50 dólares por una de palomitas
Grandes estudios y redes de salas de cine de Estados Unidos ponen a prueba al público con nuevas fórmulas que incluyen entradas ‘vip’ a precios de oro
Reza un viejo proverbio: “Cuando Estados Unidos se resfría, el mundo estornuda”. En realidad la sentencia se aplica, básicamente, en parámetros financieros, pero puede ser extrapolable a casi todos los ámbitos de acción. En el mundo del séptimo arte, con la perpetua amenaza de monopolio del cine estadounidense (taquillazos mediante), la frase no podría ser más certera. Sin embargo, lo que está pasando estos días al otro lado del Atlántico parece —a primera vista— muy alejado de lo que se vive día a día en el ajado panorama nacional: la taquilla en Estados Unidos y Canadá alcanza niveles históricos de recaudación mientras en España se producen las peores cifras jamás registradas sin que parezca que el pozo tenga fondo.
A la habitual inmovilidad del sector en nuestro país (con propuestas dispersas, sin que nadie parezca dispuesto a arremangarse para remar) los estadounidenses se debaten entre la perplejidad y el cabreo ante los últimos movimientos detectados en el país a propósito del futuro del cine, y en especial del precio de las entradas.
Abrieron la veda Steven Spielberg y George Lucas con las declaraciones del segundo ante estudiantes de una universidad de California: “La obsesión de los estudios por las superproducciones va a generar una implosión. Acabaremos teniendo muy pocos cines e ir a ver una película costará 50, 100 o 150 dólares, como una obra en Broadway o un partido de fútbol americano”. Spielberg añadió: “Tendremos pagar 25 dólares por el próximo Iron man pero solo siete por ver Lincoln”. Muchos analistas calificaron de “exageración” las palabras de los dos mavericks y pusieron en duda que esas profecías vayan a cumplirse.
Dos días después Paramount anunciaba la noticia de que Regal, una de las cadenas de salas de cine más populares de EE UU, ponía a la venta entradas de 50 dólares para ver Guerra Mundial Z. Con la entrada se podía ver la película dos días antes del estreno y recibir un pack de regalos que incluía un póster del filme, una bolsa de palomitas, las gafas 3D en edición limitada y una copia digital de la película a descargar cuando esté disponible. La maniobra, autorizada por el estudio, era un experimento del que no se han difundido cifras (solo era posible adquirirlo para sesiones en Atlanta, Filadelfia, Los Ángeles, San Diego y Houston) pensado para sondear nuevos hábitos de consumo. “Lo que intentamos es otorgarle más valor a la experiencia de ir al cine”, decía el jefe de marketing de Regal, Ken Thewes.
Paramount ya había demostrado que era posible explotar determinados formatos al limitar la salida de la última entrega de Misión imposible a cines Imax en sus primeros cinco días de exhibición (con entradas a 25 dólares) con impresionantes resultados. Lo mismo puede decirse de Disney, que en tiempos de El rey León, La bella y la bestia o La sirenita acostumbraba a preestrenar sus películas en cines de Nueva York y Los Ángeles, con entradas más caras y llenos absolutos.
El redactor jefe de la revista Entertainment weekly, Jess Cagle, dedicó hace poco una hilarante columna al tema, titulada Verano 2023: “La película me mareó pero al menos pude disfrutar mis palomitas de 85 dólares”, decía Cagle, reflejando la posición mayoritaria —bañada en escepticismo— que los medios de comunicación estadounidenses han expresado respecto a las opiniones de Lucas y Spielberg. Curiosamente, los más interesados en el asunto han sido las revistas del ámbito económico, como Forbes o Business week, a las que la idea del cine a precio de oro o el incremento de las entradas (más allá de los habituales complementos como el asiento reservado o el 3D) les parece una nueva vía interesante. Scott Mendelson, columnista de Forbes, lo argumentaba así: “Los dueños de los cines lo aprobarían porque podrían reemplazar una película vieja por una nueva, a precios Premium y con el único coste de una pequeña bolsa de palomitas. El estudio recibe su parte de una entrada mucho más cara y los aficionados, aquellos que gustosamente deseen pagar por un estreno anticipado, reciben exactamente lo que querían por su dinero”.
Así pues, mientras en Estados Unidos especulan con hasta qué punto se puede exprimir al aficionado (el verbo parece el apropiado) y cómo va a soportar el cine independiente estos vaivenes, en España nadie se atreve a coger el toro por los cuernos, mientras la taquilla cae en picado y las salas cierran a pares. El ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, decía tras la desastrosa taquilla del fin de semana del 15 y 16 (dos millones de euros, la peor de la que se tiene noticia desde que hay mediciones en este campo), y poniéndose taurino: “Un mal fin de semana lo tiene cualquiera”. Así pues, ante la falta de movimiento en el sector o el anuncio de una bajada del precio de las entradas (un tema tabú, visto lo visto), lo que se puede asegurar sin temor a equivocarse es que a nadie se le va a ocurrir tratarnos de vender una entrada de cine a 40 euros. Si alguien lo hiciera podríamos llegar a la conclusión de que nuestras salas gozan de buena salud y sonreír ante el atrevimiento. Tal como está el panorama, no tiene ninguna gracia.
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