, Anagrama) me he preguntado qué necesitan demostrar todavía las mujeres que escriben en nuestra lengua (aquí y allá) para que las Academias que velan por nuestro idioma les abran sus puertas de par en par de una vez por todas. Comparando la calidad y los méritos de muchas de ellas con los de bastantes de sus colegas masculinos, su ausencia no deja de ser alarmante. Sí, ya sabemos que algo se va haciendo, pero con tanta flojera y tan parsimoniosamente que a veces da la sensación de que se hace a regañadientes y porque, en los tiempos que corren, no queda otro remedio. El mayor argumento para esa imprescindible apertura es no sólo mirar alrededor y comprobar talentos y capacidades, sino también la estadística: es intolerable que el número de académicos hispánicos centuplique el de sus colegas femeninas. Piénsenlo también estos días durante el Congreso, aunque sea mientras degustan una buena ración de mondongo a la culera (lo siento, el nombre no lo he puesto yo), ese sustancioso plato panameño que tanto se parece a nuestros indigestos callos. Feliz Congreso.

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