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La mano que era una guitarra

La mano de Falú era más grande que una guitarra y él era más grande que un guitarrista

Juan Cruz

La mano de Falú (Eduardo Yamil Falú, Salta, Argentina, y de julio de 1923; Córdoba, Argentina, 9 de julio de 2013) era más grande que una guitarra y él era más grande que un guitarrista. Te daba la mano desde su altura de dos metros y la sabías dentro de un barco, navegando en la intensidad tranquila de su apretón.

Falú fue en los 60 y en los 70 el padre de una generación de amantes del folklore argentino que se crió en España (en mi caso, en Canarias) sabiendo quiénes eran y cómo cantaban Atahualpa Yupanqui, Los Fronterizos, Los Chalchareros, José Larralde, Jorge Cafrune… y Eduardo Falú.

Falú era, en esa constelación, una estrella aparte. Por su voz, por la esencia culta de su sonido, por el aliento poético de las letras que hizo suyas, por el rigor de su melancolía, por su insobornable manera de relacionarse con el texto que cantaba. Su versión de Volver (“A qué volver, si han volteado hasta el recuerdo, entonces a qué volver…”) es un monumento de enorme sutileza, casi de aire, a la nostalgia que se siente hacia lugares que ya jamás serán como fueron.

En mi tierra fueron Los Sabandeños de Elfidio Alonso (y Edmundo A. Esedín del Ródano, un argentino que también importó la esencia del asado) los que popularizaron, en noches de improvisación y luego en discos en los que Falú también fue cómplice, ese sonido que ahora se acaba de apagar para siempre en Córdoba, donde Eduardo Falú vivió sus últimos años.

¿Por qué fascinaba Falú? Por la tranquilidad arrulladora de sus tonos y por el drama sutil que los habitaba. Lo que contaba era desgarrador, pero su voz era una caricia a la guitarra que la guitarra le devolvía como un lamento hondo y respetuoso. Era, quizá, el más literario de los cantantes argentinos, el más poético. Un día de mucha morriña, Ernesto Sábato, que fue su amigo y muchas veces su inspirador, quiso oír en un bar de Madrid cualquier melodía de Falú; era la voz de la tierra, del corazón de la tierra, su melancolía: antes de volver a Buenos Aires, el autor de El túnel quería resolver el principio del viaje, acercarse a Argentina con las palabras de su amigo. La Tonada del viejo amor que compuso otro de sus grandes amigos, Jaime Dávalos, es en ese sentido del viaje poético de los argentinos mucho más que una canción de amor. “El viento, como el olvido/ la arenita se llevó/ y ahora se ha vuelto arena lo que juramos tú y yo”. Toda su poesía cantada, en cierto modo, como la de Borges (en cuyos versos también halló inspiración su guitarra), es un relato de la pérdida. “El amor es eterno”, le hizo decir Dávalos, “y nuestra vida fugaz”. Esa canción acaba como termina quizá toda historia de amor o de vida: “Y entra el otoño en mi corazón”.

Cantó el otoño Falú, sin duda, y ahora ese otoño se asoma al folklore argentino. Queda también el recuerdo de su mano, esos dedos que apretaban como si fuera para siempre. Una mano más grande que su guitarra.

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