La música de Haneke
La música es principio y fin para Michael Haneke. En el cine y en su propia biografía. Desde su voluntad original de convertirse en intérprete (cuenta que su padrastro se lo sacó a tiempo de la cabeza), al diseño narrativo de algún protagonista (con La Pianista y su insistente viaje a través del Winterreise de Schubert). También ha sido el vehículo par dar el salto a los grandes teatros de ópera con Don Giovanni y Così fan Tutte, ambas de Mozart, y multiplicar la veneración que recibe con su trabajo en el cine. Ahí siempre ha sido un radical del estricto uso diegético del sonido. Suele decir que toda aquella música que no provenga de una fuente sonora presente en la narración (una radio, un coro, una orquesta, un piano…), es simplemente una manera de enmascarar las debilidades de un mal guion. De subrayar torticeramente emociones mal dibujadas. Y la manipulación es lo que más de quicio le saca.
Pero a Haneke, melómano empedernido que abrazó una fe casi religiosa por la música a través de el Mesías de Haendel a los 10 años, no le encontrarán en salas de concierto ni teatros de ópera (excepto cuando él sea el director del montaje). No se fía ni un pelo de lo que se programa. “Suena arrogante, pero prefiero escuchar la música en casa o comprar un buen DVD que ir a una ópera y no creerme nada. He visto también cosas formidables, pero los momentos espléndidos en la vida son raros. También en el cine o el teatro. Hice 20 años teatro, y prácticamente no voy a ver nada. Me da un poco de miedo. Los conciertos son otra cosa. Tengo muy poco tiempo y no me gusta todo el espectáculo que hay alrededor. Pero bueno, cada año voy a ver la Pasión según San Mateo”, explicaba en la entrevista que concedió a EL PAÍS (la única en España) el pasado febrero.
Sus tres ejes musicales son Bach (como origen de todas las cosas), Mozart (como genio indiscutible y autor de sus óperas favoritas) y Schubert. Y aunque quizá este último sea el menos evidente, como él dice, no lo es “para un austriaco”. Director de dos fantásticos montajes de Mozart (Don Giovanni y Così fan tutte), siempre con el belga Gerard Mortier como socio, se encuentra estos días terminando de ajustar el reestreno de la segunda en Bruselas. Exige intervenir en cada reposición que se haga de sus montajes (en París tuvo uno de los grandes disgustos de su vida al ver el reparto de cantantes que se eligió para reponer Don Giovanni) y trabaja intensamente con los cantantes para convertirlos en actores de primer nivel.
Lo hizo en Madrid hace unos meses y recibió un elogio absoluto por el equilibrio y precisión de su sobrio montaje. Hacía tiempo que en el Real no se vivía una unanimidad tan clara respecto a uno de sus estrenos. Esos días, en los que también se conoció su candidatura a cinco candidaturas a los Oscar por Amor (finalmente recibiría solo el de mejor película extranjera), la vida cultural de Madrid enloqueció obsesionada con el nuevo “gran intelectual europeo”. Debido a esa llamada de Hollywood se perdió el estreno y dejó una entrañable carta para el público en la que terminaba pidiendo que le desearan suerte: “Les deseo una velada excitante. Si les gusta, crucen los dedos por mí para los Oscar. ¡Si no les gusta, les ruego que lo hagan igual!”
Tras Don Giovanni y Così fan tutte, solo le quedaría Las Bodas de Fígaro para completar la trilogía que el libretista Lorenzo da Ponte escribió para Mozart. Y se da la circunstancia de que la que le falta es su preferida. Pero, de momento, dice que no quiere hacerla y que se retira de la ópera. “No osaría. No deja espacio para la interpretación. El escenario es tan perfecto que solo puedes seguir la original, y eso no me interesa. Es la única de las tres que hay que interpretar en el mismo tiempo, si la traes a nuestros días no funciona. No veo cómo entrar en ella. De hecho, ya he sobrestimado las posibilidades de Così”, bromeaba en la entrevista. Veremos si su socio y amigo es capaz de convencerle de nuevo para cerrar el ciclo.
Babelia
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