El viajero ideal
El historiador argentino José Emilio Burucúa narra un original periplo por Israel y Grecia
La próxima vez que José Emilio Burucúa salga de viaje, quiero que me lleve con él. Quiero, guiado por sus inteligentes caprichos, explorar la geografía del presente de la mano de antiguos cronistas como Pausanias y Herodoto, enterarme de los chismes de hace muchos siglos para entender mejor el día de hoy, encontrarme con lejanos familiares que preparan comidas exquisitas y conocen lugares secretos en ciudades archiconocidas y, por sobre todo, quiero aprender a viajar en el espacio para mejor conocer lo que perdura en el tiempo. Y si no puedo ser parte de la comitiva Burucúa, quisiera al menos ser el destinatario de su luminosa correspondencia, su privilegiado lector, un viajero sedentario o virtual.
Las cartas, por lo general, no tienen un público lector: están dirigidas a un lector en particular y solo él puede reconocer las alusiones, entender las bromas, vislumbrar la historia oculta. No así estas Cartas del Mediterráneo Oriental que, a pesar de estar dirigidas a un amigo de Burucúa en particular, Nicolás Kwiatkowski, se dejan leer por perfectos desconocidos con admiración, provecho y placer. Las Cartas del Mediterráneo Oriental narran un viaje a Israel y a Grecia hecho hace dos años por Burucúa y su mujer, y prosiguen el epistolario iniciado en 2006 con las Cartas norteamericanas; como aquellas, estas recuerdan, por su inteligente encanto, sabiduría y humor, las elegantes correspondencias de viajeros del ilustrado siglo dieciocho.
El género epistolar es uno de los más antiguos, ya que nace apenas dos milenios después de la invención de la escritura misma. “Bulattal me ha traído noticias tuyas”, dice una carta escrita hacia 1700 antes de Cristo en Sumeria, “y me han llenado de felicidad; tuve la impresión de que tú y yo nos encontrábamos y nos abrazábamos”. Sin duda así lo sintió, casi cuatro milenios después, el amigo Nicolás al recibir las cartas que desde Israel y Grecia le enviara el itinerante y erudito argentino, contándole las pequeñas peripecias de su tour con un ojo indiscreto para todo detalle histórico, psicológico, arquitectónico, político, gastronómico. Y artístico, claro, puesto que Burucúa es discípulo de Carlo Ginzburg y Aby Warburg, y autor de una formidable historia sobre la evolución del pensamiento warburgiano. Lo cierto es que, en cualquier lugar en el que se encuentre, Burucúa nunca deja de interesarse por lo que Warburg llamó “la sobrevivencia de las imágenes”, rastreando en mosaicos de Galilea o en ciertos fragmentos de estatuaria griega, imágenes que reaparecen a lo largo de los siglos con sutiles variaciones de forma y de significado. Burucúa parece sentir el mundo antiguo como contemporáneo, como si él fuese no ya un profesor de historia de hoy sino un pagano erudito perdido en la pobre mitología de nuestro tiempo. “Un Jesús helenizado, no tanto el asceta Pablo, eso es lo mío”, confiesa.
Pocas cosas son más aburridas que el relato de nuestras vacaciones. No así en el caso de Burucúa, quien transforma la crónica de un tradicional viaje turístico en un apasionante ensayo sobre docenas de temas inesperados y diversos. Su compañera de aventuras es su mujer, Aurora, a cargo del reconocimiento del terreno y de imponer a las excursiones un necesario sentido práctico. Su implícita presencia da a la narración un sutil trasfondo de humor y de mesura, cualidades tan necesarias en toda empresa intelectual.
Burucúa es un historiador inmensamente docto, impecable conocedor de las fuentes antiguas, pero su estilo no es nunca académico ni pedagógico. Comentando las obras griegas robadas en el siglo XIX y exhibidas hoy en los grandes museos europeos, Burucúa opina que se debe “hacer bien las cuentas, convencer a los banqueros de que la deuda, más que de Grecia, sigue siendo con Grecia”. Cuando el nombre de una deidad antigua le recuerda a un profesor muerto. Burucúa anota: “Si la existencia más allá de la muerte consiste en la perduración de un recuerdo, mi viejo amigo, muerto en mayo de 2005, hoy ha sido inmortal”.
El doctor Johnson, gran amigo del género epistolar, observó un día que acababa de tener un pensamiento extraño: “En la tumba ya no recibiremos cartas”. Espero que el buen doctor se haya equivocado y que, cuando me toque cruzar el Aqueronte, las futuras misivas de Burucúa, escritas desde donde sea que se encuentre, me lleguen, a pesar de todo, para distraerme de la eternidad.
Cartas del Mediterráneo Oriental. José Emilio Burucúa. Adriana Hidalgo. Buenos Aires, 2013.168 páginas. 15 euros
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