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ENTREVISTA

Las cicatrices del siglo XX

Niño de posguerra, activista político, obrero y traductor de la Biblia, Erri De Luca convierte su vida en literatura. Ahora publica la novela autobiográfica 'Los peces no cierran los ojos'

Javier Rodríguez Marcos
Erri De Luca (Nápoles, 1950).
Erri De Luca (Nápoles, 1950).ALIAN POTIGNON / OPALE

En la estación de Cesano, a media hora de Roma, Erri De Luca saluda con un enérgico apretón de manos. Son ásperas, las manos de alguien que durante años trabajó subido en un andamio y ahora las usa para subir montañas. Con ellas —y con la ayuda de dos compañeros de obra— construyó la casa en la que vive, en el campo. Una vez allí prepara café. Arde, él lo bebe de un trago. "Nunca lo tomo por la tarde. Lo hago para acompañarle. Y para que vea que no está envenenado", dice con una sonrisa. En esa misma cocina, llena de fotos de sus sobrinos y forrada con etiquetas de vino —"bebido todo aquí"—, se rodó Di là dal vetro, un cortometraje que se proyectó en el festival de Venecia y en el que De Luca habla con la actriz Isa Danieli, que interpreta a la madre del escritor, muerta en 2009.

Los peces no cierran los ojos / Els peixos no tanquen els ulls

Erri De Luca. Traducción de Carlos Gumpert / Anna Casassas. Seix Barral / Bromera. Barcelona / Alzira, 2012. 128 páginas. 15 euros (electrónico: 9,99). Sale el 6 de marzo.

Esa madre es también una de las protagonistas de Los peces no cierran los ojos, la novela que ahora publica en Seix Barral y Bromera el autor napolitano. En mayo cumplirá 62 años, y si todos sus libros son autobiográficos —"inventar me parece un abuso de confianza", dice— Los peces… tiene además mucho de compendio de su vida y su obra y, de paso, de todas las heridas del siglo XX. O de sus cicatrices. Los ecos de la Segunda Guerra, las revueltas del 68, la miseria de África o la guerra de Bosnia se mezclan en la mente del narrador con la infancia de un niño harto de que el cuerpo crezca más despacio que la mente y que pasa el verano con su madre, atormentada por la duda de si la familia debería reunirse con el padre, emigrante en Estados Unidos.

"Al final nos quedamos, mi padre regresó y nunca volvió a hablar de aquello. Metió América en un cajón", cuenta el escritor. "Y eso que era más americano que italiano". En efecto, la abuela paterna del novelista era estadounidense y su propio nombre no es más que la adaptación del Harry original. Su madre tampoco volvió a hablar de aquel dilema. Sí lo hacía, sin embargo, de los bombardeos sobre Nápoles durante la guerra: "Terminaron siendo su principal pesadilla. Y más que las bombas, las sirenas de alarma. Todas las noches de su vida se despertó oyéndolas". De Luca mismo reconocería ese sonido en 1999, en Belgrado, durante las incursiones aéreas de la OTAN: "Fui porque no soportaba estar en un país que bombardeaba ciudades. Esa es la banda sonora del siglo XX: la sirena de alarma antiaérea. El bombardeo de una ciudad es para mí el acto terrorista por excelencia porque busca causar el mayor daño posible, indiscriminadamente. Así es la guerra moderna: la que mata más civiles que soldados".

—¿Qué hacía en Belgrado?

"Las sirenas antiaéreas fueron la pesadilla de mi madre. Se despertaba oyéndolas. Son la banda sonora del siglo pasado"

—Nada. Estar allí. Bombardeaban día y noche. Las sirenas se convirtieron en un carillón. No se metieron ni en mis sueños: llegaban demasiado tarde. Además, yo estaba allí porque quería: mi madre, no.

—¿Tenía miedo?

—El miedo es un sentimiento que uno tiene de joven, luego se va disolviendo. Ahora no sabría decir de qué tengo miedo.

—¿De morir?

"Ningún obrero trabaja por vocación. Yo seguía en la obra, así que mis colegas pensaban que la literatura no valía mucho"

—Ya anduve lo mío. No tengo hijos, no dejo a nadie. He escrito mucho más de lo que hubiera imaginado.

Debutante tardío, Erri De Luca publicó su primer libro Aquí no, ahora no, en 1989. Tenía 39 años y llevaba uno viviendo en esta casa cuya puerta vigilan una enorme mimosa y un almendro: "Los planté porque dan las primeras flores del invierno". Desde aquí iba a diario a Roma, donde trabajaba como obrero de la construcción. Sus compañeros veían la literatura como un segundo empleo: "Ningún obrero hace su trabajo por vocación sino por necesidad. Como yo seguía en la obra, entendían que lo otro no valía gran cosa". Todavía ve a esos compañeros en alguna manifestación.

La calle fue la primera vocación de este hombre con cara de cartón de embalar —la descripción es suya— que con 18 años se marchó de casa para integrarse en Lotta Continua, un grupo de extrema izquierda que se disolvió en 1976. Hoy dice que le gustaría que el joven que fue se reconociera en el hombre que es, "aunque en aquella época no esperaba vivir tanto; los jóvenes no se hacen muchas ilusiones de llegar a la jubilación".

—¿Se imaginaba el futuro así?

"La revolución es una maldita necesidad, no una inspiración poética. Y entre nosotros no existe esa necesidad"

—El futuro. Un revolucionario tiene dos posibilidades de hacer carrera: o como presidente de su país o como delincuente. Yo no tenía vocación de presidente. A veces coinciden los dos: es el caso de Mandela. Para mí el siglo XX fue, desde el punto de vista político, el siglo de las revoluciones. Yo pertenezco a la última generación revolucionaria porque ese era el orden del día del mundo.

—¿Mereció la pena? ¿Volvería a hacer lo mismo?

En 1996 era albañil. Siete años más tarde, jurado del Festival de Cannes: "Días cómodos, un hotel, dos películas al día..."

—Cuando estaba en prisión, Rosa Luxemburgo le pidió a una amiga que pusiera en su tumba este epitafio: me arrepiento de no haber sido tres veces más osada. Luego dice que era broma. Yo no me arrepiento de nada. Las grandes causas implican a menudo a gente poco apta que toma lo que hay. Incluso el mayor profeta de la historia, Moisés, era tartamudo.

—Y no llegó a la tierra prometida.

—Pero abrió el camino.

—¿Hoy hay alguna posibilidad de revolución?

"Un escritor es como un zapatero: debe hacer buenos zapatos. ¿Su valor político? Actuar para que nadie vaya descalzo"

—Mire al sur del Mediterráneo. ¿En nuestros países? No. La revolución es una necesidad, no una inspiración poética. No tiene que ver con una edad o con el temperamento, es una maldita necesidad. Y entre nosotros no existe esa necesidad. ¿Que hay injusticias? Claro, pero esta generación pide cuentas de la injusticia directamente a aquellos que la cometen, quiere dialogar con el poder, es fundamentalmente democrática, y las revoluciones no lo son.

—¿Pueden también ser injustas?

—Claro. Dice un proverbio ruso: cuando se corta el bosque vuelan las astillas. En ese sentido, yo me siento una de esas astillas.

Para el escritor, su generación no quiso tanto tomar el poder como mover a la sociedad, algo que, sostiene, consiguieron en parte. Cuando abandonó el activismo político, Erri De Luca trabajó como obrero en la Fiat y en la construcción. Además, alternó esos empleos con sus colaboraciones con una ONG —"cuando no existían esas siglas"— en Tanzania. Allí contrajo la malaria y tuvo que volver a Italia y, de paso, al tajo. Con el tiempo se enroló como conductor de camiones en los convoyes humanitarios que viajaban a Bosnia durante la guerra: "Me daban permiso en la obra. Cuatro días, ida y vuelta. Trabajaba a jornal y no cobraba si no iba, pero me guardaban el puesto".

La publicación en 1998 de Tú, mío, su décimo libro, cambió la suerte de Erri De Luca. Pudo dejar la obra. A la novela, que fue un éxito en Italia, siguieron títulos como Tres caballos (1999) o Montedidio (2001), que se encaramaron al número uno de las listas de ventas al tiempo que convertían a su autor en una celebridad en toda Europa. Mientras en España, donde ha cambiado demasiadas veces de editorial, ha tenido hasta ahora más prestigio que lectores, en Francia es un referente. En 2003 formó parte incluso del jurado del Festival de Cannes junto a Patrice Chéreau, Meg Ryan o Steven Soderbergh. Del andamio a La Croisette. "Fueron días cómodos", recuerda. "Un apartamento en un hotel, dos películas al día… Las veía yo solo por la mañana y luego me iba a navegar con una amiga que tiene una barca. No nos reunimos demasiado, solo cada cinco o seis películas, después de comer. Me gustaba Soderbergh. Es un tipo tranquilo y su punto de vista era siempre nítido". Ganó Elephant, la película de Gus Van Sant sobre la masacre del instituto de Columbine. Era su favorita.

De Luca dice que en el campo lo tiene más difícil, pero sigue viendo películas en televisión. De hecho, en Los peces no cierran los ojos habla de su pasión por el cine que narró la posguerra en su país: "Lo han llamado con aproximación Neorrealismo. Pero era visionario". Ese cine, que retrató a los "arrollados por un siglo entusiasta de la mecánica", tiene además mucho de crónica de su propia infancia, todo un género dentro de su obra: "Escribo historias del pasado pero no me gusta la expresión novela de formación porque en el Nápoles en el que crecí no había ninguna formación. Al contrario, era una resistencia a la deformación. Mis historias cuentan la resistencia a las malformaciones del ambiente".

Como hay una Praga de Kafka hay un Nápoles de Erri De Luca: "Era la ciudad con la mayor mortalidad infantil de Europa. Los niños debían justificar su vida yendo a trabajar con cinco o seis años. No ha sido una ciudad madre sino una ciudad causa. Yo soy uno de sus efectos". Otro de los efectos es la lengua que usa en sus libros este autor que no se considera escritor italiano sino en italiano: "Nací y crecí en napolitano. El italiano era una lengua aparte. Se habla en casa, por mi padre. Y sin acento. A mí me gusta porque era eso, una lengua paterna. En italiano se estaba tranquilo: se habla en voz baja; incluso en los libros estaba en silencio. Digamos que me mudé al italiano para escribir. Es mi lengua de residencia".

En las historias de Erri De Luca —a él le cuesta llamarlas novelas— la niñez es también un lugar de residencia. Al protagonista de Los peces… le dan una paliza otros niños pero él se obstina en no delatarlos: "Yo no tengo capacidad de perdón: no sé perdonar, ni siquiera hacerme perdonar. Le contaré una historia yídish. Un viejo sabio es invitado a Varsovia. Aunque es famoso nadie lo conoce físicamente. Después de caminar horas y horas se sube a un tren. Va desaliñado y la gente lo trata mal. Cuando lo reconocen en la sinagoga, aquellos que lo insultaron le piden perdón. Él responde que los perdonaría gustosamente, pero que no puede hacer nada porque al que deberían pedirle excusas es al del tren. La injusticia que cometes no se puede reparar, pero cada vez que no vuelves a cometerla has pedido excusas al del tren. Esto lo pienso ahora, de niño no lo entendía”.

Erri De Luca ha pasado la mañana traduciendo del yídish un cuento de Israel Joshua Singer, el hermano de Isaac Bashevis, el premio Nobel. Se ha levantado, dice, a las 4.30. Madrugar tanto —"me acuesto muy temprano: a las nueve o las diez"— es una de las costumbres que conserva de sus años de obrero. En esa época, además, se levantaba una hora antes de tiempo para leer la Biblia, un libro lleno de albañiles: "Así tenía la impresión de asimilar algo nuevo antes de que me lo impidiera el cansancio. Era mi tesoro antes de la rutina del trabajo". A veces, en la obra, repetía mentalmente algunos versículos como el que da vueltas en la boca a un hueso de aceituna. Estos del libro de Nehemías, por ejemplo: "Flaquean ya las fuerzas de los cargadores / y quedan muchos escombros: / no vamos a poder / terminar la muralla". De este modo, la cabeza, separada del cuerpo, era "como un globo atado a la muñeca de un niño". Los recitaba, eso sí, en hebreo antiguo. Lo aprendió por su cuenta con una gramática: "Me interesa porque es la lengua en la que quedó fijado el monoteísmo del que viene nuestra civilización religiosa. El Nuevo Testamento estaba en un arameo de la época pero fue fijado en griego, algo así como traducir al inglés la historia de un pueblo de pastores sardos. Cada mañana voy con mi vasito directamente a la fuente. Allí está toda la fuerza del monoteísmo antes de derramarse en altares y cultos… Yo me despierto en hebreo antiguo, mascullando esa lengua".

"No doy crédito a los escritores sino a sus relatos", responde el protagonista de Tres caballos cuando le preguntan si cree en Dios. De Luca responde lo mismo. "No soy creyente, un creyente es alguien que le habla de tú a la divinidad, sea para rezar o para blasfemar". Su interés por la Biblia, apunta, tiene que ver con la literatura. O, más bien, con su ausencia: "Estaba en África hace 30 años y solo había una Biblia. La hojeé y me gustó. Hasta entonces no había tenido necesidad de escrituras: estaba harto de historietas. Sin embargo, el Antiguo Testamento no tenía nada que ver con la literatura, no quería cautivar al lector ni hacer que se identificara con sus circunstancias. ¿Quién va a identificarse con Noé o Abraham? Por eso me gustó, porque el lector le importaba un bledo. Yo necesitaba esa distancia. Para mí leer todas las mañanas las sagradas escrituras es internarme en un desierto. Luego cierro el libro y vuelvo a ser un contemporáneo. No es que el libro me diga algo para el día que me espera, soy yo el que se ha trasladado a otra parte. No es un ejercicio de acercamiento sino de distanciamiento. Lo mismo me pasa en la montaña cuando voy a escalar".

El sol es radiante pero todavía hay en las cunetas restos de nieve del temporal que azotó Europa hace dos semanas. El autor de Tras la huella de Nives. En el Himalaya con una alpinista no pudo ir a la montaña esos días. A cambio, escribió una comedia… "napolitana". En abril, además, publicará en Italia Il torto del soldado, su nueva novela. Y en mayo viajará a la Feria del Libro de Madrid, dedicada a su país. Entretanto, sigue madrugando, escalando, participando en montajes que mezclan teatro y relato, el último con su sobrina Aurora: "Contamos historias del siglo XX". Una verdadera obsesión para él, el siglo XX, que en su boca parece más un lugar que un tiempo.

¿De verdad que no hay diferencia entre el escritor inédito y el famoso? "Es el mismo juego", responde lacónico. "La misma forma de procurarme compañía. Ahora colaboro en periódicos y voy por ahí a contar historias, pero la escritura permanece igual: los mismos argumentos, los mismos cuadernos, la misma postura de escribir sobre las piernas en lugar de sobre una mesa…".

La mezcla que forman las ovejas que pastan a lo lejos, las mimosas, el café, la Biblia y la revolución desencadenan la vieja pregunta: ¿la literatura puede cambiar el mundo? De Luca no duda: "Nuestro mundo, no. Pero en condiciones de opresión la literatura mantiene una capacidad de resistencia. Tiene una fuerza distinta, un valor añadido". ¿Y el papel político del escritor? "Un escritor es como un zapatero, lo que tiene que hacer es buenos zapatos. Si quiere darle un valor ético o político a su trabajo lo que debe hacer es actuar para que nadie tenga que ir descalzo. En alguien que trabaja con las palabras ese valor consiste en esforzarse para que se oigan las palabras de todo el mundo, incluidos los analfabetos. O las de los que no conocen tu lengua y llegan aquí y tratan de hacerse entender: los inmigrantes, los presos… Nuestras cárceles están llenas de inmigrantes, son los barrios más cosmopolitas de Italia. Un escritor está en una situación privilegiada. Si lo que hace es decir algo contra el poder está haciendo solo una parte de su trabajo. No creo que la literatura tenga tareas especiales salvo en casos de emergencia. Fuera de ellos no puede cambiar el mundo, pero sirve para hacer compañía".

A Erri De Luca se le han asignado más etiquetas de las que él tiene en la pared de su cocina; la más sonora, la de escritor obrero. Sin preocuparse en rebatirla, añade más: traductor, alpinista, revolucionario. La que más le convence es… napolitano. Le explica bien, dice. "El genitivo de Nápoles me lo gané al marcharme. De allí fui extraído. Como un diente: lo sacas de una encía y ves la raíz, pero no lo puedes volver a implantar en ningún sitio". ¿Ni en esta casa? "Esta casa tiene muchas raíces, pero ninguna me concierne. La construí yo y yo planté los árboles, aquí murieron mis padres, pero podría dejarla sin pensarlo un segundo". Luego señala las flores amarillas de la mimosa, se pasa la mano por la cara y añade: "Lo mejor que puede hacer uno con un campo es plantar árboles y hacerlos crecer. Yo sigo el tiempo menos por el calendario que por la longitud de la sombra. Lo mejor que he hecho en la vida ha sido alargar la sombra de los árboles. La nieve de los últimos días pesaba mucho en las ramas, pero ahora parece que ni se han dado cuenta".

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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