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“Más vale un santo mío que cuatro mil de la Iglesia”

Fernando Vallejo canoniza en su último libro al filólogo Rufino José Cuervo

Bernardo Marín
Fernando Vallejo, en su casa de México DF.
Fernando Vallejo, en su casa de México DF.PRADIP J. PHANSE

A Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 1942) le fascinó desde niño la figura de su compatriota Rufino José Cuervo (Bogotá, 1844 - París, 1911). Sabía que había sido un autodidacta, un filólogo excepcional a quien el lingüista August Pott había llamado corvus albus, “el cuervo blanco”, por su genio singular. Pero al emprender su biografía, titulada precisamente El cuervo blanco (Alfagura), descubrió además a un santo. El último libro del escritor colombiano afincado en México resulta así una peculiar hagiografía repleta de humor y de amor a la lengua española.

Usted conoció la obra de Cuervo en la biblioteca de su padre ¿Cuándo y por qué decidió escribir su biografía?

Siempre quise saber de él, desde niño. ¿Pero cómo? ¿Dónde buscar? No había ninguna biografía suya, solo unos cuantos datos dispersos. Que se fue, por ejemplo, a París, donde enseñó sánscrito en la Sorbona, y donde iba misa todos los días, de madrugada. Lo de la misa diaria, madrugado o no, no lo he podido constatar, y lo de que fuera profesor de sánscrito resultó puro cuento. Nunca enseñó en París. En Bogotá sí, latín, en el seminario.

Cuervo no es un personaje muy conocido fuera de Colombia. ¿Cómo lo presentaría en pocas palabras?

"Los chimpancés nos reemplazarán tras la guerra nuclear que se avecina y que tanta ilusión me hace"

Como un santo. Uno de los pocos que te puedo mencionar en los cuatro millones de años transcurridos desde que el bípedo sabio bajó del árbol. El Homo sapiens en esencia es una bestia de lujuria y simulación, un pecador nato que copula y miente. Los chimpancés, con los que compartimos el 99 por ciento del genoma, solo cuentan con el uno por ciento de nuestra capacidad de engaño. Estos animalitos son los que nos van a reemplazar en el planeta de los simios tras la guerra nuclear que se avecina y que tanta ilusión me hace.

Para construir esta biografía ha leído más de 1.600 cartas e incontables escritos ¿Hay algún documento disponible sobre Cuervo que no haya leído?

Dos mil seiscientas en realidad, a unos doscientos corresponsales: mil seiscientas conservadas por él de las que recibió, y mil de las que él escribió y que el Instituto Caro y Cuervo de Colombia fue reuniendo a lo largo de medio siglo. Y estoy convencido de que me queda por leer un buen número de documentos referentes a él que se encuentran enterrados en los archivos de ese Instituto, hoy dirigido por una burócrata indolente e inepta, que no raja ni presta el hacha, que no hace ni deja hacer, y cuyo nombre, aprovechando la tribuna y la ocasión, en este punto digo con mi encarecida solicitud a la ministra de Cultura de Colombia de que la destituya: Genoveva Iririarte.

El libro es además un proceso de canonización ¿Ya tenía a Cuervo por un santo antes de emprender su biografía o sacó esa conclusión mientras investigaba?

Lo sospechaba pero sin que lo pudiera afirmar. Ahora, tras mi investigación exhaustiva, queda confirmado: un santo a carta cabal, milagroso. Primer milagro: que un simple biógrafo de los de infantería como yo, un patirrajado que se pasó años y años siguiéndoles los pasos a Porfirio Barba Jacob y a José Asunción Silva (dos poetas, dos bribones) haya ascendido a la categoría de hagiógrafo. Y no uno del común, mucho más: un hagiógrafo canonizador, de los que soy el primero y por lo pronto el único. Conmigo se inicia el género. Un enemigo sí tengo, un alma perversa, dañina, mala: Wojtyla el polaco, el bellaco, más conocido en vida por el alias de Juan Pablo II, alimaña blancuzca y protagónica de raza eslava que se pasó los ventiséis años y medio de su pontificado, sin irle ni venirle, azuzando la paridera y canonizando a diestra y siniestra con su mano suelta y despilfarradora, la derecha, que más parecía una manguera loca que una mano pegada al brazo de un cristiano. Entre beatificados y canonizados infló el santoral en cuatro mil. Pues una cosa sí te digo: que vale más un santo mío que cuatro mil de ese engendro.

¿Habría sido Cuervo igual de genial si hubiese sido un miserable?

No sé si Cuervo fue un genio o no. Lo que me importa es que era un santo. El mundo está lleno de geniecillos charlatanes: Newton, Maxwell, Einstein... Ahora tenemos uno de nombre Stephen Hawking, otro inglés, quien por una singularidad espaciotemporal seguida de choque intergaláctico quedó paralizado tanto del cuerpo como del cerebro. Se comunica con nosotros por medio de jadeos y ruidos raros y a través de un ordenador lleno de antenas que controla telepáticamente. Anda proponiendo en vez de Dios un agujero negro del tamaño del Universo.

Cuervo tenía miedo de que su ‘Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana’ no fuera bueno, de que costara mucho su impresión o de que no se vendiera. ¿Qué miedos le provoca a usted este último libro?

Así es, en efecto, esos eran sus tres miedos cuando se decidió a publicar su magna obra. En cuanto al librito mío, El cuervo blanco, no tengo ninguno: la impresión la pagó Alfaguara; si se vende o no es cuestión de Alfaguara; y si no le gusta a nadie por lo menos ya le gustó a Alfaguara. Yo duermo bien, con la conciencia tranquila y sin sobresaltos, la noche entera.

Dijo que éste iba a ser su último libro pero ya ha anunciado que está preparando otro.

 Así es, ese iba a ser, la vida de san Rufino José Cuervo Urisarri, pero no, sigue otro, El desastre, consagrado al agujero negro de Stephen Hawking que nos va a tragar. ¡Qué importa! Criatura tragada por agujero negro deja de sufrir.

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Sobre la firma

Bernardo Marín
En EL PAÍS desde 1997, es jefe de boletines en el equipo de Estrategia Digital. Antes fue integrante de la Unidad de Edición, redactor jefe de Tecnología, director de Retina, subdirector de las ediciones impresa y digital, y responsable y fundador de la redacción de México. Es profesor de la Escuela de EL PAÍS y autor de 'La tiranía del clic'.

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