Leyendo pantallas
Cuando los textos se digitalizan prestan más servicios, pero también cambia su relación con el lector
Puede, lector, que estés leyendo estas palabras en la edición impresa del diario. O tal vez en tu ordenador, asomado al navegador de web. Puede también que las estés siguiendo en tu teléfono móvil. O a lo mejor te llegan en un e-reader, o lector de tinta electrónica. Puede incluso que las leas en una tableta.
Pero a lo mejor, lectora, has empezado a leer este artículo en tu móvil, camino del trabajo, lo has seguido en el ordenador, haciendo un alto en tus tareas, y lo terminas cómodamente en la cama, en el iPad, disminuyendo el brillo de la pantalla para no molestar al acompañante del lecho. Si has obrado así, eres una típica lectora de nuestros días, que se caracteriza por saltar de dispositivo en dispositivo dependiendo de las circunstancias. Un servicio por línea llamado Pocket (que almacena millones de artículos para su lectura futura), concluyó, a partir de los datos de acceso a sus textos, que se leía en el teléfono en horario de transporte público, en ordenador en el de trabajo, y en la tableta una vez en casa. Podría pensarse que el teléfono no estaba hecho para leer, pero tampoco estaba pensado para juegos, y ahí están los millones de usuarios de Angry Birds… Sencillamente, cuando está en el autobús la gente lee en el dispositivo que lleva más a mano.
Pero la pregunta clave es esta: ¿es lo mismo leer en cualquiera de estos dispositivos? Uno podría pensar que sí, que la noticia de la última tropelía del Gobierno nos indigna igual como titular en la primera página que como línea de texto leída en un móvil. Sin embargo, la lectura de un artículo como éste (o en general, de cualquier texto largo) tiene otros elementos. Uno de ellos es evidente: en el diario, este artículo se reparte entre dos páginas, que desplegadas abarcan más de medio metro de longitud por 40 centímetros de altura, lo que crea una experiencia de lectura envolvente.
El segundo aspecto, prácticamente inadvertido, es la tipografía. Desde el año 2007, EL PAÍS está compuesto con la fuente, o tipo de letra, Majerit. El lector, aun sin darse cuenta, está agradeciendo la legibilidad de sus letras, la calculada longitud de las líneas, e incluso el agradable gris de la columna del texto, todo ello sin haberse fijado en que la g acaba en un rabito prácticamente horizontal hacia la derecha, o que la l tiene una altura mayor que las mayúsculas y está rematada por un rasgo hacia la izquierda. Pero ese mismo texto cambia en la web, donde será una larga columna que hay que ir deslizando por la pantalla, mientras que en el lateral aparece otro tipo de materiales: publicidad, noticias… En vez de la tipografía del diario, ahora hay Arial, una letra de palo seco (sin rasgos), de la que cada navegador usará su versión. La Arial que leemos en Firefox no será la misma que la de Chrome.
Podría pensarse que el teléfono no estaba hecho para leer; tampoco estaba pensado para juegos, y ahí están los millones de usuarios de Angry Birds…
En el ordenador o en una tableta, a diferencia del papel, se puede cambiar el tamaño del texto. También hay enlaces, que pueden ampliar y complementar las informaciones. Y por último el lector puede compartir fácilmente lo que lee a través de las redes sociales o citándolo en un tuit. Antes de la web uno podría igualmente usar una lupa para leer el diario con mayor comodidad, levantarse del sillón para ampliar un dato en una enciclopedia, o leerle a un amigo un fragmento del artículo por teléfono, pero hay que reconocer que estos procedimientos resultaban más trabajosos que los de hoy.
Porque ahora estamos en el dominio del texto digital, que ya no son manchas de tinta sobre una página, ni siquiera la imagen de esas manchas en una pantalla: es un texto que, por primera vez, es independiente de una tipografía o de un tamaño de letra concreto. Es un texto que las máquinas pueden leer (y en el que por tanto se pueden hacer búsquedas) y que los usuarios pueden reenviar. Es un texto también que las máquinas pueden transformar: las personas con deficiencias visuales usarán programas que conviertan esta sucesión de letras digitales en una lectura en voz alta.
A través de las gafas que está desarrollando Google, textos e imágenes se pueden superponer sobre elementos del paisaje o de nuestras ciudades
Si el lector es usuario de aplicaciones como Pocket o Instapaper, cuando encuentra un artículo en la web puede hacer clic en un botón de su navegador que dice: “Lo leo luego”. El texto pasa entonces a unos servidores remotos, y luego se puede descargar en cualquier dispositivo, para su lectura posterior. En una tableta o teléfono la aplicación presenta el texto limpio de publicidad y otras distracciones, y además permitirá cambiar el tamaño, la fuente tipográfica (escogiendo, por ejemplo, Georgia o Verdana), el color de fondo, el ancho de las líneas… Sí: el puro texto digital, libre de las ataduras de la maqueta o la tipografía es una sustancia maleable, que fluye a través de las redes y puede acabar prácticamente en cualquier sitio… excepto cuando se lo impide la protección anticopia (que es mayoritaria en los e-books legales).
Teníamos, pues, un artículo que se puede leer en un periódico que prácticamente nos envuelve, o en la pantalla de un teléfono móvil, cincuenta veces menor. ¿Podemos seguir pensando que es lo mismo? Sí: las letras son las mismas (aunque en diferente tipografía), y están en el mismo orden, pero ¿transmiten lo mismo? Hay que recordar aquí las palabras de Juan Ramón Jiménez, que fue no sólo poeta, sino también editor, y que llegó a comprarse una fuente especial para que sus libros usaran un tipo de letra que nadie más utilizara: “En edición diferente los libros dicen cosa distinta”. Conque, ¿cómo no van a variar, trasvasados a medios tan diversos?
El libro en papel transmite ‘a priori’ cuál es su longitud, lo que tiene un efecto evidente sobre las expectativas lectoras
La materialidad del soporte tradicional (el libro, la revista) proporciona informaciones, basadas en una práctica editorial y lectora de muchas décadas, que están ausentes del mundo de las pantallas. Un texto al que se accede en un ordenador o tableta suele tener menor información sobre su editor, el género al que pertenece o el público al que va destinado. Sí: se están creando nuevos códigos para el medio digital, pero aún no tienen carácter general. Además, el libro en papel transmite a priori cuál es su longitud, lo que tiene un efecto evidente sobre las expectativas lectoras (lo empiezo ya, lo guardo para la noche, lo reservo para las vacaciones…). Como éste es un dato de interés para la gestión del tiempo, algunas webs ya indican al principio de cada texto una estimación de cuánto se invertirá en leerlo. En papel, en el curso de la lectura podemos palpar cuánta obra nos queda respecto a lo ya leído. Para emularlo, los programas de lectura digital tienen un esquema que señala grosso modo por dónde vamos. No son servidumbres digitales respecto a un modelo prestigioso, el libro en papel, sino imperativos de la ergonomía de la lectura.
Cuando Barnes & Noble vio en los datos de su ‘e-reader’ Nook que la gente abandonaba los libros largos de no-ficción lanzó ensayos breves
Pero, ¡ay!, la lectura digital ya no es una acción solitaria: cuando leemos en pantalla siempre hay alguien que atisba por encima del hombro. Por un lado, quien pertenezca a una red social debe sobrellevar la transparencia de sus actos: cuando sus amigos entren en ciertas webs podrán saber qué es lo que recomienda de ellas (supuestamente, tras haberlo leído). Y en algunos e-readers, como Kindle, se pueden hacer públicos los fragmentos subrayados. Pero aparte de estas cesiones voluntarias de la intimidad, hay sistemas automáticos que monitorizan las lecturas: un clic en la web de un periódico se comunicará a quince o veinte servicios distintos, relacionados con publicidad y marketing. Las aplicaciones que permiten dejar de leer en un dispositivo y reanudar la lectura en otro, así como los programas de e-books, saben qué se lee y qué no, y qué palabras se buscan en el texto. Cualquiera que viva bajo regímenes con control ideológico conoce los peligros potenciales de esa situación. Claro que a veces la monitorización del comportamiento lector tiene efectos positivos: cuando Barnes & Noble vio en los datos de su e-reader Nook que la gente abandonaba los libros largos de no-ficción se decidió a lanzar ensayos breves. De hecho, los lectores digitales están leyendo obras en formatos que antes no existían (el reportaje largo o la novela corta), por la sencilla razón de que no tenían fácil encaje en el mercado.
Una de las características de las obras en pantalla es la posibilidad de combinar los textos: con imagen en movimiento, gráficos interactivos, sonido, geolocalización y por supuesto con acceso a otros textos a través de hiperenlaces. Esto ha dado lugar a un concepto nuevo (en realidad, redescubierto) que son los libros enriquecidos o aumentados. El mundo del libro ya pasó por esta fiebre hace años: en la década de 1990 aparecieron multitud de obras en CD-ROM que pretendían enriquecer clásicos literarios o ensayos actuales con ayuda de estos materiales multimedia. Hoy en día existen aplicaciones para tabletas o teléfonos que proponen lo mismo. Hay muchos casos en que la conexión a un mapa o a una estadística en forma de gráfico son un complemento eficaz de la lectura, pero ver a un actor vestido de Sherlock Holmes pasear por Londres como presentación de los cuentos de Conan Doyle puede añadir muy poco a su comprensión. En el terreno de las obras infantiles o científicas se han conseguido resultados brillantes, así como en guías turísticas, pero en otros terrenos lo que hay son versiones costosas (de desarrollar y de comprar) de obras que no necesitan estos aditamentos.
En el terreno de las obras infantiles o científicas se han conseguido resultados brillantes
¿Han aportado las ediciones digitales algo cualitativamente nuevo a la mecánica de la lectura, a ese recorrer con los ojos letras agrupadas en bloques de texto? Algunas aplicaciones en pantalla presentan en vez de páginas una única columna, o reformatean el texto según el tamaño de letra para presentarlas en una única página, como los e-readers, y eso puede ser problemático: muchas personas tienen memoria espacial de la lectura, y recuerdan que tal dato estaba precisamente en la página de la izquierda, arriba. En un e-reader un cambio de tamaño de letra variará la localización de un fragmento, y hasta el número de página en que se encuentra (con grave problema para referirse a él). Hay propuestas más radicales, pero no tienen mucha utilidad: la versión para teléfono de Instapaper permite que la larga columna del texto se vaya deslizando sola por la pantalla, con velocidad dependiente de la inclinación que se imprima al aparato. Otros programas han intentado crear un flujo de palabras aisladas que aparecen y desaparecen una a una en la pantalla, lo que tampoco es práctico, dado que los lectores normales captan varias palabras en una sola fijación de los ojos.
La lectura ha pasado de la exclusividad del papel a una proliferación de soportes (aunque, no nos engañemos, el impreso sigue siendo predominante desde el punto de vista estadístico). ¿Cuál será el siguiente paso? Podría tal vez venir ligado a lo que se llama realidad aumentada: a través de artefactos como las nuevas gafas que está desarrollando Google, textos e imágenes se pueden superponer sobre elementos del paisaje o de nuestras ciudades. Así, sobre la fachada de un edificio leeremos la entrada enciclopédica que narra su historia, o se nos dibujará sobre una llanura el gráfico de la batalla que transcurrió en ella hace siglos. Sí; seguiremos leyendo en papel, cada vez más en pantallas, y seguiremos leyendo letras, pero estas se nos aparecerán en lugares impensados.
Babelia
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